domingo, 7 de febrero de 2021

Memorias del bodegón: 3. Tormenta sin lluvia




Capítulo 2.



– La palabra obvio es...peligrosa, diría.

Y como casi no había hablado durante largo rato, cinco pares de ojos me enfocaron como buscahuellas en medio del campo. No nuestro invitado, sin embargo, que parecía esperar que me tocara el turno, aunque seguramente fue mi impresión. Entreverado en algunas otras divagaciones, me había quedado pensando en términos menos inmediatos y creo se notó.

– Ya sé que significa común o previsible en el sentido en que se la dijo. Pero los antiguos la usaban para decir otra cosa. Obviam ire, decían, por ejemplo, y eso era tanto salirle al encuentro a alguien o ponerle un freno a alguna cosa o a alguien. Claro que también usaban obvius como algo que se tiene delante, a la mano. Mucho después vino el significado por extensión que usamos ahora...

Wittington siempre se impacientaba cuando algo se le escapaba, cuando quedaba fuera de su biblioteca, que ciertamente no era pobre. Luro era un oyente interesado. Papotakis bajó la mirada largo rato y tardó en borrar una media sonrisa pícara.

– Según se mire, concluí mi introducción volátil en parte, el catolicismo es sumamente obvio, el que más. O, al revés, es completamente inesperado. Y, en general, las dos cosas a la vez.

Stefanelli es un buen hombre. No, lo dije mal: es un hombre bueno. Y tal vez por eso salió en defensa de su amigo.

– Acordate de que somos ingenieros, dijo. Su amigo sonrió.

– No, no..., dijo su joven colega. No sé qué quiere decir exactamente todavía pero con ese prólogo el asunto me interesa, tal vez por eso mismo. Y el invitado miró a la mesa y se detuvo en Wittington, sin intención. O tal vez con intención. Como haya sido, el sayo le cabía al abogado.

– Los católicos, continué alentado, estamos acostumbrados a pensar y a creer algunas cosas que, no de ahora pero a cada vez más gente le resultan irritantes. Por ejemplo que el catolicismo es la única religión verdadera, aunque admitamos que haya algunas trazas de verdades en otras. También creemos que nuestra iglesia tiene el depósito de la fe y la revelación divina. También creemos que tenemos derecho a predicar nuestra fe más que ninguno. También pensamos que hemos heredado el conocimiento y la interpretación recta no solamente de las cosas del cielo, sino también de las de la tierra. Y que con ciertos y determinados dones somos capaces de entender lo que se escapa a la razón o hacer cosas que superan las fuerzas naturales de un humano. En ese sentido el catolicismo es obvio. Para ser más claro: a los católicos hay cosas que nos parecen obvias, precisamente porque creemos y pensamos cosas como las que dije antes. Y por eso un católico es capaz de decir y hacer cosas que le resulta obvio decir o hacer. Tenemos un sentido de la historia, por ejemplo, que va de principio a fin, y creemos que así como todo empezó, todo va a terminar. Creemos que habrá una transfiguración de todas las cosas, que los hombres resucitamos, que habrá juicios, cielo, infierno, eternidad. En todos esos asuntos el católico se mueve con un talante que tiene un grado superlativo de obviedad. La revelación, la gracia, la fe, la esperanza hacen que el católico derroche lo que él entiende que son obviedades en sus dichos y en sus actos... Pero a la vez, el católico suele hablar cuando no debe y decir cosas imprudentes, o hace lo que no se espera o lo que no es razonable hacer, espera cosas imposibles, cree cosas disparatadas, contradice a los sabios, desobedece, se lanza al ataque contra los poderosos o no contesta los agravios...

Había logrado exasperar a Wittington. Dejó su pose displicente de dandy decimonónico y se envaró en su silla con una compostura belicosa. Como a veces ocurría en esos casos, el abogado no tuteaba a su interlocutor.

– Mi amigo, ¿usted es o se hace? ¿No se da cuenta de que lo que nuestro ilustre comensal ha dicho se refiere a otras obviedades

El invitado sonrió con la satisfacción de un niño que logró espiar la arena del circo en plena función sin pagar su entrada. El doctor, con el índice marcando firmemente sobre la mesa sus dictados, enumeraba los dichos de su defendido inopinado.

