miércoles, 20 de abril de 2022

Donde hubo fuego


οὐδεὶς ἐραστὴς ὅστις οὐκ ἀεὶ φιλεῖ.

En el capítulo XXI del libro II de la Retórica, Aristóteles se ocupa, entre otras cosas, del uso de las máximas y las sentencias en los discursos. Las clasifica y entre las cuatro clases está la de las evidentes por sí mismas. Y la que está al comienzo es una de ellas.

Ese texto procede de Las Troyanas, de Eurípides (distinto allí: οὐκ ἔστ᾽ ἐραστὴς ὅστις οὐκ ἀεὶ φιλεῖ, es el verso 1051), y de un diálogo entre Menelao y Hécuba, la mujer de Príamo, el rey de Troya, que será llevada como esclava a Grecia, junto con otras mujeres troyanas sorteadas entre los griegos vencedores, porque en el sorteo quedó para Odiseo.

Ella es la que habla y una traducción sensata de las palabras de Hécuba sería: No es amante el que no ama siempre. Y, según Aristóteles, la máxima no necesita explicación porque es de las que se entienden nomás decirlas.

Y ya que me ocupé de las cenizas, es justo que ahora me ocupe del fuego.

Amor es fuego. Y el fuego es signo del amor. En principio, por dos razones: el fuego es calor y luz, luz y calor. Como el amor. Que es vida. Y la muerte, se sabe, es fría y oscura.

El amor, así tan seriamente entendido, es en sí mismo fuego que no se apaga. Si es amor, claro. Una chispa, como la pasión por durable que sea, se apaga. Pero es porque no es fuego. No es amor.

No puede haber amante, que ame con verdadero amor, que no ame siempre. Y más aún, como indicio indirecto de que esto es así: mientras ama, no concibe que ese amor termine alguna vez. Porque es de la naturaleza del amor esa pulsión a la eternidad. Sin esa nota, ese amor puede ser puesto en cuestión con toda razón. Y debe serlo.

Que llamemos amor a cualquier cosa, es otra cosa. 

En cierta ocasión, Chesterton se preguntó por qué se obliga a los amantes a prometer amor para siempre en su boda, que es cuando su amor no tiene dudas de que nunca terminará. La pregunta tiene algo de retórica, porque él mismo contesta que es el momento apropiado para prometer lo que un día (vaivenes y desavenencias de la vida mudable en este valle mediante) deberá reafirmar, recordando esa promesa hecha "innecesariamente". No está a prueba la promesa, tanto como la verdad de ese amor prometido. Porque la sensación subjetiva de amor eterno en quien dice amar, no es necesariamente signo de que ese amor es verdadero, aunque lo crea el que dice amar.

El amor es propio de la eternidad. Es intercambiable con ella, en sí mismo considerado (no necesariamente quoad nos, desde la orilla imperfecta y falible de nuestro tránsito bajo la luna); y de ese intercambio esencial, entre eternidad y amor, mana la sensación inequívoca del amante de que su amor será efectivamente más fuerte que la muerte. Un fuego inextinguible. Y eso ocurre –hay que decirlo– aun en los amores rengos de este mundo, al decir de C. S. Lewis, por ejemplo.

Esto quiere decir que ese apetito de la naturaleza de fundirse con su bien y con su término, aspira a lo eterno, porque quien ama, aspira a amar siempre, porque no puede concebir desprenderse del bien que en esos términos es su bien. De ese amor, que es fuego, le vienen la luz y el calor. La vida no sobrevive sin ambas cosas. Y el que ama, tampoco.

El amor es el modo de vida y de sobrevida de los seres espirituales. Y los hombres somos seres espirituales. Entendemos el bien y lo buscamos. El bien no sólo entendido moralmente sino como culmen de lo que somos, realización completa de lo que somos. 

Cada amante ama a su amado como a su bien. Y ama el bien de su bien, si se me perdona decirlo así. No puede sino eso. Y no puede hacerlo sino siempre, si el amado es su bien.

Hay, y se entiende creo, un valor simbólico en los amores humanos, que son análogos por naturaleza, como el ser lo es en las creaturas. Pero ese simbolismo y esa analogía no significa de ningún modo que esos amores humanos no sean reales, del mismo modo en que el ser de las creaturas es real.

¿Y las cenizas?

Eso, las cenizas. Esas cenizas que se usan en el dicho para representar una rémora amorosa en el corazón de quien dice haber amado o dice haber sido amado (que no es lo mismo que haber amado o haberlo sido...)

Pues, qué decir. 

Ya está dicho: es infeliz usar las cenizas como emblema o figura de un amor que ha sobrevivido. Posiblemente, las cenizas puedan ser otras muchas cosas, restos, tal vez escombros, quizá mojones de una senda que va a una ciudad abandonada. 

Tal vez, el refrán no debería decir: Donde hubo fuego, cenizas quedan.

Tal vez sería más verdad decir, como dice Eurípides, que no es amante quien no ama siempre: Donde hubo fuego, fuego queda.

Pero, claro, tal vez, entre los hombres y en este eón, sólo pueda decirse algo así de grandes y verdaderos amores, casi divinos.

Para el resto, habrá que hablar de cenizas, nomás.