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jueves, 10 de enero de 2013

De iguanas y víboras

Se agarraron al fin en una mañana tostada por un sol de enero, se agarraron como todo el mundo en el ribazo sabía que se tenían que agarrar, hasta el infelicísimo, el distraidísmo Tatú.

-¿Sabe que su amiga, compadre Apereá, la-que-refala-sin-ruido, está buscando y me parece que va a encontrar?

-¡Por amor de Dios, hable bajo! -dijo el Cobaya, que tiembla de oír solamente el nombre de la venenosa.

-Yo no le tengo miedo, aunque tampoco la trato -dijo el Cascarudo-; pero me parece que la Iguana Verde le va a dar el vuelto.

-¡Ojalá Dios quiera! -silbó arriba el Cachilo-, ¡ojalá la mate! La Iguana es mi amiga... No puede subir a los árboles. Pero temo que no la pueda.

-¡Amalaya se coman las dos! -dijo el pobre Cobaya palpitante.

-Amén, compadre. Pelearse se tienen que pelear, porque el ribazo es chico para dos matreros de esa ralea que comen los dos lo mismo y no poco cada día -dijo Tatú Mulita.

-¡Cristo, allá están! -gritó el Conejito de Indias, hundiéndose como un rayo en su cueva, porque se oyó a lo lejos el matraqueo siniestro y furioso del crótalo de la víbora.

Se habían agarrado. Sobre la curva sinuosa y parda de un caminito de perdiz venía el Lagarto corriendo un ratón; estaba la Cascabel acechando una rana, y se toparon.

Ninguno de los dos iba a torcer, ninguno de los dos iba a retroceder. ¿Podían retroceder? La Cascabel estaba enroscada en una negra bola repugnante, resorte tensionado y potentísimo que arrojaría su cabeza chata como un lanzazo sobre su enemigo, así éste moviese no más un ojo; la Iguana, aplastado el cuerpo contra el polvo y estremecida en convulsiones de ira, saltaría fulminante sobre su nuca, al primer descuido de la guardia. Parecía que ninguno de los dos se movía; y sin embargo la Víbora se contraía y replegaba todavía más, hinchándose su cuerpo negruzco como un brazo que hace fuerza; y la boca abierta y feroz del Lagarto se iba aproximando imperceptible, línea por línea, punto por punto, con precaución infinita, jadeante, crispada...

¿Cuál de los dos ha saltado? Tan fulmíneo ha sido el golpe que el ojo más sutil no hubiera podido distinguirlo. Ha sido un mescolarse instantáneo de miembros, escamas, anillos, colas que golpean furiosas, patas verdes que arañan, vientres blancos, lazos mortíferos que se anudan, cuellos que forcejean, un solo monstruo disforme y proteico que agoniza frenético revolcándose en el polvo...

De manera que yo, que en ese momento caí al ribazo, rifle al hombro y descuidado, no supe a lo primero qué cosa era aquella horrible que forcejeaba en la arena: si un grifo asqueroso, mitad saurio y mitad víbora, o bien una serpiente con patas y dos colas...

Ajajá... El Lagarto es el que ha mordido. Ahora veo su cabeza entre los anillos mortíferos. El Lagarto ha agarrado a la Víbora y la sacude convulsivamente para quebrarle el espinazo...

¡Horror! El golpe del Lagarto no ha sido certero. El cogote agilísimo se ha zafado y en vez de aferrar las vértebras cervicales, los dientes sólo han cazado la espalda; y la boca letal de la Venenosa se vuelve fa­tídicamente, haciendo un arco muy cerrado, hacia la garganta blanca y blanda de la Mordedora, a la altura del hombro, y las dos mandíbu­las se abren espantosamente, en un ángulo tan abierto como un pul­gar y el índice de un hombre, para dar el mordisco último.

El momento es supremo. La Iguana aprieta con todas sus fuerzas cerrando los ojos. Tan furiosa está que uno puede salir de detrás del árbol, todo espantado y sin resuello, y aproximarse al montón cautelosamente para ver si el mordisco agarra.

Clack. Se cerró como un resorte el estuche de la muerte, y las dos espinas de marfil en cuya punta centellea una gotita de veneno pasaron como saetas a un milímetro del cuello de la Iguana. La Iguana aprieta.

Clack, clack, clack. Los mordiscos se multiplican isócronos, metódicos e infructuosos, mientras la Venenosa se crispa para deslizar su espalda un milímetro no más, el milímetro que falta, de la tenaza de la otra. Pero la Iguana aprieta más, con los maxilares que crujen como si se quebraran. Las dos comprenden con toda claridad la situación. Un milímetro más o menos es la muerte para la una o la otra.

Apretar. Zafarse. Con todas las fuerzas de la desesperación, aunque crujan los huesos y se corten como piolines los tendones. Aprieta. Tira.

