lunes, 7 de julio de 2014

Dichos con bichos (*): El yacaré de Oleg


-Ciudad grande, linda. Llueve poco, río grande, mar... Linda ciudad..., decía Oleg hablando con el cabo que, recién llegado al destacamento hacía un par de semanas, andaba buscando conocer a los del lugar. El cabo tomaba su caña de la tarde en el rincón del mostrador estañado y abría los ojos ante cada párrafo de Oleg y preguntaba de tanto en tanto para que el hombretón siguiera hablando. Oleg entrecortaba las frases como siempre, a veces farfullando en castellano cosas que decía mezclando palabras rusas y juntando sin unir una cosa con otra.

El policía, bisoño y medio forastero, estaba impresionado por las historias que el hombretón dosificaba al parecer con algo de astucia. Pero era el único. A Oleg los parroquianos lo miraban indiferentes en el boliche y apenas si lo oían. Acostumbrados a su cara plana, enorme, a sus hombros anchos, a su andar recto y pesado, no lo distinguían entre otros. Y, sin embargo, Oleg era completamente distinguible.

Cuando cuadraba la ocasión, como ahora con el cabo, Oleg hablaba de Arjángelsk, su cuna en Rusia, bien al norte, "930 verstas de Moscú", decía en medidas rusas y aclaraba siempre: "mil kilómetros, más o menos..., como de acá al Sur", y así se refería a la capital a la que nunca nombraba sino como "el Sur".

¿Qué lo había traído de allá tan lejos hasta estas tierras? Era un misterio del que nunca hablaba. Aquellos fríos helados con inviernos de 30 grados bajo cero y veranos de más de 30 grados no eran parecidos para nada a estos parajes tropicales. Pero el hecho es que aquí estaba Oleg, y completamente solo, por otra parte, aunque de tanto en tanto aparecía en su media lengua Irina Ivanovna, quién sabe quién sería.

Pero entonces, cuando la mentaba, o por algún episodio o porque había coincidido con ella en algún lugar cierta vez o porque refería que ella le había dicho algo en alguna ocasión que para él era memorable, Oleg ya no era Oleg. "Porque cuando Oleg Stepanovich estaba Arjángelsk -decía cuando recordaba-, Irina Ivanovna llevó canasta a casa de Oleg Stepanovich... canasta con medovuja para frío y kvas para verano caliente... canasta de Irina Ivanovna tenía frutas y cherny jleb, rico, recién horno de casa de Irina Ivanovna..."

¿Era una muchacha? Parecía por los cuentos esporádicos en los que se la mencionaba. Pero podía ser una matrona voluminosa, que era lo que se representaban casi todos, y eso creo que por el nombre, que les sonaba ancho, gordo, serio, con busto enorme, polleras largas y pañuelo en la cabeza. A mí me pareció siempre que Irina Ivanovna era una joven bonita, casi etérea, de cuando él también era joven. Me pareció siempre -a mí me lo decían los ojos de Oleg, impenetrables, pero delatores- que era una campesina y que Oleg Stepanovich trabajaba en algún lugar, diría una chacra -claro que de eso no hay en Rusia, creo-, y que allí tenía algún conchabo como de peón y tal vez había alguna habitación separada de la casa principal, y que era allí donde él vivía. Jamás dijo Oleg nada parecido a mis imaginaciones, pero me imaginaba yo que Oleg no estaba a la altura de Irina, por campesina que fuera, porque él era peón y ella era ¿la hija preciada y preciosa del chacarero? Quién sabe. Y quién sabe si no habrán sido esos amores de canasta con bebidas, frutas y panes lo que terminó por darle un boleto para estas tierras o para cualquier parte, pero lejos de Irina.

¿Tendría unos 70 años? Tal vez. Nadie sabía exactamente. Yo mismo lo conocí siendo chico, porque alguna vez hizo trabajos en las chacras de mi padre, y él ya era un hombre que se me figuraba grande. En cualquier caso, hacía años que Oleg rondaba los esteros, hasta que se afincó en un rancho que levantó él mismo. Se sabía que había andado por el lado del Mburucuyá un tiempo, tal vez cazando o trabajando la tierra, changueando. Y se sabía también, porque él lo contaba, que se había movido más al norte en otras épocas después, para la zona de San Antonio o más al norte, tal vez cerca de Ituzaingó. De allí, algunos años más tarde, pasó para el otro lado y vino para estos pagos. Al principio, anduvo todo a lo largo de la ruta, aquí y allá, más bien para el lado de La Cruz, pero al final recaló cerca de la Colonia, al sur. Y de ahí ya no se movió más. Hábil con las manos y muy trabajador, no costaba creerle que había hecho de todo. Igual, de tanto en tanto, desaparecía del ranchito a veces hasta por unos meses y volvía a aparecer al rato, sin avisar que había vuelto ni de dónde, así como no decía que se iba ni adónde. Para el lado de "el Sur" no había ido sino una sola vez y jamás volvió a ir. O jamás quiso, vaya a saberse.

