martes, 14 de junio de 2011

Linhas tortas (V)

Está pronto el invierno. Y no se nota, es verdad. Como no se ha notado mucho el otoño, tampoco, salvo destellos hirientes.

Entre abril y ahora -desde que anoté aquí por última vez algo al respecto de mi asunto con Castellani- la salamandra fue una incorporación feliz. Tan feliz como perturbadora, si me permite que le diga. Y hasta diría que, hoy por hoy, es en buena medida como el emblema de esta cuestión que vengo masticando, con suma lentitud y cuidado: indigestiones, empachos, intoxicaciones, son de cuidado.

Por ejemplo.

Pasa uno feliz de la vida horas enteras dedicado a la madera (que la etimología lleve a materia, no es de mucha importancia...) Ya es algo, claro. A poco que se ocupe, aparece toda suerte de ramas, troncos, tablas. Todo sirve, todo va. Me gusta la obra del leñador, no lo niego. Casi lo haría porque sí. Entiendo que la asociación de la madera con el fuego es más nítida y sabrosa y juiciosa que la de otros combustibles, que no son tantos. El papel, por caso (o el cartón), es complementario, servil, de un vasallaje digno, sí, pero subsidiario.

Y, después de la recolección, viene el uso y el gozo. El fuego mismo.

El proceso mismo, el camino del frío a las llamas y a las brasas, es de suyo gratificante, cómo que no. Y el cuidado del fuego, por cierto. Una astilla, otro leño, remover las brasas, abrir o cerrar el tiraje. Regular, modular, cultivar, ver crecer. Son horas, claro que sí, drenando cierto gozo en breves espacios de labor constante, como surcos de agua que van a la contemplación feliz del fuego, esa cosa hipnótica, esa puerta ardiente a ideas y pensamientos que parecerían solamente aparecer cuando se miran las llamas, cuando se adormece uno viendo titilar las brasas, como si las tales cosas vistas pertenecieran a un mundo clausurado a la vez que visible. Un mundo de formas que pueden contemplarse pero que no pueden de hecho penetrarse, ni llevarse uno consigo del todo, y prácticamente nada.

Opuestas se me hace que me son las llamas y las brasas, me son ambas yuxtapuestas a mí.

Nos une lo mismo que nos separa.

Como la belleza, diría. Y como las cosas bellas, más precisamente. Las unas y las otras, las de por mano de hombre y las que no.

Difícil es darle fin a las cosas de ese mundo de lo bello, de la Belleza, de las bellezas, del arte. Muy.

Creo que Castellani sabía bien eso. Creo que era impaciente, también. Y tal vez por ambas cosas, optó al fin por la como si le dijera docencia pastoral acerca del asunto. Por la vía más segura y benéfica, por la vía de la amonestación edificante. Fue del principio al fin, pero no pasó del todo por el medio. Y en el medio quedaron cosas que hay que ver, ordenar y catar en silencio y con tiempo.

El mundo de la belleza y de las cosas bellas es de lo más riesgoso que hay. Él sabía eso. Lo dijo muchas veces. Creo que supo además en la propia carne que era peligroso. No era poeta en un sentido pero lo era en otro. No solamente podía entender lo que Baudelaire advertía y decía respecto del arte, del esteticismo, del amaneramiento brutal de quien se fabrica idolillos y los sirve como si fueran eternos y divinos. Más peligroso y grave que el dinero y casi que el poder, diría, y fíjese si no.

Pero si eso es así, es precisamente porque el asunto parodiado por los esteticismos y las substituciones es enorme: como que es Dios mismo y Él y todas las cosas. Y nada más fácil que hacer de la belleza -y del arte anejo- una divinidad. Pero eso es muy peligroso. Peligroso porque es muy delicado y poderoso, pero también porque es casi inmediato. La belleza tiene algo de Dios mismo de un modo que casi no admite la mera intermediación de las cosas en las que se manifiesta. Peligroso pensarlo, también. Peligroso decirlo.