¡Ay! iAy! Los anillos de la Cascabel han hecho presa en el torso -el cuello está defendido por las patas delanteras- y aprietan ahogando, mientras la cabeza siempre tira y las mandíbulas venenosas suben y bajan automáticamente. La Iguana abandona toda defensa y se deja estrujar y ahogar, salvo el apretar con su boca que sangra y babea. Todos los pájaros han cesado de piar y los bichos de correr, al estribor del crótalo que suena agitándose convulso, como una canción macabra. Hay un silencio fúnebre en el sauzal del ribazo...

¡Adiós! La Iguana se ha tumbado de lado. La creyera muerta en el abrazo terrible a no ser por su boca que no cede. Toda su vida se ha reconcentrado en sus mandíbulas.

Y en las dos manos que protegen el cogote del lazo corredizo. Y aprieta.

¿Qué pasa? La Víbora ha soltado a su enemigo, que ni resuella por no soltarla: su cuerpo negruzco se desparrama por la arena como un látigo a quien la desesperación del último esfuerzo sacude. ¿Qué intenta? La Iguana gime de dolor, con gemidos de niño, porque las mandíbulas y el cuerpo le deben doler horriblemente; pero aprieta.

Ajá, la Víbora buscaba un apoyo; y ahora, anudando la cola a un raigón, prueba otra táctica, la última, y hecha un puente en el aire, desesperadamente tira.

La Iguana sin soltar es arrastrada por el ímpetu, con las cuatro patas hundidas como puntales en la arena, en línea recta primero, después a un lado, después a otro.

El cuerpo de la Víbora se anuda y parece que se va a romper. Y los dientes venenosos se alzan de nuevo, y caen de nuevo, y la piel del cuello es atrapada y yo no puedo contener un grito.

Y los dientes se alzan de nuevo y entonces veo que me he engañado: los colmillos sólo han arañado la piel. Y entonces -todo esto en un segundo-, la Víbora se sacude con una especie de grito de rabia, muerde otra vez, cruje... y se dobla como un junco, por el punto en que la Iguana la aferra. El espinazo ha cedido. Peractum est.

El cuerpo ondula todavía con las convulsiones de la muerte y el estuche ponzoñoso muerde el aire. Pero la Iguana sabe que la Víbora no puede ya hacer fuerza, que está perdida. Y espera pacientemente sin soltar, diez minutos, quince, veinte, que los movimientos languidezcan y la chispa de los ojos maléficos se apague. Y después suelta y salta a un lado. Y entonces me ve a mí.

Yo creí que era insolencia mirarme a mí fijamente y no huir, insolencia de vencedor; y estuve por darle un tiro. Pero era cansancio, la pobre, con la boca abierta, sin poder cerrarla y las patas tiradas por el suelo, como si todos sus huesos estuviesen desencajados. Dio tres o cuatro pasos borrachos hacia el agua y se tumbó de nuevo.

Entonces bajé el rifle no queriendo gratificar con un tiro -lo que hubiera sido, al fin y al cabo, una gratitud de hombre- a quien me había hecho el servicio de suprimirme ese tremendo habitante ignorado del ribazo, donde yo iba todos los días a tumbarme en la gramilla con un libro. Y dije mirando a la Iguana, agonizante de cansancio:

-¡Oh, Iguana! Hay momentos en la vida en que Dios quiere que uno agarre con los dientes y apriete hasta romperse la mandíbula, pena de la vida. Dios mío, yo te ruego que si es posible no me pongas en esos trances y me des enemigos pequeños. Pero si no es posible, yo te ruego que me des gracia para apretar y no soltar, para apretar hasta la muerte.


***


-Mire usté..., terrible, muy impresionante. ¿Fábula, no?

-Sí. De Castellani. Bastante conocida, le diré. Una de las que dice aprendió en la Laguna Pipo.

-¡Qué cosa! Mete miedo...

-Precisamente.

-¿...?

-Ah, no le dije: la fábula se llama Aprieta.

-¿Y?

-No oyó bien lo que dice al final:
Hay momentos en la vida en que Dios quiere que uno agarre con los dientes y apriete hasta romperse la mandíbula, pena de la vida. Dios mío, yo te ruego que si es posible no me pongas en esos trances y me des enemigos pequeños. Pero si no es posible, yo te ruego que me des gracia para apretar y no soltar, para apretar hasta lamuerte. 

-No entiendo.

-En la vida, con miedo o no a las cosas venenosas (que quiere decir malas y que hacen mal, a veces un mal fatal), hay que apretar fuerte con los dientes y no soltar, hasta romperse la mandíbula, si hace falta. Y hasta la muerte, dice. Porque con las cosas venenosas es a vida o muerte...

-Ah.... Claro..., entiendo. Difícil de todos modos, ¿vio? Apretar así, digo. Uno más bien trata, como dice ahí, de tener enemigos pequeños. Y está bien. Lo otro es mucho lío. ¿Y por qué se acordó de esta fábula? ¿Anda con algún entripado...?

-No y sí.

-¡Y dale la burra al máiz...! ¿Sí o no?

-Yo y todos, quieras que no, raro que no andemos con algún entripado, chico o grande. Pero, no es eso, porque si hablamos de eso la fábula da para más. Pienso en la Argentina.