Esa tarde el cabo tenía que preguntar de dónde venía, por qué, cuánto tiempo llevaba en el país y qué hacía por allí, a la vera de los esteros. Y Oleg hablaba de esas cosas si quería y nunca contestaba alguna de esas preguntas, amparándose en un increíble desconocimiento del idioma, que no era del todo falso. Tampoco contestó esta vez y que fuera el cabo de policía el que preguntaba no ayudaba tampoco a animarlo a la tertulia, sino al contrario.

Oleg tenía una decidida cara de ruso, decían los que sabían (mi padre lo decía siempre...), pero con rasgos inequívocamente como achinados, que el doctor Serafini decía que eran mongoles. De chico, me quedaba extasiado oyendo las historias que Serafini sabía de aquellos mundos que se me hacían de fantasía, y la retahila de invasiones y tumultos, guerras y hambrunas y paisajes de novela: allí estaba yo husmeando los mapas que el doctor mostraba para ubicar a Oleg en el mundo y en la inmensa Rusia, siempre llena de invierno y nieve. Quién sabe qué sangres se juntaban detrás de aquellos ojos como rasgados y pardos, que él entrecerraba en ocasiones para escapar de preguntas molestas o de situaciones ambiguas o peligrosas. Y acertaba Oleg con la estratagema, si era eso lo que se formaba en su cara. Impresionaba. Era amenazante, lo quisiera o no, apenas con un gesto, con una mirada helada detrás de unos párpados tensos, casi del todo horizontales, que lograba clavar en su interlocutor sin fruncir el ceño, que así más amenazante parecía. Y eso le fue siempre suficiente porque no se sabía que Oleg le hubiera levantado alguna vez la mano a alguien, al menos por estos pagos. Y a nadie humano, se entiende.


*   *   *


Los esteros son un mundo aparte, si me preguntan. Y aun por mucha que sea la gente que anda dando vueltas por aquí, sigue siendo un lugar aparte y más bien solitario. O se me hace así, al menos.

Todo alrededor, los esteros están quietos la mayor parte del año. Nunca son un silencio completo, en absoluto. Murmuran los vientos de tanto en tanto, silbando entre los juncos, meciendo irupés y camalotes sobre el agua que gime rítmicamente, percutiendo ramajes e islas de plantas. Sobre las costas, el urunday deja que trine el pajarerío en el ramaje, la pindó hace bulla en los penachos de sus palmas morosas, compitiéndole en vano la envergadura a la caranday pero también mirando desde arriba, como sus hermanas, a los sarandíes, a los timbóes, a los llorones, a los curupíes.

Durante todo el año el sol enciende las aguas y deja reflejos por todas partes y las vuelve rojas en los atardeceres, espejo del cielo ardido de los ocasos, mientras todo el ámbito se llena de susurros que reptan, que saltan, que mascullan, que se zambullen acechantes, a medida que crece la noche.

Sorprende, si uno no es del lugar, ver tantos animales distintos que parecen convivir pacíficamente en esa extensión interminable de aguas y plantas. Por supuesto que no es así y silenciosamente la escala entre ellos se cumple sin miramientos. El hombre, que a veces interviene en las cosas de los animales, por supuesto que también es parte del asunto de un modo u otro.

Y también Oleg, el extraño y lejano ruso, con todo y eso. Y así parece que era, nomás, según vinimos a enterarnos cuando fue que el cabo casi deja sus carnes en los dientes de un yacaré ñato.


*   *   *


Fue exactamente el año de los carpinchos. Siempre son muchos los que se ven, pero en esa temporada al parecer hubo un exceso de hembras y las crías fueron inusualmente numerosas, de modo que la población de estos señores de los pastos había aumentado.

