lunes, 31 de enero de 2005

El pueblo de San Pedro, así se llama en realidad, me queda al sur-sureste. Como pasa con muchos lugares por aquí, hay tendencia (creo que ideológica) a cambiarles su nombre español y cristiano por otro aborigen.

La cuestión es que en el paseo de Tlaquepaque (ahora ése es su nombre) hay de todo: sofisticadas artesanías, y de las otras. Muebles, esculturas, herrerías, platerías y orfebrerías. Todo muy característico, monumental, si se quiere, y hasta lujoso, con un lujo muy local, imperial por ambos orígenes, virreinal, barroco, mestizo.

Tierra de haciendas fue ésta y eso se ve en muchas casas señoriales que hoy quedan ya urbanas, pero que dominan lomas que deben haber regalado la vista hace ya muchos años.

Como en todas partes, hay tianguis (especies de mercados al aire) de ropas y chucherías, hilados y collares, pulseras, cueros. Y esa infinita cantidad de puestos ambulantes de frutas, maníes, caña, choclos, botanas de todas suertes: castañas y habas, nueces y dulces y aguas y refrescos.

Es notable también el Pareán y sus restaurantes y sus números musicales típicos en el quiosco central.

Plazas hay varias, como iglesias hay muchas.

Impresiona la cantidad de actividad comercial en todas partes, pequeños puestos, casas que abren una puertecita y venden algo, además de los negocios propiamente dichos que en el centro son millares y en las colonias (barrios) y en las calles más apartadas no son menos, aunque luzcan distinto.

Con todo, hace unos años que cuando voy a San Pedro vuelvo una y otra vez a una mujer, ciega, gorda, ahora inválida, indígena en su apariencia, muy mayor (aunque no puedo decir que sea vieja, pues no sé qué edad pueda tener y tampoco envejece...)

Esta vez la vi en silla de ruedas, lo que antes no. Su nieto se sienta como siempre en uno de los bancos de hierro -hasta donde recuerdo, es siempre el mismo- que jalonan el paseo comercial. Con una guitarra de Paracho, el muchachón acompaña a la mujer que, por unas monedas que hay que ponerles en una lata de arvejas, canta aires muy típicos. Él le hace la segunda voz, y los dos cantan casi sin abrir la boca pero muy melodiosamente.

Me llego hasta ellos y pido lo de siempre: corridos. A ella se le ilumina la sonrisa de oír que un extranjero pide cosa tan rara hoy por hoy. Por cierto que de mí ni se acuerdan, ni tienen por qué.

La cosa resulta fácil, sin embargo, sobre todo para ellos: sé adónde voy y lo que quiero. No me importa que sean de la revolución, de los federales o cristeros (aunque me gustan mucho éstos y los prefiero, además de todo porque componer letras populares y cantar historias cuando uno gana es una cosa, pero hacer eso cuando uno pierde es más, qué diré, más elegante, tiene más señorío...)

Hay, esta vez, un viejecito muy pobre, con un carro-bicicleta y unas galletas de harina de maíz y miel de caña, tostadas. Está junto a ellos, medio vende (o se deja comprar, más bien) y medio está para oír su música. Sonríe, feliz, con su boca desdentada, aplaude con galanura, festeja el repertorio que elegí, sugiere otras posibilidades. Cómodo en su traje marrón de dos piezas, raído, es mi Virgilio en este viaje.

La tarde es gloriosa. El invierno de aquí es una primavera, soleada, seca con una brisa que se entusiasma pero nunca llega a viento: un clima a media voz.

Un verdadero regalo.

Como el viejo y sus galletas o el muchachón y su guitarra.

Y ella, que todavía canta.