-¡Peor! ¡Ahora sí que no pesco en esa laguna...!

-¿Sabe una cosa, mi cuate?: Acá, víboras ya tenemos, de todos los colores y pelajes; y ya hay a pasto de las venenosas que matan y de las que se arrastran nomás, aunque no maten. Feo igual eso de arrastrase. Y culebritas hay, que dan miedo y asco igual de sólo verlas, por esa cosa que tiene ese animal de repulsivo que es.

Faltan iguanas, eso sí.



viernes, 26 de septiembre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón

En realidad, hay que hablar de dragón y sin tantas vueltas.

Pero empiezo por el principio, porque el dragón no es lo primero, y diría que ni siquiera es lo último.

El caso fue que me pidieron que buscara un texto en Ortodoxia de Chesterton. Obediente, fui y lo busqué. Fin del caso.

Hasta que empezó el otro caso, porque me topé -leyendo al bies- con unos cuantos dragones y algunos sanjorges. Claro, Chesterton es inglés, qué se puede esperar.

Entonces, no sé si les pasaría a ustedes, se salta uno de allí casi directamente al expediente "Fiesta optativa c/ devoción popular cuasi universal s/ San Jorge y el dragón". Recuerdo haber visto en -además de colectivos, cajas de lustarbotas, o 'santerias' eclécticas- las vidrieras y mostradores de innumerables comercios por ejemplo armenios (en la zona de los Tribunales hay unos cuantos), estampitas o cuadros del patrono San Jorge y el dragón. Pero también viví los tiempos en los que san Roque (gran amigo) y san Jorge, a juzgar por las caras de sus devotísimos fieles, de pronto parecieron equipos de la 1era. A descendidos, allá por los '70.

Me picó la curiosidad y entre otras fuentes le ofrecí con desdén una oportunidad a la wpedia para que hiciera su mejor intento. Y fíjense que logró arquearme un poco la ceja por lo enciclopédico de su enciclopedia.

La historia se repite en otras partes substancialmente y con menor facundia culturosa. Incluso he visto por allí que se especula sobre el animal: desde lagarto o caimán hasta tiburón o un enorme pez.

Por supuesto que en los poemas -y obras- de Chesterton hay una enorme cantidad de dragones; recuerdo -más concretamente en Wine, Water & Songs- un The Englishman bastante gracioso.
ver

St. George he was for England
and before he killed the dragon
he drank a pint of English ale
out of an English flagon.
For though he fast right readily
in hair-shirt or in mail.
It isn't safe to give him cakes
unless you give him ale.

St. George he was for England,
and right gallantly set free.
The lady left for dragon's meat
and tied up to a tree;
but since he stood for England
and knew what England means,
unless you give him bacon
you mustn't give him beans.

St. George he is for England,
and shall wear the shield he wore
when we go out in armour
with the battle-cross before.
But though he is jolly company
and very pleased to dine,
it isn't safe to give him nuts
unless you give him wine.

Pero ya que estamos en ese barrio, vamos al texto de Chesterton en Ortodoxia donde estuvo la punta de mi ovillo.
San Jorge pudo pelear contra el dragón por grande que fuera el bulto del monstruo sobre el cosmos; aunque fuera más grande que las ciudades poderosas y que las interminables colinas. Si hubiera sido tan grande como el mundo, pudo aún ser matado en nombre del mundo. San Jorge no tuvo que considerar evidentes disparidades o proporciones en la escala de las cosas, sino solamente el secreto de sus finalidades.

Puede golpear al dragón con su espada aunque el dragón sea el todo; aunque los cielos vacíos sobre su cabeza, sólo fueran la inmensidad arqueada de sus garras abiertas.
Tal vez convendría ver el fragmento del capítulo La Bandera del Mundo, en el que, al final, están estas líneas, para hacerse una idea cabal del razonamiento.
ver


La Naturaleza física no debe ser considerada como directo objeto de la obediencia; debe ser gozada; adorada, no.No hay que tomar en serio a las estrellas y a las montañas; si las tomáramos terminaríamos donde terminó la adoración pagana de la naturaleza. Porque si la tierra es buena, podríamos imitar todas sus crueldades. Porque sexualmente es cuerda, podríamos enloquecernos por la sexualidad. De esa forma el mero optimismo llega a su insano y adecuado término. La teoría de que todo es bueno, se convierte en orgía de todo lo que es malo.

Por otra parte, nuestros pesimistas idealistas, fueron representados por los viejos despojos del Estoico. Marco Aurelio y sus amigos, habían realmente renunciado a la idea de hallar un dios en el Universo y miraban sólo al dios interior. No tenían ninguna esperanza de hallar virtud en la naturaleza y difícilmente la tuvieran de hallar virtud en la sociedad. En realidad no tenían por el mundo exterior un interés suficiente como para destruirlo o revolucionarlo.