Y con la superpoblación de carpinchos creció a la par la codicia del yacaré, que mira a las crías como un bocado sabroso, para variar su habitual plato del día de peces, serpientes o caracoles, si el menú es escaso. Así fue que hubo también por aquellos meses bastante carroña dando vuelta entre los pastos y por las aguas del estero, como pasa cuando la comida abunda.

La primera vez que el cabo visitó aquellas vastedades fue por la denuncia del viejo Silveyra. Dijo que había visto unas vacas suyas por allí y que las iba arriando por las costas un muchachón medio colorado que no conocía. Eso dijo el viejo en el destacamento y lo mandaron al cabo a ver por los esteros.

Lo primero que vio es que no conocía lo suficiente el terreno, así que, a la vuelta, y sin poder adivinar los rastros de los animales, pidió que alguien baquiano le mostrara el paisaje mejor. Y allí fue Toñito Emparanza que tenía bote y conocía bien los vericuetos del asunto. Y así el cabo anduvo por segunda vez los esteros, ahora con más solvencia.

No tanta, sin embargo, porque la tercera vez fue solo, como a los dos meses, un martes de franco, soleado y fresco. Curioso y entusiasmado por el paisaje y la que imaginó una aventura, se hizo de un bote chico, con un motorcito de dos tiempos, de los de cuatro caballos, que le prestó el sargento Renzi. "Cuidado con las plantas. Y no se baje del bote en el agua, si no hay tierra firme que pisar...", dijo Renzi, veterano. Y tenía razón.

El cabo anduvo dando vueltas por esas calles de agua anchas y quietas, esquivando los islotes verdes y bamboleantes. Le gustaba el paseo. De tanto en tanto, salía una garza mora o un tuyuyu alzando el vuelo desde atrás de los juncales o pasaba un carpincho a la distancia, cabalgado por un bichofeo o por un hocó, de los de cuello color ladrillo. Vio zorritos escabullirse entre los pastos de las isletas, oyó conciertos de mil pájaros, y hasta una serpiente overa y gorda que se deslizaba desde una barranquita hasta el agua de la laguna. Toda la mañana anduvo el cabo en esas vueltas y revueltas, encantado.

La tentación fue grande cuando vio una especie de brazo de agua abrirse a la izquierda, más angosto y como sinuoso. No se veía adónde iba y eso tuvo que haberlo acicateado, porque ya había entrado en confianza y se sentía parte de la intimidad de los esteros, alternando, como creía, con los dueños de casa durante toda la mañana. Y allí fue el cabo casi sin alerta.

Los primeros codos de esa senda de agua fueron tranquilos y emocionantes, porque deparaban una sorpesa inquietante que se resolvía en un tramo apenas recto y otro codo más adelante. Pero el camino se iba cerrando lentamente sin que se diera cuenta él. Un rato largo anduvo así, mientras se acercaba a una de las márgenes de tierra firme, pero adentrándose en vegetación cada vez más alta a la vez.

Era bien pasado el mediodía. El sol caía ahora sin el alivio de brisa ninguna y ardía más. El agua espejaba la luz con más claridad y molestaba un poco al que iba ya más atento a los estrechos pasadizos líquidos que encaraba la quilla. Miró varias veces hacia atrás, para asegurarse de reconocer el camino que había tomado y el paisaje que vio no lo dejó tranquilo, sino al contrario. Los mismos codos incitantes de la ida eran ahora un galimatías porque, volviendo la vista, vio que se abrían como decenas de sendas en el agua y no las había advertido al pasar a su lado.

De pronto, el motorcito tosió. Y al rato volvió a toser. Con la tercera convulsión, se paró. Le sonó extraño el silencio y empezó a oír sonidos que no había distinguido antes, precisamente por las explosiones monótonas del motor. Más pájaros, más conciertos vegetales de pastos, camalotes, juncos y ramas. Hasta el agua misma, tonasolada, más barrosa aquí más verdinegra por allá, sonaba distinta. Las tablas del bote se sumaron a la sinfonía, golpeadas de tanto en tanto por el agua.

Un chasquido abrupto lo sacó del ensimismamiento intranquilo. Otro casi inmediatamente y otro más, pero en otras direcciones. Pensó primero en los sonidos de carabinas, porque ya sabía que merodeaban siempre tramperos y cazadores furtivos. Después advirtió que se oían al ras de las aguas y descartó a los furtivos. Sintió vagamente que era observado; tal vez perseguido, se le cruzó por la mente, pero se repuso y trató de ordenar sus actos. Era de más al sur y no conocía bien los campos y los esteros de esta zona. La mayor parte de su vida era citadina, salvo un par de años de su primer destino. Sentía entonces cierta alarma ahora y los peligros del paseo, que no había querido tener en cuenta, de pronto se le aparecían punzantes y urgentes.

