sábado, 4 de octubre de 2008

Lagarto, caimán o tiburón (IV)

El hecho es que, según parece, estamos en el mundo del dragón. Y todavía más, si le hago caso a Chesterton -y no solamente a él-: mundo y dragón son la misma cosa, en algún sentido. Y digo que no solamente a él porque una expresión como el Príncipe de este mundo es, no muy forzadamente, asimilable a el Dragón de este mundo.

Ambos comparten características y notas esenciales, pero también existenciales. Se mueven de la misma manera, piensan del mismo modo, quieren lo mismo y odian lo mismo.

Para que esto sea así, por supuesto y como ya se sabe, hay que entender lo que el mismo autor dice cuando repite que mundo y universo no son lo mismo:
Con este sistema podría combatirse contra todas las fuerzas de la existencia sin desertar la bandera de la existencia. Sería posible estar en paz con el Universo y no obstante estar en guerra con el mundo.
Y por eso dice, también, que el dragón:
Si hubiera sido tan grande como el mundo, pudo aún ser matado en nombre del mundo. San Jorge no tuvo que considerar evidentes disparidades o proporciones en la escala de las cosas, sino solamente el secreto de sus finalidades.
Es ciertamente la paradoja del cristianismo a la que cada cristiano se enfrenta particularmente, no es algo que solamente está en la doctrina o en una cosmovisión. Está en la vida misma, está en las cosas. Y está en uno mismo.

Por eso san Jorge, es decir todo cristiano, cada cristiano:
Puede golpear al dragón con su espada aunque el dragón sea el todo.
Al cristiano -particularmente al cristiano- el mundo (dicho en ese preciso sentido) siempre se le aparece superpuesto al universo.
ver

Esta superposición que nos deja siempre tan perplejos (y que según Chesterton es lo que en el fondo nos empuja a la estupidez de hablar de optimismos y pesimismos), tiene el aspecto de una clara confusión. Y por eso mismo requiere de visión y de distinción:
San Jorge no tuvo que considerar evidentes disparidades o proporciones en la escala de las cosas, sino solamente el secreto de sus finalidades.
No es cuestión de comparar algo malo con algo bueno: eso no tiene ninguna gracia y se compara solo, no necesita de nuestra perplejidad, no importa incluso a qué llamemos bueno o malo. Es cuestión de entrar en el territorio mismo del dragón. Una vez allí entonces, si de comparar se tratara, habría que hacer una extraña comparación: es preciso comparar a una cosa consigo misma. Es ése el territorio mismo de eso que llamamos dragón.

No hay que olvidar que el dragón no crea riquezas. Las codicia, las acapara, las malversa, las mancha con su pestilencia y su malevolencia, las pervierte. No es un creador, mal que le pese: es un ángel custodio, en todo caso.

Por eso mismo, al mundo se lo conoce como se conoce al dragón y a las cosas del dragón: se trata de considerar el secreto de sus finalidades. Todo san Jorge debe considerar no solamente al dragón sino a las cosas según las ve el dragón. Nunca podrá distinguir entre el mundo y el universo sin poder distinguir el secreto de sus finalidades, la razón de ser de cada uno de ambos, y, a la vez, qué hace que el universo se vuelva mundo cuando está custodiado por el dragón.

Dicho de algún modo más o menos poético, pero no tanto, ser cristiano podría decir que consiste en disponerse a liberar al universo del mundo, de liberar al mundo de la custodia del dragón. En ese sentido, la creación misma, toda ella, es la princesa que el tal san Jorge montado en su caballo blanco debe librar. Y con ello librarse a sí mismo del dragón.

Precisamente entonces, todo cristiano tiene al menos la capacidad de considerar aquel secreto de las finalidades de las cosas que dice Chesterton y, en consecuencia, todo cristiano en cuanto tal tiene al menos la capacidad de matar al dragón.

Es más, tiene la necesidad: no hay modo de ser cristiano sin un dragón enfrente (adentro, para empezar...); como, entonces, no hay modo de ser cristiano sin ser un san Jorge, o un san Miguel, en cierto sentido.

Subjetivamente, creo, es quizá bien comprensible que uno dude de llegar a ser san Jorge, y entonces es comprensible que finalmente dude de la existencia de san Jorge. Pero aun dudando de san Jorge, no duda del dragón. Dudará de la conveniencia o necesidad de enfrentarse al dragón. Podrá considerar que no vale tanto la pena la princesa como para arriesgarse en una lanzada mortal al dragón, pensará que es bien inútilmente peligroso cabalgar frentre a un dragón, podrá hasta considerar que el dragón no es tan malo. Pero con todo ello no ha hecho más que poner en duda a san Jorge, si acaso a la doncella. Pero nunca al dragón.

Es decididamente más difícil ser san Jorge.

Y tal vez la razón de esto haya que buscarla en aquella paráfrasis que gustaba citar Borges, celebrando (con sus modos algo tortuosos) al propio Chesterton:
Hay algo más terrible y maravilloso que ser devorado por un dragón; es ser un dragón. Hay algo más extraño que ser un dragón: ser un hombre.