A la ciudad no la amaron bastante como para prenderle fuego. Así, el mundo antiguo se halla exactamente en nuestro propio y desolado dilema. Los únicos que en realidad gozaban de este mundo, se hallaban ocupados en destruirlo; y las gentes virtuosas, no se preocupaban por ellos tanto como para abatirlos. Y repentinamente el Cristianismo intervino en este dilema (el mismo dilema nuestro) y ofreció una singular respuesta que el mundo definitivamente aceptó como "la" respuesta.

Fue "la" respuesta entonces y creo que ahora, es "la" respuesta.

Esta respuesta fue como el chasquido de una espada; separó; no unió, en ningún sentido sentimental de la palabra. Rotundamente, dividió y separó a Dios y al cosmos. Esta trascendencia y nitidez de la deidad que algunos cristianos ahora quieren suprimir del Cristianismo, fue la única razón por la cual cualquiera quiso ser un cristiano.

Era el punto central de la respuesta cristiana al infeliz pesimista y al aún más infeliz optimista. Como aquí sólo me concierne su problema particular, me limitaré a mencionar brevemente esta gran sugerencia metafísica. Todas las descripciones del principio creador y conservador de las cosas, por ser verbales, deben ser metafóricas.

Por eso el panteísta se ve obligado a hablar de Dios en todas las cosas, como si estuviera en una caja. Por eso el evolucionista, fiel a su nombre, tiene la impresión de estar enrollado como una alfombra.

Todos los términos religiosos e irreligiosos quedan abiertos a esta acusación. La pregunta es, si todos los términos serán inservibles o si es posible, con tal o cual frase, barcar una idea nítida sobre el origen de las cosas. Creo que es posible y evidentemente también lo cree el evolucionista o de lo contrario no hablaría de la evolución. Y la frase radical de todo el teísmo cristiano, fue ésta: que Dios fue un creador, como es creador un artista. Un poeta, está tan separado de su poema, que habla de él como si fuera una insignificancia que ha "arrojado". Aún al proyectarlo es como si se despojara de él. Este principio de que toda creación o procreación es una ruptura, por lo menos tratándose del cosmos, es tan consistente como el principio evolucionista, que dice que todo crecimiento es una ramificación. Una mujer al tener un hijo pierde un hijo. Toda creación es separación. Un nacimiento es una separación tan solemne como la muerte.

El primer principio filosófico cristiano era que este divorcio existente en el acto divino de crear (tal como se separa el poeta del poema y la madre del recién nacido), fue la verdadera descripción del acto por el cual la absoluta energía hizo al mundo. Según muchos filósofos, Dios haciendo al mundo, lo esclavizó. Según el Cristianismo, lo liberó al hacerlo. Al hacer al mundo, Dios escribió no tanto un poema como una pieza teatral; una pieza que había planeado perfecta, pero que necesariamente hubo de ser confiada a actores, escenógrafos y empresarios humanos, que desde entones la embarullaron toda. Luego discutiré la veracidad de esta teoría. Aquí sólo debo destacar con qué suavidad asombrosa solucionó el dilema tratado en este capítulo. De esta forma, por lo menos es posible estar tanto feliz como indignado, sin necesidad de degradarse hasta ser un optimista o un pesimista.

Con este sistema podría combatirse contra todas las fuerzas de la existencia sin desertar la bandera de la existencia. Sería posible estar en paz con el Universo y no obstante estar en guerra con el mundo.

San Jorge pudo pelear contra el dragón por grande que fuera el bulto del monstruo sobre el cosmos; aunque fuera más grande que las ciudades poderosas y que las interminables colinas. Si hubiera sido tan grande como el mundo, pudo aún ser matado en nombre del mundo. San Jorge no tuvo que considerar evidentes disparidades o proporciones en la escala de las cosas, sino solamente el secreto de sus finalidades.

Puede golpear al dragón con su espada aunque el dragón sea el todo; aunque los cielos vacíos sobre su cabeza, sólo fueran la inmensidad arqueada de sus garras abiertas.

Allí fue, precisamente, que se me ocurrió pensar por qué tantas dudas y puntillosidad histórica acerca de san Jorge y por qué a la vez esa especie de natural aceptación respecto del dragón. Por qué algunos parecen poner una mueca de suficiencia como científica e ilustrada cuando uno dice "...san Jorge...", y esos mismos permanecen inmutables cuando, en la misma emisión de voz, uno dice "...y el dragón..." Y claro que con no mucho esfuerzo uno tiene la respuesta canónica para eso y sus variantes racionalistas o feéricas. Pero no era la respuesta canónica la que tenía en mente.

Sindudamente, no voy a poner muchas objeciones a quien me dijere que hay cosas tal vez de veras más importantes que ocuparse de un dragón.

Pero, si no se ofende nadie, suena ser un asunto perfectamente digno como para acompañar las frescas tareas del riego, en un atardecer bonancible de un viernes a fines de septiembre, con la fiesta de san Miguel a la vista...

miércoles, 29 de octubre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón (VI)

¿Se da cuenta, mi amigo? ¿Para qué habré abierto la boca? No sólo no hay que dar ideas, sino que hay que asegurarse también de que a uno lo entiendan bien.

Según me entero ahora, por un amable mensaje de la 'galesa' C., hay una nueva batalla de Jorge contra el Dragón.