Había un solo remo en el bote y una soga de no más de dos metros y no muy gruesa. Volvió a sonar un chasquido. Más por instinto que por pericia sacó a relucir el remo y lo hizo palmear el agua. Una vez. Otra vez. Nada. Los chasquidos no respondieron la provocación.

En la proa había dos recipientes de metal, debajo de una especie de tablón que hacía de asiento. Recordó que Renzi le había dicho que uno tenía combustible y se dio cuenta de que no sabía qué tendría el otro. Resultó agua potable. Había también una especie de cobertor doblado en varios pliegos y atado con una tira de caucho. Y nada más. Al terminar la revisión pensó en el arma reglamentaria que había dejado en la pensión de Aurora, donde se alojaba. Se arrepintió de no haberla puesto en el bolsito azul en el que cargó algunas vituallas y algo de bebida. había almorzado abajo de unos sauces y ahora le quedaban dos panes, algo de queso, un chorizo colorado entero y menos de media botella de vino. El cuchillito -muy bien afilado, pero de hoja demasiado corta- era lo único que le serviría de arma, aunque estaba el remo también, llegado el caso.

Se aplicó a refuelar, que parecía lo primero y más importante. El recipiente, tendría tal vez un poco menos que unos cinco litros. Cargó el combustible pero el motor no respondió. Cuando terminó esa tanda de pruebas y una vez que le pareció que podría haberse ahogado con los primeros intentos, volvió a sentarse, en medio del silencio rumoroso de los esteros. El tiempo pasaba lentamente. Y volvió a oír tres o cuatro de aquellos chasquidos, durante casi una hora, pero no se hacía ver aquello que los provocaba.

Soplaba ahora otra vez un poco de viento y el aire olía a barro y a materia viva y vegetal, pero de vez en cuando también como a carnes en descomposición. En esos días había oído más de una vez lo de los carpinchos a montones, lo de la carroña y los yacarés; una súbita alerta lo empujó a relacionar los chasquidos con los animales más temidos de esas aguas. Por un impulso se paró haciendo equilibrio. El bote era bastante ancho pero pequeño y los movimientos a bordo se hacían sentir. Mientras estuvo en pie, buscó con la vista lo que pudiera ver más allá de los pastos de agua que parecían rodearlo. Como a unos cincuenta metros, tal vez un poco más, vio un ramerío y una especie de barranca, no muy pronunciada, pero que sugería una costa, o algo de tierra firme. De haber conocido el lugar, habría distinguido los signos: la cerrazón de esos pasillos de agua, los pastos más altos. En realidad estaba muy cerca de la costa y de tierra firme. Tampoco sabía si esa especie de pastizal o junquerío era un bañado o si solamente era pura agua. Si arrancaba el motor no le parecía fácil que el bote pudiera abrirse camino. Lo intentaría, de todos modos. Entretanto, comió algo y apuró unos tragos de vino que mezcló con agua en la misma botella. Tenía sed.

Volvió a probar suerte con el motor y esta vez, después de una explosión ahogada, arrancó al segundo intento. Le hubiera convenido usar el remo, de haber sabido que a esas profundidades las raíces son muchas y el agua es más oscura por el barro, lo que las hace invisibles. Pero no lo sabía y no tomó precauciones. Primero trató de volver un tramo hacia atrás, por donde había llegado pero después prefirió probar suerte hacia la costa. El paseo había perdido algo de su resplandor, aunque estaba en medio de una módica aventura. Apenas unos metros más y la proa del bote encaró hacia donde había visto la barranca. Parecía que se abriría paso. De pronto, sintió que el timoncito se endurecía, pastoso. Inmediatamente después, sintió unos golpes en la mano que venían desde abajo y un sonido sordo y metálico fue lo último que dijo el motor. Estaba casi en el mismo lugar de donde había partido. Recordó que Renzi le había mostrado la traba para poner el motor en el agua y tiró del perno para levantarlo sobre el bote, porque estaba seguro de que algo había trabado la pequeña hélice. Sin embargo, el artefacto no respondió al primer intento y parecía aferrado al fondo del bote pues cada vez que impulsaba hacia arriba el motor, algo golpeaba las maderas.

