miércoles, 2 de enero de 2013

Desobediencia

Me parece que cuando uno se topa con unos versos de La vuelta de Martín Fierro, que están en el canto XXXII (4715-4720), que es el de los Consejos, y que dicen:
El que obedeciendo vive
nunca tiene suerte blanda;
mas con su soberbia agranda
el rigor en que padece:
obedezca el que obedece
y será bueno el que manda
siempre aparece algún problema con esta doctrina, digamos que hernandiana, que no es fácil de destripar. O de tragar, según se vea.

Casualmente, y por ejemplo, he sabido en los últimos tiempos de interpretaciones, algo torpemente formuladas, de José Pablo Feinmann o Felipe Pigna. Es comprensible que piensen un poco robóticamente que el Hernández de 1879 no es el de 1872 y que sus nuevos amigos políticos y sus nuevas convicciones, más acordes a lo que hubo alrededor de 1880, lo hayan puesto en situación más mansa que la rebeldía que le florece eficazmente en la primera parte de la obra, siete años anterior y compuesta en otras circunstancias. Algo puede haber de algo parecido, que no es lo mismo; porque algo así no es tan fácil de desentrañar en una personalidad política compleja y movediza como la de Hernández, menos todavía si se lo mira con mirada retrospectiva, como si se tratara de explicar el asunto aduciendo que Hernández se había hecho menemista o neoliberal y que de ese modo quiere opiar al pueblo y enervarle su gen revolucionario para que obedezca mansito a todo lo que se le mande (y como si eso fuera una pretensión exclusiva de los liberales capitalistas...) Pero, se entiende: José Pablo Feinmann es filósofo, lo que supone que no es una inteligencia tan fina como para que advierta el sentido de sus propias palabras.

Allá él.

Castellani habló de este asunto casi directamente en una fábula conocida de Camperas, que se llama, precisamente, Mandar mal y que está en el capítulo breve de fábulas salteñas.

“-¡Qué animales son estos animales!”.
“-Pero estos hombres son más brutos que nosotros!”.

Yo supe tener una yegua que hablaba –naturalmente, como todo animal de fábula- y hablaba con las orejas.

Una vez la Chuncha tuvo que haberme matado y no me mató por pura consideración. La llevé a beber en el Río Grande de Salta –llamado también Arias y Santa María-, jornada y media de Cafayate, y era una temeridad, como supe luego. La obligué a entrar; y es que el animal caballar es sonso para el peligro; es demasiado obediente, no es como el mular, desconfiado. Era febrero, el agua venía como ariete y la arena floja. Para mejor, ese agua no sirve para abrevar, por el salitre. No me fijé que hundía en la arena cada vez más los vasos; y cuando noté que temblaba y resoplaba creí la mareaba la velocidad del agua, que yo mismo tenía que mirar lejos. “Bebé, animal imbécil”. Cabeceó con furia. Entonces la dejé salir. Pisó un lugar de ciénaga, hundió toda la mano, se debatió para sacarla, y hundió la zurda; y entonces se tiró de lado, pero con todo cuidado a fin de no hacerme un Sargento Cabral. Gracias a eso saqué de abajo la pierna y el pie con tiempo; que si me lo agarra entre su cuerpo y una piedra, lo hace salame.

Le pegué una paliza al salir –pues con la ira me parecía entonces que era toda la culpa de ella- diciendo: “¡Qué animales estos animales!”. La yegua contestó con las orejas la respuesta que puse arriba.

Hicimos las paces al rato; y entonces yo, con serena intención de instruirla, le empecé a decir los siguientes versos:
El que está sujeto a otro
nunca tuvo suerte blanda,
pero su soberbia agranda
el rigor de que padece.
Obedezca el que obedece
y será bueno el que manda.
Con gran sorpresa mía, que no la sabía poeta, la Chuncha volvió la cabeza, y contestó de contrapunto esta estrofa:
Mande bien el que está arriba
si de Dios quiere hacer caso,
si de Dios es como el brazo
no haga a Dios aborrecible,
pues si manda lo imposible,
reventó la yegua el lazo.


Como se ve, cita como de memoria el texto del poema y cita desprolijo. Pero el sentido no se mueve, porque obedecer es estar sujeto a otro, en cualquier caso. Más todavía: la respuesta en verso de la yegua va directo al punto en controversia, refutándolo, que sería esa relación como causal entre la calidad del mando según sea la calidad de la obediencia, cosa, como digo, medio intragable salvo (y no estoy seguro de que salga del todo bien...) que se le hagan todos los secundumquides que a uno se le pudieren ocurrir. Podrá decirse, por ejemplo, que el consejo está circunstanciado y que de ese modo confirma la doctrina más exigente, porque se trata allí de que, en el caso de que sea lícito obedecer, mejor le vale al súbdito (que está sujeto a otro) no tentarse con la soberbia y más específicamente la vanagloria de retobarse, porque de ese modo pone al mandamás en situación de apretar las clavijas, para someter a quien debe someterse, y así, el sometido sufre el doble... por su culpa.

Podría ser. Lo voy a pensar, de todos modos, porque ni a mí me convence del todo, aunque su razón le asiste al comento ése.

En Cristo y los fariseos, a propósito de otra cosa (más bien religiosa), Castellani vuelve a tratar el asunto con mayores pormenores y desarrollos, en un capítulo que se llama Sobre la obediencia. Una cosa es la prosa, por cierto, y otra la lírica, aunque según se ve, ruedan ambos textos a lo mismo.

Hay que ver. Porque este será un año para pensar en esas cosas. O para tenerlas ya pensadas, llegado el caso.

Y hay tiempo ahora, de todos modos. Es enero.

Y todo está lo suficientemente lejos como para que uno pueda dedicarse a lo urgente sin molestias.