Pero en ésta sí que no me anoto. Porque tengo la impresión, por lo que pude ver, de que ni Jorge es Jorge ni el Dragón es el Dragón, diga lo que dijere el Rev. George Hargreaves, que es quien está armando bulla con el asunto.

Resulta que este buen hombre es un reverendo pentecostal y sumamente mediático, que entre otras cosas organizó hace unos meses un reality show en el Channel 4 of England, en el que durante 3 semanas, al parecer, trató de que 13 perdularios y botarates se hicieran buenos cristianos, asesorados por dos pastores, un sacerdote católico y una reverenda anglicana. El programa, que se llama, obviously, Make Me A Christian, levantó polvo en el camino. Y no sé qué habrá sido de los 13.

El caso es que el reverendo está empeñado en convertir a Inglaterra, Gales y Escocia, dizque al cristianismo, palabra difusa, como cualquiera sabe.

Para ello, también formó un partido político The Christian Party, con otros dos que son como especies de filiales, el Welsh Christian y el Scottish Christian.

Precisamente, en la plataforma del primero (la página es un desastre) figura ni más ni menos que sacar al dragón de la bandera de Gales y ya que estamos cambiar la bandera por una en la que sólo figure la cruz de san David, a la sazón santo patrono de Gales (la bandera es una cruz dorada sobre fondo negro, aunque el reverendo usa azul, purple e incluso verde oscuro.) Según dice el reverendo, ese dragón es el satán apocalíptico que hay que remover para que Gales vuelva a la fe cristiana.

Estuve viendo un poco el asunto y mi dictamen es por la negativa. No dije que mi voto fuera 'no positivo': dije negativo, y a otra cosa.

Porque éste es uno de esos casos en los que parece que cada cosa por separado está bien o más o menos bien, o pasable, pero el conjunto da un disparate. Y habría que ver cuán inocente disparate es, que muy inocente no parece.

No, mi estimado and english reverendo: el todo es más que la suma de las partes, si acaso las partes son partes de ese todo, cosa que no está nada clara, tampoco. Parece que defiende cosas defendibles o siquier buenas en sí. Pero, no compro.

Disculpe, maistro, pida turno y vuelva otro día.

Ahora.

Dicho sea de paso, el paseo virtual por Britain y los alrededores me trajo a la memoria lo de Obélix: Il sont fous, ces gallois... et ces anglais, aussi...

Y si no me creen, vean un poco los líos de sucesiones legítimas y banderas en Cymru, sin contar con que algunos hacen llegar Y Ddraig Goch a los tiempos de Arturo, a las guerras entre celtas y sajones, y hasta a los emblemas de las legiones romanas, y capaz que tiene razón…

Miren que a mí me gusta el tren, pero si me llego a encontrar con una estación que se llama Llanfairpwllgwyngyllgogerychwyrndrobwllllantysiliogogogoch, puede ser que me vaya caminando, nomás.

Por eso.

Basta para mí: me quedo con los muchachos aragoneses de la Sociedad Deportiva Huesca y su guerra contra el dragón de la UEFA/FIFA.

Un poco de Mediterráneo, per carità!

sábado, 27 de septiembre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón (III)

Más lo pienso y más complejo aparece, y quién sabe si no es posible que algo de la naturaleza ambigua y bífida del propio dragón se cuele en el asunto. Aunque tal vez no lo sea del todo tanto y pueda aproximarme un poco más a diluir la pregunta.

Pensaba, por ejemplo, que, hoy por hoy, la celebración de san Jorge es optativa y que sigue siendo poco lo que se sabe de su vida y de su martirio. Se discute aquí y allí acerca de sus padres, de la zona o ciudad donde nació y murió, de lo que hizo, de sus viajes. Pero, a la vez, se ve a las claras que es notable la difusión de su culto, no solamente por lo que popularmente ha logrado en el corazón y la devoción de las gentes comunes, sino por la inmensa cantidad de patronazgos que se le han conferido: de Inglaterra a Georgia, de la orden de la Jarretera a los scouts, de los artistas de circo a Portugal. Pero también -al menos también- siempre detrás, creo, de la fascinación de su hazaña mayor: mató al dragón.

Toda la cuestión, se me hace, tendría que ser considerada de un modo muy especial, y más en nuestros días.

Casi diría que, sin la atenta consideración de la metáfora y el símbolo -tal como parece sugerir el propio Chesterton en aquel pasaje de Ortodoxia del que vengo-, el asunto tiene poca importancia o es un disparate ilusorio.

Parecería haber una línea de pensamiento según la cual la relación del cristiano con el dragón es -aunque existan rangos distintos en esta relación- inevitable. Y resulta así no solamente en un sentido simbólico y también sobrenatural, sino hasta en sentido metafísico, según parece apuntar Chesterton.

