miércoles, 3 de diciembre de 2014

Lo irreparable


Hace apenas algunos pocos días, viví una de esas pérdidas que a veces llamamos irreparables, y a veces sin medir lo que realmente significa irreparable. Pero es verdad también que a veces las llamamos así no sin razón; porque, tanto en la realidad como en nuestro corazón, hay pérdidas que no pueden reponerse: personas, seres, situaciones, vivencias, cosas que son, por irrepetibles, irrecuperables. Porque hay personas, seres, situaciones, vivencias, cosas que desaparecen y perdemos, y así de pronto se revisten de una ausencia tal que las pone en ningún lugar, las des-realiza y las hace, de algún modo, nada.



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No estamos hechos para la nada y la no existencia.

Creo que pasa también eso de algún modo con los recuerdos. Olvidar y darse cuenta de que hemos olvidado personas, seres, situaciones, vivencias, cosas, nos enfrenta de algún modo a la nada. Recordar de pronto lo que hemos olvidado puede darnos alegría, si lo recardado es feliz, pero tiene un sabor agridulce también, porque algo de la nada se cuela en el olvido y se hace patente precisamente cuando aparece el recuerdo y lo hace con una presencia que ha sido recuperada de una nada circunstancial en la que estuvo, una nada subjetiva y circunstancial pero que sentimos como universal y perdurable.  


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Qué poco sabemos, qué corta es nuestra mirada cuando miramos la historia. Y nuestra historia personal, especialmente. Porque si acaso medio a oscuras entendemos algo del mundo alrededor y ajeno, nos es más difíicl el entendimiento del propio.

Dicho con justicia, las cosas son lo que son. Y así se nos presentan de un modo claro en su misma realidad, aunque muchas veces con una carga fuertemente simbólica. Y la mayor parte de la veces no entendemos ninguna de ambas cosas: ni lo que pasa ni qué significa lo que pasa. Y así es como se nos escapa habitualmente, con el significado, también el sentido, la dirección, la finalidad.

Tanto de nuestras pérdidas irreparables, como de las presencias que de pronto se presentan.


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Apenas un poco después (¿horas después?) de haber vivido eso que a veces nos parece una pérdida irreparable, pasó que algo completamente ajeno al mundo de aquello perdido -pero tan parte de mi vida como lo otro- se presentó de pronto, súbitamente.

Inesperado. ¿Completamente inesperado? Y ahora pienso si acaso no sería posible que, en una sinfonía que no conozco, en una partitura que no sé leer del todo, una cosa y otra tuvieran que ocurrir casi a la vez, quién sabe por qué, pero aparentemente en mi beneficio.

Y entonces, fue así que la pérdida tuvo que convivir con una presencia, disputándose en el corazón el espacio y el tiempo.

Se sabe que toda pérdida (no importa su dimensión o importancia) supone y hasta exige de algún modo un funeral, un duelo. Un dolor. Porque si lo perdido es un bien, siquiera un bien relativo o menor, el dolor es la respuesta, el dolor es una especie de tiempo y espacio de despedida a lo perdido. Y más a lo perdido irreparable.

Pero, ¿es posible el duelo si un hecho feliz, si una presencia feliz inesperada, desvía la mirada del corazón y le ofrece una esperanza tan irreparable como la pérdida? Irreparable esperanza que no necesita repararse porque es entera, y no porque no pueda repararse por irrecuperable.


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Como obligados al dolor por la ausencia de algún bien perdido, podríamos no ver la esperanza que viene con la presencia de un bien inesperado.

Y, sin embargo, que no podamos ocultar ni ocultarnos la alegría de una presencia súbita que opaca la pena de una ausencia irreparable, debería sernos suficiente indicio de que nuestra vida -y la historia entera- no es una sucesión de momentos. Y debería ser un indicio de que las cosas no pasan porque sí.


Y hasta un indicio de que irreparable podría tener un significado paradojal y misterioso.