viernes, 11 de junio de 2010

El corazón del tesoro (VI) Altro intermezzo

The Harp Consort, conjunto anglo, grabó por los '90 en un disco So el encina, un poema español anónimo del siglo XV, junto con otros asuntos inspirados en Lucas Ruiz de Rubayaz, un clérigo burgalés del siglo XVII ocupado en cosas de música. Al disco, que es bueno, lo llamaron como el libro de música del prete, Luz y Norte, y le agregaron unos temas de regalo, bajo el título sonoro y simpático de Amores Pasados.

Allí precisamente figura esta pieza que tiene la peculiaridad, según parece, de registrar la participación del que fuera afamado bajista y musicalizador rockero, John Paul Jones.


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So el encina

So el encina, encina,
so el encina.

Yo me iba, mi madre,
a la romería;
por ir más devota
fui sin compañía;
so el encina.

Por ir más devota
fin sin compañía;
tomé otro camino,
dejé el que tenía;
so el encina.

Halléme perdida
en una montiña,
echéme a dormir
al pie del encina,
so el encina.

A la media noche
recordé, mezquina;
halléme en los brazos
del que más quería,
so el encina.

Pesóme, cuitada
de que amanecía
porque yo gozaba
del que más quería,
so el encina.
Muy biendita sía
la tal romería;
so el encina.

Creo que hay aquí otro ejemplo de corazón y tesoros, se entiende fácil.

El asunto de los romeros (o romeras, vea usted, que aquí tengo la historia de una, frente mismo a mis oídos…) que en el camino de su vida se tiran una cana al aire (o más de una…), es un motivo como folklórico en la literatura cristiana desde antiguo.

No, mi estimado, no: no está dicho que sea conditio sine qua non para ser cristiano, ni que para ser un buen cristiano haya que tirarse disciplinada y concienzudamente una cana al aire (o más de una…) ¿De dónde sacó eso?

Dije, nada más, que es una especie de tópico. Y que es un tópico que no horrorizaba tanto antes, como horrorizó después, curiosamente.

Tal vez, precisamente, porque el cristianismo –el de Gonzalo de Berceo, por ejemplo en su siglo XIII, con su Milagro del Romero de Santiago (parecido en algo a esta cancioncilla, aunque con final diverso)- suponía que los que se arrepentían sabían lo que hacían. Y lo que habían hecho. Y lo que querían hacer.

Como digo que, tal vez, quienes se toman de aquellas palabras de Lewis para llamar tesoro a lo que tienen en el corazón, aman más el hecho de tener un tesoro, que el de tener un corazón.

Porque lo que dice es:
Creo que los amores más ilícitos y desordenados son menos contrarios a la voluntad de Dios que una falta de amor consentida, con la que uno se protege a sí mismo.
Y hay un matiz en eso de protegerse a sí mismo con una falta de amor consentida, un matiz algo obvio que no nos permite sacar la conclusión un poco frívola de que para mostrar que uno es cristiano (más cristiano, o mejor persona tan sólo...) ningún amor le está prohibido. O lo que es más sutil –y corriente-: que Dios espera de mí que ame lo que sea a como dé lugar, así fuere dictándole con mi tesoro en la mano la ley al universo, y a Dios mismo si cuadra, en mi beneficio, claro.

Porque parece cierto también que en eso de que donde está el tesoro estará el corazón, de algún modo se dice que la medida de mi corazón ha sido mi tesoro.

El propio Lewis, en el final de su breve sueño, El Gran Divorcio, le hace decir a la mujer que se ha salvado amando:
No puedo amar una mentira (…) No puedo amar lo que no es. Estoy en el amor y no saldré de él.
Ojalá pudiera el corazón decir eso de su tesoro, al final.

Por otra parte, la relación de esto con la alegría, es un asunto que importa.


Pero es viernes, claro.