Pero debe hacerse, con tiempo, con paciencia. Buscando luz en la luz y, a la vez, no dejando que cierta luz opaque cierta sombra de los misterios y arcanos, diría el padre que decían los Padres. Misterios y arcanos que son muchos en esta cuestión porque es alta y grave. Pero no todo lo oscuro es misterio y cosa alta. Hay oscuridades -ya es sabido- que son bestias antiguas y perversas. Y tanto más oscuras y perversas son con su halo de belleza. No puede ser de otro modo si lo bello -lo realmente bello- es Dios mismo y de Dios mismo: el anticristo se parecerá a Cristo.

De veras pienso que Castellani vio todo eso. Como de veras creo que finalmente se impacientó y optó por enseñar la vía que no puede hacer mal. Aunque todos estos asuntos sufrieran las mermas de algunas distinciones necesarias. Aunque la esperanza que es capaz de dar la belleza y la contemplación de la belleza hubiera que mejor buscarla en otra parte. Aunque haya que embolsar arte, belleza y Belleza, en una misma o parecida bolsa y guardarla como él diría hasta la Patria, donde Dios será todo Belleza.

Pensar y decir que si peligra el bien entonces la belleza/arte/Belleza debe postergarse y suspenderse o evitarse, es una frase peligrosa, al fin de cuentas. Pero es benéfica también en cierto sentido: hace bien, según y conforme.

Pero seguirá siendo un problema tener esa frase a mano. Hay que buscar una más ajustada a las cosas, me parece. Cosa riesgosa es.

Dice Castellani que Arte y Escolástica de Maritain fue de lo mejor que leyó respecto de todos esos asuntos. No digo que no. Digo que es -a mi mucho menos certero criterio- un buen libro. Y útil y claro. A mí me ha servido mucho, especialmente para dar clases.

Después y antes que ese libro se ha escrito mucho por todas partes y desde muchos puntos de vista. En lugares hasta cierto punto insospechados hay madera para este fuego.

No ya sólo Kierkegaard o Von Balthasar, sino Duquesne y Weil. Y tantas cosas más que llegan hasta hoy y hasta al propio Benedicto XVI, que no le saca el ojo de encima al asunto desde hace años.

Pero, y hasta donde puedo decir (que es como decir nada), la cuestión sigue abierta, muy abierta y más en estos tiempos. Como todas o muchas de las demás, me dirá usted. Y sí. Salvo por el hecho de que ésta no es una cuestión cualquiera ni de catálogo.

Casi me tienta decir que en esta cuestión hay que mirar y ver todo de nuevo: de Platón a Dionisio y san Agustín, de Plotino a santo Tomás. Y de Aristóteles a Castellani.

No creo que vaya a ser un servidor quien encare semejante cosa. No, seguro.

Pero mientras sigo dándole vueltas al asunto le diré una cosa que creo que ya sé.

La belleza y la esperanza tienen un fortísimo lazo invisible y recóndito.

Y tanto así que, creo, quien no pueda conmoverse genuina y hondamente ante lo bello, distinguirlo de entre el mar de calamidades y estragos de este valle y darle el peso que tiene; quien no pueda verlo y gozarlo serena y despaciosamente, como si algo ardiente y sólido le entibiara el hondo corazón y no sólo la piel de los ojos, como si viera con certeza -hasta casi digo con certeza de Fe-en la belleza de todas las cosas las huellas del Amado, ese alguien, me parece, ha desesperado o está por.

No sólo eso. Quien tenga esa desgracia, creo también, es hermano de leche de quien se refugia en los masajes de la belleza como substituto mismo de una divinidad que se le ha hecho lejana e inhallable. Su nostalgia y su dolor de intemperie han puesto un ídolo en el lugar reservado para que el hombre ansíe al Amado. Lo mismo pero distinto, después de todo.

Porque en lo bello está Dios de un modo que acaso sabremos en la Patria no sólo cómo -que es importante, pero no capital- sino por qué, y eso si Dios mismo no se lo revela a alguien antes.