San Jorge es el cristiano, por cierto, además de ser san Jorge, como todo santo es el cristiano de algún modo. Pero, ¿y el dragón?
ver


Chesterton parece ponerlo allí en relación con la naturaleza y con el mundo, no solamente con el mal. Pero, tal como allí dice, con el mundo en oposición al universo. Un modo de naturaleza y mundo que es como si fueran parte axial de un universo -subsidiario del real- maleado y paralelo, en el que reina el dragón como un rey usurpador. Por cierto que ese usurpador asume con su figura la de algo precioso y hasta profundo, y en cierto sentido también la figura de algo grande, bello, sabio, poderoso. Pero maleado. Resume en sí los elementos y no de cualquier modo, sino de un modo en cierto sentido sublime y eso porque su excelencia no es de volumen material o poder físico, exclusiva o principalmente, sino espiritual. No importa tanto que nade, vuele o lance fuego, que viva siglos o crezca contínuamente. En algunas mitologías, el dragón vive en lo profundo de las oscuridades terrestres y se sorbe las raíces de los árboles que sostienen al mundo, lo cual le confiere un poder adicional. No como los demás animales que comen de sus frutos, sino de las raíces. A la vez, en las figuras más típicas, el dragón es el guardián de tesoros o de cosas valiosas, que al parecer no custodia celosamente por el valor de lo custodiado, sino por su avaricia, por su codicia y maldad. No hay por qué pensar que los tesoros que guarda y aparta de los hombres hasta hacerlos morir por ellos, sean lisa y llanamente tesoros materiales.

Algo de todo eso habrá hecho probablemente que Tolkien dijera en una de sus cartas (la 122 de la edición de Carpenter) que le "parecen un fascinante producto de la imaginación". Pero -y siguiendo la tradición occidental- por poderosos que fueren, no hay dragones buenos en la obra de Tolkien, del Smaug de Bilbo al Crisófilax del cuento de Egidio: "tenía un corazón malvado (como todos los dragones) y no muy valeroso (cosa también frecuente)..." (pág. 50 de la edición de Minotauro.)

Aunque precisamente Tolkien parece ser uno de los pocos que en esos territorios ha logrado distinguirse, suele pasar que lo malo y oscuro tiene una especie de ventaja, no solamente en la realización plástica de sus figuras y representaciones, sino también en nuestra imaginación. Es curioso: lo poderosamente malo, aun lo feo y deforme, ejerce y despierta una capacidad imaginativa que a lo bueno parecería no llegarle nunca del todo. No en las cosas en sí, por cierto, sino en la imaginación humana y en la realización plástica de esa imaginación.

(Apuntando al pasar, pienso que algo de eso hay no solamente en aquello de Aristóteles en su Poética, cuando en aquel famoso pasaje del capítulo IX defiende -incluso contra Platón- la primacía de la poesía sobre la historia, en carácter filosófico y universalidad. También, y tal vez más propiamente, se relaciona con lo que dice en el capítulo XXIV acerca de la necesidad de lo maravilloso verosímil en la epopeya.)

Visto así, tal vez podría pensarse que buena parte de la simpatía que despierta, así como del predicamento y estatura humana, moral y hasta sobrenatural de san Jorge, vienen del dragón al que está ensartando con su lanza y que por eso mismo se retuerce bajo los pies del caballo blanco que monta. De ese dragón nadie parece haber dudado jamás, a él nadie le ha dicho que su mención será optativa, a ese dragón nadie le pide documentos ni partida de nacimiento, ni pasaporte ni certificado de defunción. Lo cual parece perfectamente comprensible y justificado. Pero no por la obvia razón (no se apuren los sutiles previsibles...) de que nadie espera que ese dragón exista. Sino, tal vez, precisamente por lo opuesto: nadie parece dudar de que algo así como ese dragón sea posible.

Lo cual, en principio y de ser así, bien podría dejarme a las puertas -absolutamente provisorias- de alguna resolución para mi perplejidad.

sábado, 4 de octubre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón (IV)

El hecho es que, según parece, estamos en el mundo del dragón. Y todavía más, si le hago caso a Chesterton -y no solamente a él-: mundo y dragón son la misma cosa, en algún sentido. Y digo que no solamente a él porque una expresión como el Príncipe de este mundo es, no muy forzadamente, asimilable a el Dragón de este mundo.

Ambos comparten características y notas esenciales, pero también existenciales. Se mueven de la misma manera, piensan del mismo modo, quieren lo mismo y odian lo mismo.

Para que esto sea así, por supuesto y como ya se sabe, hay que entender lo que el mismo autor dice cuando repite que mundo y universo no son lo mismo:
Con este sistema podría combatirse contra todas las fuerzas de la existencia sin desertar la bandera de la existencia. Sería posible estar en paz con el Universo y no obstante estar en guerra con el mundo.
Y por eso dice, también, que el dragón:
Si hubiera sido tan grande como el mundo, pudo aún ser matado en nombre del mundo. San Jorge no tuvo que considerar evidentes disparidades o proporciones en la escala de las cosas, sino solamente el secreto de sus finalidades.
Es ciertamente la paradoja del cristianismo a la que cada cristiano se enfrenta particularmente, no es algo que solamente está en la doctrina o en una cosmovisión. Está en la vida misma, está en las cosas. Y está en uno mismo.