Un sonoro chasquido se oyó esta vez muy próximo y enseguida una especie de zambullida. Se inquietó y al mismo tiempo se puso en guardia. Creyó advertir una figura oscura, casi negra, a unos 5 ó 6 pasos en dirección a la barranca, mezclada entre las varas de los pastizales y juncos, desplazando el agua que parecía ondear levemente. Era una figura larga, como el lomo de una curiyú grande. Pero no era liso sino espinado: un yacaré y probablemente uno negro. Ya no podía sin algún riesgo aventurar la mano para tantear la hélice trabada que impedía levantar el motor.

Se había equivocado con los colores. Ya más cerca, era efectivamente un yacaré lo que rondaba su posición. Pero era overo, de un agrisado oscuro y opaco. Ñato, de fauces cortas pero de dientes largos que le asomaban amarillentos. Una o dos veces el animal serpeó a unos cuatro metros del bote y volvió a apartarse. Los minutos eran largos y llenos de sonidos amplificados por la alerta y el temor del cabo. Pensó primero en blandir el remo pero era corto para la distancia que guardaba el bicho, bastante más corpudo y largo de lo que creyó. El cuchillito estaba descartado, salvo que el yacaré se pusiera a una distancia tal que pudiera defenderse cuerpo a cuerpo. ¿De qué tipo de cuero se trataba? ¿Adónde la cortada podía ser más efectiva? Nada de eso sabía el cabo y esperaba no tener que averiguarlo.

El bote estaba como anclado, bajar era un suicidio, remar no serviría de nada. Un vaho tibio subía ahora de todo el derredor, por la humedad caliente que había dejado el día de pleno sol. El viento ya no soplaba, ni había siquiera un aire. Por momentos volvían los hedores, leves pero nítidos.

El cabo no sabía cómo salir de allí. Pensó que a la nochecita ya Renzi se alarmaría de no verlo llegar. Y como el bote quedaba en la laguna, junto a un muellecito, tal vez había que esperar hasta la mañana, cuando no apareciera por el destacamento. Saldrían a buscarlo y aunque no supieran bien por dónde rastrearlo, se las arreglarían. Era el único de por allí que no conocía la zona, los demás eran conocedores.

Podría haber disfrutado la espléndida caída del sol y esos rumores mansos y líquidos del lugar y hasta los aleteos del mundo de aves que se vuelven a sus nidos o los murmullos de los bichos que salen de sus madrigueras. Pero tendría que haber estado de mejor ánimo y libre de la preocupación de hacer noche en lo que ahora se le presentaba como un páramo hostil en el que estaba atrapado. ¿Qué otros bichos habría por esos parajes al caer la noche? ¿Sería verdad lo de las boas que subían a las embarcaciones cuando estaban quietas? ¿Qué haría el yacaré?

Hacía horas que no oía una voz humana, ni siquiera la suya. Y gritó. Por las dudas hubiera alguien cerca -después de todo, había alguna costa por allí-, pero más que nada por el acicate de esa soledad. A alguien le tenía que decir que estaba molesto con el asunto y, por qué no decirlo, con la cadena de imprudencias que había cometido.

El grito sonó claro pero sin eco. Era bronca más que nada y no quería sonar como un grito de auxilio. Fue el tipo de efusión que no cuenta con ningún oyente, pero que esta vez escondía la esperanza remota de que lo hubiera. Todo volvió al silencio rumoroso casi inmediatamente y por el este el cielo había empezado a oscurecerse. La luz, sin embargo, era suficiente como para ver de tanto en tanto el volumen amenazante del yacaré que nunca había dejado la zona desde que lo vio por primera vez.

Al principio, confundió el silbido con un aullido de mono, tal vez un ave. Punzante pero también algo ronco, volvió a sonar después, a un par de minutos que le parecieron horas.

¡Ñatooo!!, se oyó de pronto con una voz que se ahogaba entre los pastos y parecía deformada por el aire mismo, ¡Eey, Ñato!! Al menos, eso fue lo que le pareció oír.

El agua se sacudió. La forma de la cola del yacaré sumergido hizo un giro casi en el aire y se escabulló entre los juncos y pastos y se meneó tomando impulso. El bicho parecía responder a la voz y, como si fuera un perro, se diría que corría atento a la llamada. De haber tenido orejas, las habría alzado en dirección al grito.

