domingo, 10 de agosto de 2008

Miscelánea de días (VI)

Y entonces, cuando todavía estoy mirando aquello de san Pablo que asegura que nada podría separarnos del amor de Dios, oigo que dice, él mismo y acto seguido (Romanos 9, 1-5):
Digo la verdad en Cristo, no miento, -mi conciencia me lo atestigua en el Espíritu Santo-,
siento una gran tristeza y un dolor incesante en el corazón.
Pues desearía ser yo mismo anatema, separado de Cristo, por mis hermanos, los de mi raza según la carne,
-los israelitas-, de los cuales es la adopción filial, la gloria, las alianzas, la legislación, el culto, las promesas,
y los patriarcas; de los cuales también procede Cristo según la carne, el cual está por encima de todas las cosas, Dios bendito por los siglos. Amén.

La parte fácil, parece, es la de los judíos, sus hermanos, y su exposición en esos dos capítulos de la Carta, del 9 al 11, inclusive.

La que no es tan sencilla y no solamente para un servidor, cosa bien comprensible, son estos cinco inocentes versículos, y -ya que estamos hablando de apartarse del amor de Dios- especialmente el sentido del tercero.