martes, 6 de julio de 2010

64 hojas verdes (II)

 

We who are Christians never knew the great philosophic common sense which inheres in that mystery until the anti-Christian writers pointed it out to us. The great march of mental destruction will go on. Everything will be denied. Everything will become a creed. It is a reasonable position to deny the stones in the street; it will be a religious dogma to assert them. It is a rational thesis that we are all in a dream; it will be a mystical sanity to say that we are all awake. Fires will be kindled to testify that two and two make four. Swords will be drawn to prove that leaves are green in summer. We shall be left defending, not only the incredible virtues and sanities of human life, but something more incredible still, this huge impossible universe which stares us in the face. We shall fight for visible prodigies as if they were invisible. We shall look on the impossible grass and the skies with a strange courage. We shall be of those who have seen and yet have believed.
Y en particular esta cuestión:

Observaremos la imposible hierba, los imposibles cielos, con un raro coraje. Seremos de los que han visto y, sin embargo, han creído.

El pasaje merece alguna atención, me parece, porque ofrece un dato delicado respecto de nuestras expectativas y nuestras ansiedades, tanto como respecto de nuestras frustraciones. 

Los que hayan leído a GKCh., creo que saben de memoria de estos retruécanos y volteretas que usa nuestro autor para decir que, hasta que lo habitual y común no nos sea maravilloso, tal vez no estemos preparados para profesar una fe, sostener un dogma o una creencia despepitantes. Y, sin forzar el sentido, tal vez llegue a sostener que sin el paladeo de lo habitual y corriente nos sea imposible el paladeo de lo arcano e infrecuente. 

Creo que Chesterton sabe que no se puede hablar con soltura y verdadera unción de profecías si no se habla con asombro no fingido de árboles, estrellas o niños. Y que hay una relación directa entre sostener y gozar una fe (sí, señor: la fe se goza…) y sostener el sentido y la verdad de las cosas, con su gozo a cuestas. 

Muchas veces ha repetido, y les ha hecho repetir a sus personajes, que la prueba de que no tenían fe era que despreciaban a la razón. No podrían fingir con éxito ante un ojo atento el amor a lo que no ven, si es patente su desdén por lo que ven. No pueden refugiarse en lo estrambótico de una aparición divina en medio del sueño y de la noche, si no pueden anonadarse perplejos y anhelantes ante el silencio de su jardín por las noches. 

A un cristiano debe poder acusárselo de que su familiaridad con lo que es no deja de causarle asombro y amor. Debe poder acusárselo de que cree en el árbol y en el niño, como cree en la ley divina o en la Trinidad, aunque cada conocimiento venga en cada caso de una fuente distinta. 

Se tiene por una hipérbole todo esto. Se cree que es un abuso de la retórica paradojal y conceptista. Se considera un rasgo de estilo del ingenioso, si quieren hasta el alambicamiento, escritor inglés. Y hasta se la usa, claro, como si fuera una fórmula de prestigio para exaltar la hermosura y grandeza de un ente creado, en el que no se tiene siquiera puesta la mirada, con tal de predicar una fe extraña en un ser increado, sin darse cuenta de que esa fe nace en nosotros por el intento insistente del Creador de hacer que la creatura que modeló con amor no se malogre finalmente, sino que, lejos de perderse, pueda ser rescatada y elevada hasta una medida inconcebible. Tanto así amó Dios a esa creatura y tanto así amó Su creación de toda cosa. 

No, mi estimado: de ningún modo podremos dar testimonio de nuestro amor a Dios si no somos capaces de intentar, siquiera imitar servilmente, el amor que Él tiene por sus obras. 

Cierta vez, vi un ejemplo vergonzoso para mí de esa clase de recortes, aunque en este caso se trataba a mi gusto del contraejemplo: una desordenada pulsión por este mundo

En una ceremonia sacramental en un coqueto colegio de varones, vi que el mantel que cubría la mesa que hacía de altar, tenía bordadas las palabras de san Juan 3, 16, en un prolijo latín: Sic enim Deus dilexit mundum. Y nada más. Y por varias razones –y algunos, si prefieren, prejuicios y varias conclusiones– me pareció rengo. Porque la frase sigue y el párrafo completo de san Juan dice más cosas que completan una expresión que, dicha sin más, cercena ni más ni menos que al Logos por el cual las cosas fueron hechas y redimidas. 

El caso ahora es que Chesterton proponía en 1905 un disparate: nos acusarán de creer realmente en ese verde que esplende en las hojas de un árbol en verano. Uno espera a veces signos más potentes, juguetea en sus ensoñaciones tal vez con martirios más heroicos. Uno querría, o supone que merece, martirios y signos a su altura, a la altura de su sedicente fe, de su imaginada esperanza o de su proclamado amor. Uno querría y sueña ser el protagonista de una persecución atroz, ofreciendo el cuerpo a torturas insoportables, torturas que laceran la carne y atormentan el alma con escándalo y dolor moral, torturas en las que somos sostenidos por ángeles invisibles en nuestra fe por la Virginidad de Santa María o por la Presencia Real, mientras un íncubo babeante se ensaña con nuestras carnes y dilapida nuestra sangre con una risa idiota y se burla de nuestro dolor. 

Chesterton no niega eso. Ni lo cree imposible. Yo tampoco. Pero Chesterton dice más bien que en esos días se nos darán signos extraños y dice que por esa razón necesitaremos una fortaleza ciertamente sobrehumana para que la fidelidad de nuestra mano temblorosa, doliente y perpleja, siga poniendo con temor y reverencia un 4 junto a un 2 + 2. 

Tal vez la marca que llevarán en la frente los hombres de los últimos tiempos, también tenga algo de estas fidelidades a lo real y verdadero y bello y bueno. Tal vez algunos sean marcados como indeseables y ante algún César de turno tenidos por morituri, apenas por su reverencia ante el ser, mucho antes de ser indagados acerca de su fe en el Ser supremo. 

No parece cristiano –o sensato, que es lo mismo– olvidar ese aspecto de la profecía y de la visión de los tiempos del fin, en los que arreciará algún odio antiguo a Dios y a todo lo que es Suyo, Su creación incluida, por cierto, y las raíces y las flores y los frutos de todo lo que Él ha querido plantar en este mundo y ha querido que crezca, hasta que venga a cosechar lo que ha sembrado. 

Chesterton dice eso. Y, aunque no vale lo mismo, yo también, fíjese lo que le digo.