jueves, 23 de diciembre de 2004

Cómo sabemos qué será de nuestro día. Sencillo: no sabemos. De allí una de las secuelas más fascinantes que tiene el modo humano de vivir en el tiempo.

No me gusta cambiar de tren. En el pueblo hay dos. El trencito, y el tren.

El trencito es impecable, ordenadito, limpito, aséptico, inodoro, incoloro. Insípido.

El tren, no, para nada, todo lo contrario. Pero el tren es "el tren".

Tomé el trencito por dos razones, azares de la vida. En primer lugar, era temprano, andaba con tiempo sobrado, iba a un brindis. Vino, además, un viejo amigo recién mudado al pueblo a pedirme un electricista del automotor. Se ofreció a llevarme a la estación del trencito (hay que ver que es recién llegado al pueblo, claro, y pensaba que prefería el Insípido). Y para poder conversar un rato más con él, acepté.

Además, me habían regalado una tarjeta de subterráneo, que ni miré, y como nunca viajo en subte, decidí terminar con ella. Y resultó que estaba usada y no servía, pero ya estaba en viaje.

Allí nomás estalló la música. En cuarenta y cinco minutos pasó de todo.

Empezaron dos rockeros a los gritos, y a dos voces, atacando Andrés Calamaro y "Engancháte conmigo". Se hizo lo que se pudo, no del todo mal, pero hacían una cosa de poca calidad, de modo que hacerlo bien daba igual. Aunque el entusiasmo merecía algún premio. Y les sobraba entusiasmo.

Pasó de tal suerte Calamaro por la faz de este mundo y un silencio tembloroso quedó en el aire del vagón.

Me dormí a la segunda página de El realismo metódico de Gilson (en realidad, el prólogo de Leopoldo Palacios, que era lo que me interesaba...) Hasta casi media hora después en que volví a esta vida escalando notas otra vez.

Concentración de concertista, unos 30 años, remera colorada, tatuaje, pelo corto, bermudas negras, sandalias. Tenía un amplificador portátil y una guitarra criolla. Estaba punteando el tango Volver con absoluta eficacia. Llegábamos rápidamente a la última estación, Lacroze. Y pasó con disciplina de estudiante al tango Fuimos, con acordes cercanos a la sublimidad.

El amplificador empastaba en metal la luz que pulsaban los dedos. Era una fiesta verle la cara.

Me angustiaba pensar que no había tiempo para que "pasara la gorra", porque la gente ya estaba preparándose para bajar. Saqué mis monedas, como para pagar una factura vencida, pero él ni me miraba, ni me dejaba darles las monedas. Él estaba tocando la guitarra. Así que, nada.

Anunció la Bourrée de Bach. Y cumplió, nerviosamente ejecutada pero con solvencia. Y todavía, mientras el tren entraba al andén, se decidió por Blackbird de Los Beatles.

La gente bajó como en tropel, tal como suele. Y el concertista se perdió entre las filas humanas, apenas cosechando.

En la estación me esperaba Silvio Rodríguez, llenando todo el aire. Pensé en una casa de música. Pero era en vivo. Estaba en un rincón, peritamente elegido, casi a la salida, donde la acústica era perfecta. Vendía temas propios y sus cover, grabados en dos compactos. Gran calidad el ejecutante, buena voz. Me quedé fumando y oyendo un rato.

Al fin bajé la eterna escalera mecánica de Lacroze. Me había olvidado: al final del descenso, allí abajo, como un Aqueronte entrerriano o correntino, esperando a los viajantes de las honduras, está "el viejo".

Con un acordeón mínimo, Nico, así se llama, ejecuta desde hace años entrecortados e indescifrables aires litoraleños, sin la más mínima gracia, como no sea la figura misma del tipo con su sombrerito negro ala corta, en su banquito de ordeñe, con su media botella para las propinas sobre el acordeón, en raro equilibro. De música, nada salvo, como diría el poeta, los "aires asmáticos" del fuelle saliendo de allí adentro como al azar, o como escapando de las manos del verdugo...

En el subterráneo, temí por mi suerte. Dos jovencitas repasaban, bastones en mano, su acto de teatro callejero en los pasillos de los vagones, como viene pasando (ya me las vi con otros dos graciosos); un acto trunco que no sé por qué no alcanzaron a jugar.

Así, con apenas una hora de vida trashumante, entré a Babilonia.

El final del día no sería tan melodioso. Otra vez en las afueras, me esperaban amenazantes unos exámenes semióticos y una abrupta mesa de Teología. Me enteré entonces de cosas que suponía, pero que hubiera preferido seguir ignorando. Cómo se estudia en la facultad de Teología de la UCA, cómo se eligen los temas de tesis, qué temas eligen, qué autoridad le asignan los escrituristas oficiales argentinos a la metodología tipológica de los Padres de la iglesia, qué autores latinoamericanos están de moda en la teología...

Nico, el improbable músico litoraleño de Lacroze, sonaba infinitamente mejor que el reporte teológico.