sábado, 9 de abril de 2016

Un día



Caminábamos por la avenida Corrientes, era lo frecuente. No pasábamos del Obelisco y, las más de las veces, Paraná o Uruguay eran el límite hacia el lado del Bajo; Ayacucho o Uriburu si íbamos en sentido contrario. No esta vez.

Lo de siempre en la zona. Librerías de viejo, carteleras del teatro San Martín o alguna cosa extravagante en el Museo Social, los volantes a mimeógrafo de los cines minúsculos de películas de culto. Ver algo oriental en el Cosmos de los soviéticos o deambular buscando piezas raras en disquerías de melómanos, por los alrededores de Callao. Café en alguna parte. De a ratos, sólo conversar en una esquina o sentados en los umbrales de una galería.

Apenas estaba terminando mi facultad.

Un día, ese día, como náufragos desangelados cruzamos la Plaza de la República, bordeando el Obelisco. Una aventura sin sabor. Habíamos pasado los límites caprichosos y estábamos a disgusto en tierra de infieles.

La idea fue suya: volvamos..., dijo sugirió como suplicando, vayamos al Arte..., pequeño reducto de cinéfilos en la punta de la Diagonal Norte, camino a Tribunales.

En un cartel nuevo, que sé que duró muy poco, anunciaban Un día en la vida de Iván Denisovich.

Hacía pocos meses había leído la novela de Solyenitsin, su primera obra después de Siberia. Terrible pero cándida y emocionante.

Me zambullí. Insistí sin demasiada necesidad. Nos zambullimos como adolescentes mientras le contaba el argumento y los momentos fuertes de la novela. La unidad de tiempo, de acción, casi la de lugar. La forma de narrar como desapasionada y ajena al derredor helado y cruel de la Siberia de castigo. Un festín. Los símbolos. El arte ruso de las honduras de la psiquis del hombre.

Salimos como si hubiéramos visto una aparición, aunque la textura de la película era sensiblemente inferior a lo escrito. Era de ingleses y noruegos.

No sabíamos qué hacer. En silencio, fuimos hasta unos canteros en medio de la calle peatonal. Nos sentamos y armé y fumé un cigarrillo de tabaco criollo mirando el mundo tibio, que era el contraste más lejano con las manos heladas y arropadas con harapos de Iván y sus vecinos de la prisión. Las caras citadinas, del atardecer de un día agitado de naderías de oficina, nos llamaban la atención. Cuál era el mundo. Dónde estábamos.

De la mano, fuimos caminando hacia la plaza Lavalle. A mitad camino, vimos el Viking (nuestro lugar de comidas nórdicas), estrecho y tenue. Oímos su piano decadente y cordial. Entramos.


El día ya era noche.