El cabo quedó sorprendido y sin entender la cadena de hechos. Pero él mismo pegó un grito hacia donde había sonado el otro.

¿Quién anda?, dijo el vozarrón y repitió: ¡Ñaatooo!! Se oyó la voz otra vez ahora como hablando con alguien. Y volvió a gritar en dirección al cabo que se identificó con cierta desesperación en la voz y cierta alegría. Pero nadie respondió. ¡Aquí, aquí estoy...!, dijo un par de veces más y hubo silencio.

A los pocos minutos, se oyó una especie de chapoteo y vio moverse los juncos que lo separaban de la barranca. La figura de Oleg parecía enorme ahora. Calzaba unas botas altísimas y más lo empinaban mientras surcaba el estero como un acorazado de hombros anchos. El cabo lo miró con estupor pero inmediatamente recordó al yacaré y le pegó un grito advirtiéndole. Oleg parecía sordo y contento de verlo, pues no hizo el más mínimo caso a la advertencia y avanzó como si estuviera en un manso trigal. Llegó junto al bote, dijo algunas palabras ininteligibles entre sonrisas y en dos movimientos metió los brazos por debajo del motor mientras seguía murmurando algo posiblemente en ruso; después, revolviendo las aguas con los brazos y con un esfuerzo mediano, arrancó unas tiras delgadas que arrojó detrás suyo, unas raíces marrones y larguísimas. Rodeó el bote hasta encontrar la soga al frente y la ató al tablón y de ella tiró después esquivando pastos y plantas y algún ramaje hasta que llegó a un rellano junto a la barranca. El cabo saltó a la orilla con el bolso al hombro, mirando todavía con desconfianza hacia el agua. Oleg acomodó el bote y lo empujó de atrás ya con la ayuda del cabo hasta que quedó por completo fuera del agua. Remontaron juntos la pequeña barranca y allí vio el cabo el ranchito de Oleg como a unos 50 metros, en el único alto que se veía por los alrededores.


*   *   *


Todos estábamos en silencio. La mesa tenía una cabecera excluyente: el cabo y su relato. Se lo hicimos repetir dos o tres veces y cuando llegaba al asunto del yacaré nos mirábamos sutilmente sin mirarnos, asintiendo con la cabeza como si fuera normal. Oleg tenía un yacaré al que le hablaba y obedecía como un perro. Él lo llamaba -les digo que lo llamó Ñato, dos o tres veces, yo lo oí clarito- y el animal respondía obediente. No, no lo había visto ni en la barranca ni menos cerca del ranchito. Tampoco Oleg lo mencionó y cuando el cabo le preguntó si tenía perro, el ruso dijo que para qué, que era lugar seguro y él no trabajaba con hacienda. El cabo dice que al final se atrevió a preguntarle por el yacaré. ¿Yacaré?, dijo Oleg. Uno negro, largo, medio ñato..., dijo el cabo con intención. ¿Es suyo?, y lo miró a Oleg. ¿Mío? Disparate..., dijo alargando las sílabas el ruso. Pero yo vi uno que cuando usted gritó...., insistió medio enojado el cabo viendo que el otro lo esquivaba. Pero, señor..., dijo Oleg condescendiente. ¿Yacaré en estero? ¿Sabe cuánto yacaré hay en laguna, en estero? ¿Yacaré mío? ¿Cómo ser mío yacaré?, y largó una risotada de bosque, de estepa, ancha, gruesa, sonora...

Dice el cabo que ya no preguntó más porque vio que Oleg parecía irse enojando, a pesar de la risa, y que tal vez fueran imaginaciones suyas lo del bicho, aunque no creía. Nadie más le preguntó al cabo y nadie le mencionó el asunto a Oleg, que tampoco dijo jamás ni una palabra al respecto.



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(*) Esta serie de nueve relatos, que termina precisamente con éste, se llamó al principio Dichos de bichos. Primero me hizo notar un amigo que había libros con ese título, lo cual me trajo un pequeño problema. Después, le di a leer estas páginas a una buena amiga, pidiéndole algunos consejos criteriosos, de los que tiene de sobra. Me dio los consejos, pero, además, me resolvió el asunto. Es de esas gentes que aciertan hasta cuando fallan: confundió el nombre de la serie al hablarme de ella y sin más me sacó el asunto de encima. Y así es como estos nueve relatos, que ya conforman un pequeño libro que prontó aparecerá aquí en edición digital, pasó a llamarse Dichos con bichos, lo que debo agradecer.