lunes, 7 de enero de 2013

Ser bastardo

La etimología no está del todo clara.

Es verdad que el diccionario de la lengua española se la atribuye al francés antiguo, pero hay otras fuentes tan autorizadas como ésa que difieren en la atribución y el significado, por supuesto, aunque entre el germánico y el paleofrancés y el provenzal andan los tiros.

De todos modos, algo parecido a adoptivo, desnaturalizado, torcido, ilegítimo o espurio siempre anda por allí, aunque no siempre tiene una carga de infamia ineludible y no siempre aparece asociado en los orígenes a las gentes, también a animales y plantas, por ejemplo.

Con todo, históricamente, el tratamiento que se le ha dado a los bastardos -más allá de sus merecimientos y características personales- ha sido casi siempre denigratorio, lo que va desde el simple desprecio u ocultamiento vergonzoso, hasta la defenestración e incluso la muerte, en algunos casos. Y esto no entre los bárbaros sino también entre gentes civilizadas como griegos y romanos.

Con el tiempo, el status social de la bastardía se fue acomodando al desprecio de hecho y de derecho por el matrimonio, llegando incluso -una cosa por otra- a considerarse al matrimonio como una institución denigrante y falsa y a la bastardía como una existencia heroica y auténtica.

Para peor, el hecho de que haya habido bastardos gloriosos -mi admirado Don Juan de Austria es un caso insigne, pero no está solo- parece haber empujado a falacias arteras y estúpidas, que un estudiante de lógica de bachillerato podría disolver. Así, la causa de la gloria resulta la bastardía. Una gansada que sólo un idiota podría sostener. Ciertamente que la opuesta es tan inválida como ésta y no falta el zopenco que crea que el ser bastardo, eo ipso, inhabilita a cualquiera para ser una gran persona buena.

Es verdad también, y hay que decirlo, que en nuestra lengua la oposición hidalgo-hideputa, y casi casi que nada más que por motivos de honra y sangre en sus comienzos, ayudó a que la bastardía cargara el peso del desdén y, more moderno, la exclusión. Por ese motivo, precisamente,...

-Oiga, oiga, maestro... Un minutito. Está interesante el asunto éste de los bastardos... Pero, ¿qué pinta acá eso?

-Es que como la Argentina tiene una cantidad importante de fauna bastarda...

-¿En serio? ¿Tanta gente hay así, en orsai, digamos?

-No, no, cumpa..., no me refiero a niños nacidos. Pero me refiero, sí, a gentes malparidas...

-Bueno, eso..., los que arrancaron de trampa, de sotana, por izquierda, por afuera...

-No, mi cuate, me refiero a los hijos de puta. Como si le dijera los ¡bastardos!, ¿vio las películas de cowboys mal dobladas...?

-Ah, avise, hombre... ¿Y por qué se le ocurre ahora ese asunto?

-Pasa que leí un reportaje que una revista untuosa y pava le hizo al histrión Darín -que actuaba de padre de la patria y hablaba como una especie de Solón camusiano- y después leí una carta que otra pava histriónica le manda a Darín contestándole el reportaje. Ahí vi que la carta tiene 4 páginas A4 letra cuerpo 12 a espacio simple y que la firmaba nada más ni menos que la Capitana Cristina. Y me tragué el reportaje como si fuera una encíclica o un legado de qué le digo: un prócer escéptico e indignado, qué se yo, de película de Campanella; y ahí nomás me tragué la carta que parecía otra encíclica, pero ahora de una papisa canyengue, insoportablemente pava y patotera, con chicanas de manual que están a la altura del jefe de la oposición -me refiero a Darín, digo, claro...-..., y..., bueno, eso...

-¿Y entonces?

-Y..., como vi que eso es lo que hay en el barrio por estos días (¿años?) y no hay nada más que un Darín haciendo de Espartaco y de voz del pueblo oprimido y una mina insufrible y medio loca haciendo de madre universal de los oprimidos que parió, al final llegué a esa conclusión que le digo...

-¿...?

- Eso, mi amigo, eso: que este país, pobre, está lleno de hijos de puta. O bastardos, si usted me entiende, porque la etimología no está del todo clara todavía...