viernes, 25 de julio de 2014

Aquel día...



En Los crepúsculos del jardín, Lugones incluyó una serie de cuatro sonetos bajo el título Aquel día... y los dedicó allí a Horacio Quiroga, no sé por qué. El conjunto lleva un epígrafe que, aunque no lo menciona, es de la Commedia de Dante Alighieri, más precisamente del famoso episodio de Paolo Malatesta y Francesca da Rimini (Inferno, Canto V), en el que cuentan que ambos se besan al leer el beso de Lancelot y Ginebra en una novela de caballería. Y con el beso, se entiende, ya no leyeron más por aquel día.

Por cierto que hay una historia detrás del asunto (y del hecho de que con un solo soneto no le alcanzara...), como la hay detrás de la dedicatoria. Así las cosas, la serie de sonetos es algo melodramática y se corresponde con el espíritu de la escuela y de la época y con los modos de decir la melancolía, la saudade, el spleen, o lo que fuere, salvo por un detalle...

Al año siguiente (ya recordé antes que el poemario es de 1905), Lugones le mandó en colaboración la serie a un diario de Bogotá (sin la dedicatoria, aunque con el epígrafe del que, como en el libro original, tampoco menciona la fuente).

Los sonetos están en el Tomo VI, Número 16, 1359, de El Nuevo Tiempo Literario, suplemento del diario colombiano del mismo nombre, en la edición del 22 de Julio de 1906. De allí tomé lo que publico ahora, y eso porque se me hizo simpática la peculiar grafía del texto, tal como lo compusieron en Colombia, con sus faltas y sobras de acentos o de signos de puntuación, por ejemplo.

Aquel día

Quel giorno piu non vi leggemmo avante

I

Soñando visitaba mis macetas
una enlutada de ojos sobrehumanos;
la delgadez aciaga de sus manos
desfloraba las mustias violetas.

Es tu alma, sugirieron los pianos
ocultos en las íntimas glorietas,
mi alma llorando no se qué incompletas
nostalgias de episodios muy lejanos.

Hacía daño su espectral blancura
de flor palustre y por lo cual malsana.
Tú que tánto temías su hermosura

de amazona colérica y lozana,
vieras! si es una frágil criatura
tan triste, que podría ser tu hermana.


II

Mi alma sufría un sordo mal. Su frente
por los cabellos lóbregos vencida,
pensaba entre sus manos de fluída
palidez, hondamente y largamente.

La tarde de moaré se ahogó en la fuente,
y en su serenidad inconmovida
de claro mármol sonrió dormida
junto al agua la náyade yacente.

Y con mi alma lloré y era tu encanto
lo que lloraba en mí con ese llanto,
y era en mi alma el escuálido reflejo

de tu dicha fugaz lo que lloraba,
y el perro de la quinta nos miraba
piadosamente, como un ayo viejo.


III

Mojámos el silencio gota á gota
en esa angustia. La primer estrella
agravó nuestra lúgubre querella
con su presencia impávida y remota.

Lloraba tánto en la ocasión aquella
mi alma, que al verla por el llanto rota
me preguntaba con tesón idiota
cómo pudo caber tánta agua en ella.

La fácil agonía de las horas
se acongojó sobre el lindante prado
que arrebujan neblinas impostoras.

Entonces, atrayéndola á mi lado,
la dije: Oh alma mía! por qué lloras?
y ella á mí: ¡Qué hondamente la has llorado!


IV

En las arrugas del crespón severo,
bajo el breve temblor de la pestaña,
nublábanse sus ojos con la huraña
desolación de un pájaro extranjero.

Sonó de pronto con angustia extraña
tras los olmos paganos del sendero
el lejano balido de un cordero
que estaban degollando en la montaña.

En estupor trocáronse los duelos
ante ese débil grito de agonía;
y mientras con estériles consuelos

el lirio insomne del amor se abría,
doblámos lentamente los pañuelos
y no llorámos más en aquel día.

Insisto.

Melancolía, saudade, spleen... Sí. Pero hay notas de humor lírico en los cuatro sonetos. Y están en las inclusiones casi desopilantes, en adjetivaciones estrambóticas, en súbitas imágenes discordantes, hasta en el gesto final casi mecánico o autómata.

Pero hay algo más, dicho sea de paso. Es claro cúanto le deben a Lugones los que vinieron después. Cuánto han aprendido (¿tomado?) de esa libertad un poco pródiga y otro poco disciplinada y también académica de darle vueltas y vueltas a las palabras hasta que se plieguen al designio del artífice, con razón o sin razón. Con una obediencia que a veces conspira casi contra la poesía misma, hasta hacerla casi desaparecer y dejar en su lugar el juego, la destreza. Y el humor, claro. Aunque parezca un humor cínico.

En fin.

Allí está el maestro Leopoldo Lugones.