– Estamos discutiendo otro asunto, es obvio, dijo subrayando la palabra. El caballero habló de cosas actuales, de todos los días, desde hace un tiempo largo ya... Y, según yo, no está mal lo que dice: nunca se sabe qué harán hoy por hoy los católicos cuando les manosean las cosas más sagradas. Y nuestro invitado dijo más, tronó el exégeta, porque si yo oí bien y no me equivoco, señaló la pusilanimidad, el desconcierto, la ambigüedad, la falta de lucidez o de coraje y, si acaso, hasta la aviesa intención de pervertir sus propias creencias, y eso hasta casi sin que nadie las ataque...

Se notaba de tanto en tanto que Wittington extrañaba el despliegue del florido furor forense y, por la razón o por la fuerza, lo retomaba urgando en el arcón de los años en los que pleiteaba a troche y moche, lo que ya no necesitaba hacer porque tenía una compacta legión bisoña que lo hacía por él. 

Cardozo se contenía. Pero no le duró demasiado.

– No me parece, no, para nada. Entiendo, como él mismo admitió, que nuestro amigo no sepa del todo cómo es y cómo actúa un católico, o el mismo catolicismo. Pero lo que yo creo es que el catolicismo actúa siempre del mismo modo. Como fuera del tiempo, diría. Podrá parecer incluso que no se mezcla con las cosas del mundo y muchas veces se lo acusa de eso, precisamente. O que llega tarde o que tira la pelota afuera. Pero a la vez se lo acusa de meterse en política, en educación, hasta con la ciencia. Estas cosas pasron muchas veces en dos mil años y van a volver a pasar, se los aseguro. Pero la verdad es que cuando el cristianismo hace eso muchas veces se anticipa a las cosas que van a pasar más tarde, y eso no siempre se le reconoce. ¿Cómo hizo para hacer Europa, por ejemplo? ¿Tirando la pelota afuera? ¿Dudando? ¿Mirando para otro lado? ¿Dejándose atropellar, dejándose llevar? Y tantas cosas. Ciencia, por ejemplo. ¿Cuánto se le debe al cristianismo, al catolicismo? ¿Derecho, leyes, educación? ¡Las universidades! ¡Y el arte y la arquitectura y la pintura! ¡Si hasta le ha impuesto a todo el planeta la forma de contar los años y hasta le dio el valor que tienen a los días de la semana?

El santiagueño tenía pasión por la apologética. Y cierta inclinación a deslizar sus discursos por el tobogán de cierta apologética. Enseguida se olvidó del abogado y del invitado y habló como quién habla de... una novia de la que está perdidamente enamorado y a la que sólo le ve bellezas y virtudes, durante unos cuantos párrafos.

Pero Luro no tenía los mismos sentimientos, aunque sí tenía la misma fe. Estaban retirando los platos del postre y ordenando los restos de la mesa. Wittington pidió un whisky, previa indagación de marcas. Los demás aceptamos la oferta interesada del ristretto, yo pedí además una grappa helada y el resto sumó otra botella del vino que habíamos venido tomando. La alarma en el mostrador era visible desde la mesa.

– Otra vez nos fuimos un poco del asunto, me parece, dijo Luro con aire cachazudo y simpático, como quien arrea una tropa medio díscola. Lo que pasa ahora, ése es el tema, creo yo. De eso habló acá el amigo. Y un poco de razón le veo también. ¿No estábamos diciendo eso mismo nosotros cuando fue lo de la ley, vez pasada? Y ¿cuántas veces discutimos cosas parecidas? ¿Qué pasó en el '85? Y antes y antes... Pero, por otro lado, se acuerdan de cuando vino vez pasada el cura aquel que habló del Mundo Mejor?

El invitado miró con interés a Luro. Casi todos los demás hicieron comentarios de colegiales, como si recordarán a una profesora de esas a las que se les ha hecho la vida imposible en la secundaria. Hubo un interludio jocoso hasta que recordaron que el pobre cura casi ni terminó el postre, se levantó diciendo que se le había hecho muy tarde y se perdió en la noche de aquel día. El gallego quiso explicar y el invitado le pidió que contara.

