martes, 4 de noviembre de 2014

Haciendo huevo (II)




El problema no es la ciencia. Si este hablar rapidito con algunos nombres que parecen científicos es ciencia.

Después de todo, lo primero que una ciencia podría ofrecer es algunas certezas, si es ciencia de veras. Y con las certezas, si lo son, no hay problema.

El problema es la fe. Y más específicamente la fe en esa divinidad inarrugable que querría ser la ciencia, si es ciencia la de la muestra que dejé antes. Y también la fe en extensión obligada a sus sacerdotes: los científicos de esa ciencia.

El problema son las supuestas certezas de esa fe. Y la petulancia de esos sacerdotes.

Desvelar un enigma es el nombre políticamente correcto en ese ámbito con el que se dicen dos cosas opuestas: no hay misterios y conocemos el secreto de los misterios.

El asunto es que hay en esa exposición disparatada de apenas 3 minutos tantos supuestos afirmados como verdades oscuras de una fe luminosa, que no hay modo de avanzar en el razonamiento sin aceptar como ciertas unas proposiciones al menos no probadas, cuando no simplemente caprichosas. Y lo peor es que siendo improbables, se las considera más que posibles: necesarias.

Así desvelo enigmas hasta yo.

Los científicos tienen mala leche la mayor parte de las veces.

Pero la peor mala leche es la de hablar como si estuvieran exentos de la mala leche porque lo que dicen no está sujeto a discusión: no hay intención, hay hechos incontrastables. Y eso mismo en el nombre sacro de la ciencia de la que son sacerdotes. Típicamente circular, claro, porque en cuanto se salieran de ese círculo no podrían explicar lo que pretenden hacernos creer, más que lo que pretenden explicar, porque explicar no explican.

Hay allí tantos condicionales dichos con la petulancia del fanático, con el terror del que sabe que le está faltando algún que otro hecho que ni quisiera pensar. Y mucho menos creer.

Pero debría creer si quiere aprender.

Sí, amigo: creer. Con guardapolvo blanco y todo. Con pizarrones llenos de fórmulas y todo. Con adn y todo.

Sí, creer.
En todo conjunto ordenado de seres vemos que hay dos cosas que concurren a la perfección de la naturaleza: una de ellas, el impulso propio; otra, el que reciben de la naturaleza superior. El agua, por ejemplo, por propio impulso tiende hacia el centro; pero por el impulso que recibe de la luna se mueve alrededor de ese centro con un movimiento de flujo y reflujo. Otro tanto ocurre con las esferas de los planetas: por sí mismas se mueven de occidente a oriente; impulsadas por la primera esfera van de oriente a occidente. Pues bien, la naturaleza racional creada es la única entre todos los seres que dice un orden inmediato a Dios, participando de la perfección divina o en el ser, como los seres inanimados, o también en la vida y el conocimiento de las cosas singulares, como las plantas y los animales. Pero la naturaleza racional, en cuanto conoce la razón universal del bien y del ser, dice un orden inmediato al principio universal del ser. Por lo tanto, la perfección de la naturaleza racional no consiste solamente en lo que le compete por su naturaleza, sino también en lo que recibe por participación sobrenatural de la bondad divina. Por eso hemos dicho en otro lugar (1 q.12 a.1; 1-2 q.3 a.8) que la bienaventuranza última del hombre consiste en la visión sobrenatural de Dios. Pero esa visión sobrenatural no puede conseguirla el hombre si no es tornándose en discípulo que aprende de Dios, su doctor, a tenor de la expresión de San Juan: Todo el que escucha al Padre y aprende su enseñanza, viene a mí (Jn 6,45). Sin embargo, el hombre no se hace partícipe de esa enseñanza de repente, sino de una manera progresiva, según el modo de su naturaleza. De ahí que la fe es necesaria en todo el que aprende, para así llegar a la perfección de la ciencia, como lo atestigua el Filósofo: Es necesario que el discípulo crea. En conclusión, para que el hombre esté en condiciones de llegar a la visión perfecta de la bienaventuranza, debe creer en Dios como el discípulo en el maestro que le enseña.
Eso está en la Suma Teológica (II-II, q. 2, a. 3) y la cita del Filósofo que allí se menciona es de Aristóteles, en sus Refutaciones sofísticas (2, 165b3).


Y no se refiere solamente a la fe. Es decir, a la Fe.

Lea bien. 

Total que tengo para elegir. Por un lado hay un grupín callejero, con voz y traza de nerd, que me pone un huevito debajo de un vasito y mueve los tres vasitos que puso sobre una tablita, rapidito y taimado, para hacerme creer que me acaba de explicar más allá de toda discusión qué es primero: si el huevo o la gallina. Por otra parte, tengo que lo que pasó el quinto día de la creación tal como cuentan los versículos 24 y 25 del capítulo primero del Génesis.

Si le digo la verdad, fe por fe, creer por creer, prefiero una religión que me pida un inicial acto de fe y que después venga anunciando misterios y enormidades, antes que estas artes de prestidigitación que con la excusa autoafirmada de que desvelan (¡basta!: en la pampa se dice develan...) enigmas desde Grecia hasta hoy, me meten el perro, perro que no existe y en el que debo creer, claro...

Y no estoy hablando de la fe que me exigen sin ningún derecho, que después de todo el de la fe (el de la Fe) es un territorio que ellos mismos -los más- desprecian, superados y racionales. Sino que ahora estoy hablando del más próximo territorio de la lógica y de la lógica que hace ciencia, que supuestamente es el territorio que adoran y del que se han apropiado sin tener tampoco allí ningún derecho.

Ah, si al menos no la maltrataran hasta hacerla parecer estúpida...