domingo, 2 de febrero de 2014

Perfume de mujer

Lo primero que hay que saber es que no tengo ninguna técnica para el jardín y a esta altura no creo que vaya a tenerla ya.

O sí: dejar crecer. No cortar nada, salvo el pasto o la obligada poda de ramas.

Lo demás, crece a su antojo. O no tanto, porque a veces pasa -en el jardín, en la vida...- que hay ciertas anarquías que son posibles como fruto del diseño, de una decisión del jardinero.

Nunca corté algo que tuviera alguna posibilidad o algún misterio. Se distinguen los yuyos, mayormente. Pero aun algunos de ellos tienen donaire y alcanzan la gracia en la altura, eso que no se ve cuando son una brizna de nada.

Y así pasa. Vienen altas las plantas y dan su fronda o su flor. O algo. Y se ganan su derecho a empujones de belleza o de rareza de buen ver.

O de perfume.

Y es el caso.


El año pasado, en una mata de margaritas amarillas que hay casi a la mitad del jardín, apareció un dama bastante misteriosa. La margarita de marras, como es sabido, es abundosa y casi prepotente. Serán sus genes. Dan rápidamente el color y el amarillo y el verde fresco son siempre un manchón alegre. Hay un asunto con el amarillo y yo, y viene de larga data. Más que gustarme, en el jardín y en casi todo, más bien lo perdono. Diría que lo entiendo -entiendo su papel en el concierto de las cosas- pero no me es muy afín.

La abundosa, además, cumple con la función social de impedir en algo el paso a una alberca, cosa que, habiendo niños cerca, siempre es un recaudo que tranquiliza un poco.

Pero hay que tenerla a raya. No darle su lugar, porque no conoce límites, sino asignárselo según la voluntad del ojo del amo.

Y así fue el año pasado. Le estaba disciplinando la vida a la margarita cuando vi que se le había entreverado una planta desconocida. Hojas largas, como punta de lanza, carnosas, tallo de trepadora. Todavía era joven, pero ya se le veía la traza de tener tanto o más vigor que su anfitriona. Y eso porque la nueva dama ya se iba trenzando en el ramaje leñoso de la margarita. No fue fácil podar a ésta esquivando a aquella, dejándola seguir su derrota.

Cuando llegó diciembre, en una de las podas rituales, ya se veía que la nueva competía en volumen con su huésped, pero era todavía solamente largos tallos y hojas firmes. Nada más. Allí fue el momento de tomar la decisión de ver hasta dónde llegaba y la desenredé casi en toda la longitud de sus hilos fibrosos. Tampoco fácil.

Lo demás fue apoyarla siquiera, casi como al descuido, encima de la mata amarilla. Quién sabe qué haría ella. Yo, no haría nada hasta que ella no moviera sus piezas.

Llegó enero y la dama dio su flor. Blanca. Firme. Pero incipiente todavía, pequeña. Así y todo, empezaba a adivinarse un aroma. Muy femenino, con vetas de jazmín.

El conjunto empezaba a tener su propio carácter y no lucía nada mal. Lucía bien. Y empezaba a ser evidente que la dama aportaba su perfume -y las graciosas pintas blancas de sus flores- como si pagara con ello el alquiler a la margarita.

No había mucho tiempo entonces, porque había viajes que hacer. Pero, ya de nuevo en el pago, en estos días, cada vez que pasaba por la vereda que va de la cueva a la casa y vuelta, la dama trataba de llamarme la atención. Sutilmente. Ni falta que hacía. El entrevero se había armado de tal modo que la mata era ahora todo un remolino de colores y aromas, sin competencia. Y pasaba cada vez, y cada vez llamaba ella, sobre todo ella. Y atendía yo.

Hace como una semana que vengo pensando en el asunto. Y sigo. Hay materia. De toda suerte.


Claro que, y para empezar por algo, está el trigo y la cizaña. Claro. Porque la abundosa y la aromada cada quien tiene lo suyo. Pero cuál será quién. Se han criado tan abrazadas ya que no es fácil ir a por una, sin que la otra reclame sus fueros. Y por las dudas, y por ahora, di por trigo a ambas, aunque podría ser cizaña una de ambas. Se verá. Y ése es solamente uno de los asuntos. Porque el perfume no es cosa de esquivar. Y está el jardín alrededor y los frutos de ella, si los llega a dar.

Ha tiempo que venía buscando los documentos de la dama, su casta. Quién es exactamente.

Hay en el pueblo quien sabe la mar de estos asuntos y la vez que le pregunté, me dijo un nombre que no retuve entonces, pero la describió sin titubear con gran acierto.

Y lo que son las cosas: mientras escribo esto me llega noticia de que efectivamente la dama se hace llamar Tasi. Su nombre científico -siempre los miro con un poco de desconfianza- es Araujia sericifera. No voy a ponerla aquí pero hay mucha literatura para hablar de esta dama que describió un portugués Araujo, allá por el siglo XVIII en América, y de allí su nombre. Unos dicen que es remedio y que cría mariposas porque a las orugas les sabe bien la hoja. Otros, que es venenosa. Otros que es buena para el caucho. Otros, que es invasiva y termina matando a lo que acompaña. Hay lugares en los que la aprecian por su fruto comestible. Hay lugares en los que está prohibido tener una. Qué puedo decir: dejemos eso para los que mejor saben lo que saben de estas cosas.

En lo que toca a un servidor, cada vez que paso junto a la mata, no puedo dejar de mirar lo que he hecho. Lo que han hecho ellas, cuando se las deja hacer.

Veré qué le dejo hacer a la dama. Que para eso, después de todo, soy sus jardinero, mal que bien, con técnica o sin.


Mientras, yo seguiré en mis trece.

Y ella, perfumando.