– Fue hace bastante, arrancó Papotakis. Cardozo tenía un cura conocido que, según dijo acá el doctor, sabía mucho de la posguerra del '45. Vino, pero casi ni habló de eso y se puso a contar casi nada más que asuntos de la iglesia en la postguerra, y más que nada lo de Pío XII y un movimiento que había lanzado por los '50, más o menos. ¿Se llamaba así, no? ¿Un mundo mejor, por un mundo mejor? Stefanelli medio lo atacó esa vez. Le dijo que eso era triunfalismo, que la iglesia quería codearse con los asuntos del mundo y sentarse a la mesa de los que mandan. Algo por el estilo. Cardozo por supuesto lo defendió al curita. Y Wittington creo que fue el más duro, porque si no me acuerdo mal le dijo algo así como que sin eso no habría habido Concilio, ¿no, doctor?, ¿digo bien? Y otra más hubo, cuando vino el profesor aquel, ¿qué era, rumano, húngaro...? Y fue otro caso parecido, pero hablando del papel de la iglesia en los países del Este después de que cayó el muro y todo el asunto ése de la formación de partidos católicos, de movimientos católicos...

El abogado meneaba la cabeza, reconcentrado.

– Ahí tiene..., y miró al invitado. El catolicismo viene haciendo eso que usted dice desde hace rato. No es de ahora. ¿O no empezó con cosas así la primavera ésa que querían que viniera después del Concilio? Están esos tipos que creen que la iglesia católica tiene que volver al ruedo y pisando fuerte y que para eso tiene que ponerse a tono. Un poco a tono, claro. No del todo. Guardar las formas, claro. No cambiar las cosas del todo, no todas, por lo menos. Pero, como dicen, darse cuenta de que el mundo cambió y que, ahora, para tener voz y voto hay que entrar al club, meterse con las cosas que pasan. No son como los curas obreros de hace 100 años, ni como los que le peleaban al comunismo las fábricas, ni como los de la Acción Católica. Pero quieren a la Iglesia sentada a la mesa, cortando el bacalo, si me entiende. Jugando por los puntos, como dice Luro. Y si para eso tiene que tirar lastre, que lo tire...

La puntada del abogado iba para Cardozo. La cuestión entre ambos tenía su historia larga. Ahora había encajonado su verba abogadil y se prodigaba en lenguaje de mesa de café.

– Entiendo lo que dice el doctor acá, dije suavemente. Pero, insisto: me parece que nos estamos desviando. Y creo que hay que volver al asunto de qué es el catolicismo... ¿Cómo podemos contestar lo que nuestro amigo dice si no nos ponemos de acuerdo en eso? Un pequeño error en la definición... ¿no? ¿Cómo saber si está haciendo bien o mal las cosas si no decimos lo que tiene que hacer? O si no decimos lo que es. Porque se obra según se es, ¿no es verdad, gallego?

Papotakis tenía sus lecturas, haciendo honor a sus ancestros. Le gustaba meterse con cosas de filosofía y las entendía bien. Pero era dilettante con sus lecturas y, aunque tenía una cabeza especulativa, sin embargo, allí se había sembrado al voleo. Volvió a sonreír con picardía, alzó los hombros con algo de displicencia y se sirvió un poco más de vino.

Creo, viéndolo ahora, que la presencia del invitado nos obligaba a no ir del todo a fondo. Como si tener que explicar todo desde el Génesis para acá, fuera demasiado empeño para una sesión gastronómica y ante uno de extramuros.

Pero la puja siguió, de todos modos.

– El asunto es la liturgia y la doctrina, sentenció Stefanelli. Ya lo dije y lo repito.

Su amigo volteó la cabeza y lo miró extrañado. Para cualquier otro comensal la frase era conocida y auguraba la repetición de discusiones conocidas. Pero él no tenía la hoja de ruta, no sabía las contraseñas y, ciertamente, no era baquiano en estos caminos como para entender sin explicaciones las relaciones entre los asuntos que cada cual exponía.

– Entonces..., Luro hizo una mueca simpática y me señaló con el mentón. Al final, tiene razón cuando dice que si no definimos al catolicismo no vamos a poder decir si los católicos hacen bien o mal esto o aquello, antes o ahora.

Tomé la posta con ese centro al arco.