Por eso san Jorge, es decir todo cristiano, cada cristiano:
Puede golpear al dragón con su espada aunque el dragón sea el todo.
Al cristiano -particularmente al cristiano- el mundo (dicho en ese preciso sentido) siempre se le aparece superpuesto al universo.
ver

Esta superposición que nos deja siempre tan perplejos (y que según Chesterton es lo que en el fondo nos empuja a la estupidez de hablar de optimismos y pesimismos), tiene el aspecto de una clara confusión. Y por eso mismo requiere de visión y de distinción:
San Jorge no tuvo que considerar evidentes disparidades o proporciones en la escala de las cosas, sino solamente el secreto de sus finalidades.
No es cuestión de comparar algo malo con algo bueno: eso no tiene ninguna gracia y se compara solo, no necesita de nuestra perplejidad, no importa incluso a qué llamemos bueno o malo. Es cuestión de entrar en el territorio mismo del dragón. Una vez allí entonces, si de comparar se tratara, habría que hacer una extraña comparación: es preciso comparar a una cosa consigo misma. Es ése el territorio mismo de eso que llamamos dragón.

No hay que olvidar que el dragón no crea riquezas. Las codicia, las acapara, las malversa, las mancha con su pestilencia y su malevolencia, las pervierte. No es un creador, mal que le pese: es un ángel custodio, en todo caso.

Por eso mismo, al mundo se lo conoce como se conoce al dragón y a las cosas del dragón: se trata de considerar el secreto de sus finalidades. Todo san Jorge debe considerar no solamente al dragón sino a las cosas según las ve el dragón. Nunca podrá distinguir entre el mundo y el universo sin poder distinguir el secreto de sus finalidades, la razón de ser de cada uno de ambos, y, a la vez, qué hace que el universo se vuelva mundo cuando está custodiado por el dragón.

Dicho de algún modo más o menos poético, pero no tanto, ser cristiano podría decir que consiste en disponerse a liberar al universo del mundo, de liberar al mundo de la custodia del dragón. En ese sentido, la creación misma, toda ella, es la princesa que el tal san Jorge montado en su caballo blanco debe librar. Y con ello librarse a sí mismo del dragón.

Precisamente entonces, todo cristiano tiene al menos la capacidad de considerar aquel secreto de las finalidades de las cosas que dice Chesterton y, en consecuencia, todo cristiano en cuanto tal tiene al menos la capacidad de matar al dragón.

Es más, tiene la necesidad: no hay modo de ser cristiano sin un dragón enfrente (adentro, para empezar...); como, entonces, no hay modo de ser cristiano sin ser un san Jorge, o un san Miguel, en cierto sentido.

Subjetivamente, creo, es quizá bien comprensible que uno dude de llegar a ser san Jorge, y entonces es comprensible que finalmente dude de la existencia de san Jorge. Pero aun dudando de san Jorge, no duda del dragón. Dudará de la conveniencia o necesidad de enfrentarse al dragón. Podrá considerar que no vale tanto la pena la princesa como para arriesgarse en una lanzada mortal al dragón, pensará que es bien inútilmente peligroso cabalgar frentre a un dragón, podrá hasta considerar que el dragón no es tan malo. Pero con todo ello no ha hecho más que poner en duda a san Jorge, si acaso a la doncella. Pero nunca al dragón.

Es decididamente más difícil ser san Jorge.

Y tal vez la razón de esto haya que buscarla en aquella paráfrasis que gustaba citar Borges, celebrando (con sus modos algo tortuosos) al propio Chesterton:
Hay algo más terrible y maravilloso que ser devorado por un dragón; es ser un dragón. Hay algo más extraño que ser un dragón: ser un hombre.


sábado, 27 de septiembre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón (II)

En algún sentido podría importar si el dragón es un animal existido (o existente...); pero me parece que, a cualquier efecto dentro de los límites que me impuse, bien podría darlo por existido o por no.

No estoy detrás del catálogo erudito del paleontólogo, ni de la erudición siquier mística, con las que se podría enumerar características biológicas o hacer una panopsis de las simbologías del dragón desde los celtas a los chinos, de los Nibelungos a los capadocios. Eso es harina de otro molino, creo. Como tampoco tiene sentido aquí tratar de dirimir la contradicción real o aparente de que para algunos sea el epítome de la maldad -como en general ocurre en occidente- y para otros -como en extremo oriente- el numen de todos los bienes.

