miércoles, 5 de febrero de 2014

Helena y el fin

–Empieza la disgregación –dijo Constantino después de comer–. Mientras estaba Diocleciano hubo cohesión, pero ahora habrá jaleos en todas partes. Tienes que venir al territorio de mi padre.

–Hijo mío, ¿quién se va a preocupar de una mujer como yo, que vive tranquilamente una vida privada?

–No entiendes de política moderna, mamá. Actualmente no hay vidas privadas. Eres mi madre, y eso le bastará a Galeno.

–Y tú eres tribuno en el ejército de Galeno. Deberías estar con tus hombres, no galopando a través de los Balcanes y dejando rengos a muchos buenos caballos.

–No tenía otra elección. Cuando los historiadores se ocupen de mí dirán que si quiero vivir debo decidirme a gobernar.

–¡Ah, la historia! Viviendo aquí sola año tras año he leído bastante. Manténte apartado de la historia, Constantino. Quédate y ve lo que he hecho, las talas, los drenajes y las plantaciones. Eso es mejor que la historia. Si me voy, todo se echará a perder.

–Mamá, todo el imperio se va a echar a perder. Hace ya un siglo que no nos sostenemos más que con baladronadas y suerte. La gente parece pensar que el imperio es eterno, se queda en casa, lee a Virgilio y supone que todo va a seguir como antes sin ningún esfuerzo de nadie. En la frontera he visto toda una provincia echada a perder en una temporada. Últimamente me ha obsesionado una visión de lo que podría ocurrir un día si dejáramos de luchar: un mundo polvoriento, con todos los canales de Africa y Mesopotamia secos y los acueductos de Europa cortados, una línea de arcos rotos aquí y allí en un mundo muerto dividido entre mil jefes bárbaros disputando unos con otros.

–Y tú vas ahora a juntar las fuerzas bajo el divino Maximiano –dijo Helena–. ¿Eso va a salvar al mundo?

–Divino –replicó Constantino–. ¿Supones que hay alguien que cree realmente que Maximiano es un dios? ¿Hay alguien que crea en alguno de los dioses, ni siquiera en Augusto o Apolo?

–¡Tantos dioses! –dijo Helena, contagiándose del estado de ánimo de su hijo–. ¡Cada día más! Nadie puede creer en todos ellos.

–¿Sabes lo que mantiene la cohesión del mundo? No son los dioses, ni la ley, ni el ejército. Un nombre, nada más. La rancia y vieja superstición de la santidad del nombre de Roma, una ficción ya anticuada en doscientos años.

–No me gusta oírte hablar así, Constantino.

–Claro que no. Da gracias a Dios de que todavía hay millones de personas anticuadas como tú que se sienten un poco incómodas cuando se menciona a Roma. Eso es lo que mantiene la cohesión en el mundo, ese sentimiento levemente incómodo. Nadie siente eso sobre Milán o Nicomedia aunque políticamente son ahora ciudades importantes. Esa es la santidad... ¡Si pudiéramos conseguir que Roma volviera a ser santa!... En vez de eso tenemos a los cristianos. Debías haber visto algunas de las pruebas que salieron a relucir en los procesos de Nicomedia. ¿Sabes cómo llaman ellos a Roma? ‘Madre de prostitutas.’ Lo he visto en sus libros.

–Pero estoy segura de que ya han sido aplastados.

–Es demasiado tarde. Están en todas partes. El ejército y la burocracia están podridos de cristianos. No se les puede dispersar como dispersó Tito a los judíos. Son un estado completo dentro del Estado, con sus propias leyes y sus propios funcionarios. Mi padre no ha intentado ni siquiera aplicar el edicto en su territorio. He oído que media corte está mezclada con ellos. Tienen sus lugares santos en la propia Roma: las tumbas de sus primeros dirigentes. Tienen su propio emperador, o algo parecido, que en este momento vive en Roma y da órdenes. Son el problema más grande en todo el imperio.

Constantino se quedó callado y se estiró con un gesto de cansado.

–¿Vendrás con nosotros mañana, mamá?

–Mañana no. No puedo dejar tan bruscamente a esta gente. Esperan más que eso de mí. Yo no me he criado en una corte como la tuya, hijo mío. Además, dudo de que me recibieran bien en la corte de tu padre. Vete por delante y encuéntrame algún sitio en el norte. Ya te seguiré.

Y Helena añadió después:

–Estos cristianos... ¿no será que ven en Roma, a su manera, una ciudad santa?

–Mamá, ya te lo he dicho. Sus libros...

–¡Bah, los libros! –replicó Helena.

El diálogo está al final del capítulo V de la novela Helena, de Evelyn Waugh.

Estamos al filo de los siglos III y IV. Constantino viene huyendo del Oriente del imperio romano y va hacia el Occidente, en el que gobierna su padre. Todavía no es emperador.

Helena ya era Helena, por lo que se ve.

Vive cerca de la costa dálmata, en los Balcanes, levantando y haciendo prosperar un campo que piensa que debería ser la morada de su hijo, después de una vida militar exitosa. Y no lo será. Ni la suya de ella.

Tal vez, con esta conversación verosímil empezó todo.

Al menos todo lo que empezó con Constantino. Y con Helena, su madre, sobre todo.

Allí empezó, probablemente.

El asunto es cuál es el fin de lo que empezó allí.

Se me hace que Constantino y su madre, Helena, no tenían la misma idea respecto del fin.

Pero, tal vez sea cosa mía.