– Y, sí... Lo que nuestro amigo puso sobre la mesa nos obliga a contar una historia entera. No sé exactamente cuánto sabe de la historia del cristianismo, y creo que la historia del cristianismo es un punto con el que hay que contestar lo que dijo, claro que sí. Y eso incluye nuestro sentido de la historia, lo que nosotros creemos y sabemos. Eso es parte de la naturaleza del catolicismo y del papel del catolicismo en la historia, el que tiene y tuvo y el que está llamado a tener, porque las dos cosas no son la misma cosa exactamente. Podemos contestar a sus perplejidades hablando de política, de política actual, incluso hasta de política eclesiástica, de bandas, sectas, logias, contubernios. Pero entendámonos: si contestamos así, estamos hablando de política en ese caso, aunque sea de política eclesiástica. Qué es el cristianismo es otro asunto. Y una vez definido eso, contra esa definición se van a topar los demás asuntos.

El invitado oía mirando hacia el ventanal del bodegón, pero oía atentamente.

– Lo que dijo sobre la obviedad del catolicismo no lo había oído nunca, dijo mirándome pensativo.

– No te preocupes, nosotros tampoco, chanceó Stefanelli ácidamente, algo picado creo porque su intervención no había tenido eco.

– Eso no es verdad, ingeniero, le retruqué como retando a un chico. Porque, Tulio, ¿es verdad o no que ya lo discutimos muchas veces de un modo u otro? Lo mismo que dijiste hace un rato es parte de esta misma cuestión y hemos estado discutiendo esas cosas desde hace años. Doctrina y doctrinas, liturgia y liturgias. ¿O no? Pero todo eso, todas estas conversaciones, no tendrían sentido, me parece, si no nos fueran obvias las cosas principales que pensamos y creemos. Y hasta el hecho mismo de que pensamos y creemos que en cierto sentido son obvias porque son simplemente verdaderas: son lo que es. No es que nos sean obvias porque las pensamos o creemos. Nos son obvias porque son simplemente la verdad de las cosas. Y al mismo tiempo sabemos que son desopilantes o disparatadas para otros, incluso hasta para algunos cristianos. Y cuando pensamos en los ataques al catolicismo, pensamos que se ataca algo que no solamente es verdadero, sino que se lo ataca porque es verdadero. Y ese mismo ataque es parte de lo que creemos y sabemos de la historia, salvo que uno sea medio pavo. Y por eso hasta ese mismo ataque nos parece obvio, no exactamente por lo que dice tu amigo, sino porque lo que sabemos de las cosas incluye saber que hay un combate desde el principio, entre el bien y el mal, digamos así...

– Pero..., se interesó el invitado, ¿y las reacciones de los católicos, de muchos católicos? O la falta de reacción, o la flojera o las cosas que se oyen cuando tratan de explicar lo que pasa en el mundo... Yo dije que los adversarios del catolicismo son obvios porque si uno recita las creencias de un católico puede adivinar sin ser profeta a qué se le opondrán o, si prefieren, por qué lo perseguirán, como dicen ustedes. Pero no puedo, al menos yo, adivinar qué harán los católicos ante eso. Y lo que es más, no puedo saber cuál de las respuestas o cuál de los silencios es lo verdaderamente católico. Y no lo sé yo y a veces creo que no lo saben ni siquiera al menos la mayoría de los propios católicos... 

– Para eso, mi estimado, también hay que hablar de las cosas que todavía no pasaron, que son las mismas que están pasando pero más peliagudas.

Mi frase le cayó bien al invitado, lo hizo sonreír sibilinamente a Papotakis, volvió a impacietar a Wittington, lo enojó a Cardozo. Luro, a carcajadas, lo miró a Cardozo y levantó las manos al cielo como diciendo "¡otra vez...!". Stefanelli, aquiescente, asentía reconcentrado, hacía gestos de conceder la proposición pero no decía ni una palabra.

Y ya no se pudo seguir, no sentados a la mesa, por lo menos. En ese mismo punto, el dueño del bodegón con un guardia de corps de delantal blanco atado a la cintura y que le llegaba hasta las canillas, se estaban acercando al grupo con una mezcla de mirada suplicante e impaciente. Y hubo que levantar la sesión. Pero solamente hasta quince minutos después, que fue lo que tardamos en estar caminando por la vereda oscura y húmeda del pasaje, hacia la avenida, pero sin rumbo determinado.

Desde la esquina, vimos a media cuadra un café de barrio abierto todavía. Allá fuimos y allí, durante más de una hora y dos cafés por barba, retomamos los hilos de las madejas que, a la vera del besugo, habíamos estado embrollando en el bodegón.

(continúa)