De hecho, tal vez basta decir que es simplemente un dragón, con lo que eso significa para nuestra imaginación aquí y ahora. Y no sé tampoco si tan actual, porque parece que durante siglos los dragones consiguieron una fama que no consiguieron otros bichos, tal vez asociada a su naturaleza reptil. ¿Qué logró eso? ¿La rareza -y naturaleza- de un semejante animal existido? ¿Los símbolos que carga, si existió sólo como símbolo? ¿Un poco de las dos cosas y por alguna causa que se nos ha perdido? Me parece que se puede admitir provisoriamente que tanto da. Un dragón es más o menos un dragón, si se entiende lo que digo. Y, real o simbólico, es lo suficientemente singular, al punto de que no pocos lo consideran la criatura (real o imaginativa) más bella que existe, y en la que tierra, fuego, aire y agua se armonizan, y todo eso, incluso haciendo abstracción de su carácter moral.
ver


Ahora bien, y precisamente por eso mismo tal vez, ¿sería san Jorge quien es si en vez de un dragón hubiese matado un caimán o un tiburón, por no decir una corzuela o un buitre? ¿Es un matador de animales más o menos pestilentes, más o menos voladores, más o menos pirógenos? Incluso las razones por las cuales los reptiles 'gozan' de la prensa que tienen serán importantes en alguna clase de estudio. Será lo que tengan en su legajo existencial o lo que haya en las raíces de su cualidad simbólica: no estoy investigando directamente ese punto.

Solamente pensaba por qué parece que es más difícil, menos decente, menos razonable, negarle la existencia al dragón que al santo. Por qué -como ya dije- parece que si digo "san Jorge existió..." casi necesariamente tengo que dar explicaciones infinitas y recibo una cierta sonrisa, explicaciones que nadie me pide demasiado y sonrisa que más bien no recibo si digo "...y mató al dragón..."

Tal vez la razón sea casi cínica: nadie se molestaría en discutir la existencia real de un dragón "seriamente", y cuando se usa el término se lo asocia automáticamente a un símbolo, complejo, rico, oscuro: pero un símbolo, y nada más y nada menos. Si fuera así, bastaría entonces una especie de acuerdo tácito, una concesión léxica, para decir "mató al dragón..."

Y parece claro que, si así va la cuestión, en nuestro caso el dragón resulta subsidiario respecto de san Jorge, que sería lo principal. Y si san Jorge está nimbado de leyenda, parte de ésta es haber matado a un ser inexistente.

Pero hay dos cosas ciertas. Es cierto que hay dragones por afuera del episodio de san Jorge en todas partes y en todo tiempo. Y es cierto también que todavía hoy el mundo busca dragones, como busca rastros de otras criaturas. Y -aunque acá estoy aventurando demasiado- creo que casi a condición de que no tenga que corroborarse con un presunto hallazgo del bicho en cuestión, alguna asociación -salvo literaria- con un santo.

En ese caso, ocurriría entonces que la expresión "san Jorge mató un dragón" solamente comienza a ponerse peligrosa si Jorge existió como una persona real, histórica. Incluso diría que se vuelve específicamente grave si ese hombre que existió fue un santo. Porque es bien probable que si se tratara de un cazador de la alta edad media, o más antiguo, aficionado a las emociones fuertes, o como líder heroico aun destinado a librar a una comunidad de un flagelo cruel y carnívoro, habría quienes estarían dispuestos -con una pizca de adrenalina como si dijera científica- a afirmar aunque más no fuera hipotéticamente la existencia de un dragón, incluso de uno comm'il faut, con todo y fuego y alas. Sin ir muy lejos, recuerdo ahora un documental al respecto... de la BBC, buscando reconstruir las bases biológico-históricas de unos huesos hallados en una caverna de alta montaña, atribuidos precisamente a un dizque dragón y a sus presuntos matadores. Por cierto que nadie habló allí de un santo.

Pero peor se pone la cuestión todavía si la oposición entre el santo y el dragón es en razón de que cada cual es lo que es y cada cual representa lo que representa. Como si dijera que uno podría llegar muy cerca de sufrir el colmo del desprecio si sostuviera que san Jorge mató al dragón 'porque' era un santo. Y al parecer, esa actitud escandalizada es más común en nuestros días, en razón de que los dragones parecen haber vuelto a la tapa de las revistas, a las historias para chicos (cuesta un poco llamarlas cuentos de hadas) y, por supuesto, a Hollywood.

Sin embargo, aun en este caso, creo que habría quienes no se preocuparían tanto por lo que se dijera del dragón, como por ejemplo que debía morir en razón de su condensada maldad, de su crueldad insaciable y creciente, de su avidez, de su astucia maligna, de la opresión que ejercía sobre los que lo rodeaban, y cosas así. Puestos a ver, es más o menos lo que se podría esperar de un dragón, de este lado del Cáucaso, al menos.

Y hasta aquí llegamos, por el momento. No sé si podré resolver mi preocupación -ciertamente algo inútil- pero me interesa el asunto. Además estuve viendo algunas cosas en Tolkien y, sobre todo, releyendo lo de Chesterton, que dice más que lo que había visto al principio.

viernes, 24 de octubre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón (V)

¿Y yo qué dije?

A san Jorge no le importa, ya lo sé. Bastante tiene con guerrearle al bicho como para andar haciendo cuestiones de cartel.

Pero, ¿a alguien se le ocurriría decirle por ejemplo a los galeses que saquen el dragón de la bandera, como le dicen a los otros que saquen a san Jorge de cualquier lado?

No, claro.

Maricones.




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Muy atento estuvo SA..., gracias.