martes, 24 de julio de 2012

Dichos de bichos: La cría

El día que el puma hirió al zorro, la garza cuidaba a los pichones del otro lado del estero, en una especie de isleta de juncales.

Oyó el quejido agudo del zorrito, primero atrapado, después herido y al final fatalmente agonizante, y se sobresaltó; inmediatamente se recogió sobre el nido y aplastó a los pichones bajo el ala, agachando la cabeza. Había oído nítido el chillido y sabía lo que era.

Cuando cayó la tarde, un viento tibio movió el agua de la laguna y los juncales bailaron lentamente, meneando las cabezas al ritmo. La garza apenas acomodó los pichones en todo ese tiempo y les retaceó la comida, engañándolos con alguna semilla y briznas de pasto. No quería salir a buscar alimento, por temor al puma. Jamás llegaría al nido cruzando las aguas, pero sí podría alcanzarla a ella si se descuidaba y se le ponía a tiro.

¿Qué hacía el puma tan cerca de los esteros?

La garza alzó el cuello terso y blanco, cuidadosamente, más arriba de los juncos, y vio hacia el oeste, recortadas contra el sol poniente, unas nubes grises todavía e inclinadas, que iban siguiendo el viento contrario, que no dejaba que el aire oliera a quemazón cerca de las aguas. El monte todavía no se había apagado. Sería eso.

Un día y otro pasó la garza rondando la isleta, un poco más cada vez, juntando bichitos que llevar al buche de la cría. Ya no se oyeron los agudos gritos de la caza del puma en todo ese tiempo. Los animales, al parecer, olieron al carnicero y buscaron mejores rumbos, por un tiempo al menos. La garza, mientras, sabía que las marismas alrededor eran los muros de su fortaleza y de allí no saldría hasta que se sintiera segura.

Una tarde, oyó ruidos que parecían venir del pequeño canal, al norte del estero.

El viento que no dejaba de cambiar le impedía darse cuenta de qué se trataba. Por un momento apenas oyó el chapoteo isócrono y advirtió la madera sobre el agua del canal: un botecito chico. Y el hombre, claro. Entonces volvió sin ruido al nido y a los pichones y medio los tapó de nuevo con el cuerpo.

El botecito pasó lento, muy lento, y dejó un silencio claro que precisamente, por eso mismo, amplificó el maullido terrible del gato que sonó imprevistamente, aunque con certeza entendió que no cerca, sino ya como bien adentro de tierra firme, lejos del agua. Pero igual, otra vez el viento, el grito se oyó fuerte y claro.

No era el mismo ronquido grave que oyó después de lo del zorrito, más tarde, cuando parecía que el animal se había saciado y digería la presa complacido, imaginó la garza.

Era un maullido ronco pero ansioso. Como de hembra de puma, parecía.

La garza instintivamente alzó otra vez el cuello pero esta vez el pico apuntó al cielo, inclinando la cabeza en un ángulo imposible. Se movió y dejó a los pichones apenas al descubierto y como distraídamente estiró las patas, acercándose a los juncales de la orilla y revisando con cuidado para ver si en las hojas y los tallos había bichos que comer. Un poco más se acercó al agua y miró fijo para ver si entre sus patas nadaba alguna mojarra chica. Al rato, clavó el pico al descuido, profesionalmente, en las tierras de la orilla y sacó algún gusano tierno.

Esa tarde, distendida, estuvo bastante tiempo llevando comida al nido y picoteando a los pichones, como si los limpiara.

Al anochecer de ese día, rugió otra vez el gato, que ya la garza estimaba hembra, y eso marcó el fin de la jornada para las aves de la isleta del estero.


Amaneció limpio el aire y la luz se iba esparciendo como humo tibio por el cielo.

La garza esperaba el sol desde hacía rato y los pichones dormían. Antes de que lo advirtieran ellos, la madre ya estaba de pie y haciendo su excursión habitual para encontrar alimento.

Un rato largo estuvo como pensativa al borde del agua, sin moverse, apenas girando la cabeza garbosa sobre el cuello curvo. Los pichones ya despiertos estaban quietos y en silencio, como si entendieran la emergencia y el peligro latente.

El estero despertaba y la infinidad de pequeños signos de vida sonaba por doquier. Juiciosamente, a cada signo, la garza movía la cabeza y enfilaba los ojos y los oídos en cada dirección.

De pronto, apartándose apenas de la orilla, hizo un ademán elegante, un carreteo imperceptible y levantó el vuelo, sin prólogos.

Primero casi a la altura de la junquera alta que había hacia el sur, donde el estero se hacía más hondo y acuoso. Después, con un giro grácil enfiló hacia la piel del agua y voló casi al ras por unos metros. En otro giro leve, cortó oblicuamente el canal y ganó altura, sabiendo que en cuanto se hiciera visible ya no podría ocultarse. Pero, para cuando eso pasó, estaba lejos del nido y en dirección opuesta. Cualquier animal habría creído que levantaba vuelo desde allí mismo desde donde ahora ya podía vérsela surcar el aire.

Nada pasó, sin embargo, y la garza pudo mirar todo alrededor y hasta disfrutar del vuelo de la mañana de ese día, el primero que acometía desde que llevó a los pichones a la isleta del estero.

Vio al oeste el monte quemado y algunos humos dispersos: asociando una cosa con la otra, recordó que el puma (¿o eran dos?) todavía podía ser una amaenaza cierta. Entonces, en un gesto mecánico quiso enfilar hacia la isleta, pero retomó el rumbo hacia el este que traía, con el sol de frente y los espejos de las aguas del estero brillando ya bastante abajo. De todos modos, no quería alejarse demasiado y en cuanto vio la morosa cola ocre y bronce del río grande cerrando el horizonte, se dio cuenta de que ya era suficiente.

Alcanzó las barrancas rojizas y verdes y vio a la vera del agua grande decenas de garzas y otras aves, que aprovechaban el estallido de la mañana fresca y se reunían a revolotear comiendo y trazando figuras en el aire. Se tentó por un momento. ¿Por qué no darse una vuelta por aquella magnífica reunión de alas y trinos? Pero se acordó del juncal del estero y oyó sin oír el ronquido del gato grande y hambriento.

Giró en pleno vuelo y enfiló hacia el borde sur del estero para cortar camino, después un poco al oeste y ya estaba sobre las estribaciones del agua, volando todavía sobre una pampa que se salpicaba de unos pocos talas.

Y allí los vio.

Eran dos cachorros de puma que seguían a su madre saliendo de entre unas ramas caídas, metiéndose en los pastos y enredándose en revolcones y manotazos torpes, mientras la hembra volvía de tanto en tanto y zamarreaba a alguno de los dos, poniéndolo de nuevo en camino.

Le pareció oír los ronquidos festivos de la cría del gato y el ronquido complacido de la madre.

Y no vio más.

Acariciaba ahora otra vez casi la piel del agua y fue planeando parejo hasta que distinguió el nido apenas adelante.

Las patas tocaron tierra húmeda suavemente y, a saltos armónicos, la garza se acercó a los pichones que la miraban y festejaban como si nada hubiera pasado.