sábado, 3 de febrero de 2024

Subversión e idioteces





Comúnmente, la mayoría cree que, si hay guerrillas, hay subversión. Y es verdad porque cuando aparece una guerrilla, en algún sentido, algo quiere subvertir.

La inversa no necesariamente es válida: no siempre que hay subversión hay guerrilla.

Para la RAE, subvertir es trastornar o alterar algo, especialmente el orden establecido. Sinónimos son: trastornar, alterar, trastocar, perturbar, revolucionar, conmocionar, pervertir. El antónimo es restablecer. Dicen las academias que, como americanismo, en El Salvador aunque poco usado, subversivo vale como guerrillero. En la Argentina, también se han usado ambos términos como sinónimos, y también en este caso ha habido subversión con o sin guerrilla y en bandos opuestos,

Pero si las palabras significan algo realmente, hay que repetir que no siempre que hay subversión hay guerrilla. 

Ha habido a lo largo de la historia subversiones de todo tipo, y algunas con y otras sin guerrillas. La Ilustración, por ejemplo, y su subproducto liberal, por ejemplo, subvirtió todo lo que pudo y, más allá de alterar un orden político establecido, como pide la definición, apuntó a dar vuelta como un guante la entera concepción de toda cosa. Empezando por Dios, claro, y siguiendo por el hombre. Y ya era subversiva la Ilustración mucho antes de que su hija, la revolución francesa, demostrara además que esa subversión movía guerrillas. En la aparente punta opuesta, su primo el marxismo, por ejemplo. Hizo otro tanto con sus teorías tanto como con sus prácticas de gobierno. En muchos países, sus tácticas subversivas conceptuales, y también sus guerrillas, derrotaron algún orden establecido y lo reemplazaron por otro estado de cosas para crear, decían también ellos, un hombre nuevo. Y de ese modo subvertir al hombre, tanto como a la sociedad en que debía vivir. Y abolir a Dios, también ellos.

Pero tiene razón el diccionario. El antónimo de subvertir es restablecer. Siempre y cuando, claro, no quiera subvertir un estado de cosas subversivo para ir a otro igualmente subversivo, porque así no ganamos nada y perdemos mucho. O todo.

Quien desvirtúe, altere, trastoque, revolucione, pervierta lo que realmente es el hombre en todas sus dimensiones y lo que debe ser una sociedad humana, según lo que realmente el hombre es por su origen y destino, subvierte. Y el que subvierte es subversivo. Con guerrilla o sin guerrilla. De derecha, de centro o de izquierda. Progresista, libertario, populista, conservaduro. O lo que quieran.

Es claro que, cuando se asocia subversivo a guerrillero, huele a sangre y a muerte. Y a veces eso tiene tintes épicos, reales o inventados. Y eso impresiona al hombre común más que las ideas porque corre sangre y porque pone las cosas en términos de combate cruento, de cuerpos desmembrados, de muertes que no deben ser, de cárceles inhumanas e injustas, de dolores y penas, de heroísmos y miserabilidades. Cuando la subversión de la que se trate pervierte la naturaleza real del hombre y de la sociedad que integra por naturaleza, la violencia que puede desprenderse de esa subversión es tan perversa como la subversión misma que la ha promovido.

Del mismo modo, cuando se oponen y se enfrentan dos subversiones perversas, si lo hacen de modo cruento, sus violencias son tan perversas como lo que las ha originado. Pero, en cualquier caso, ambos oponentes seguirán siendo subversivos, con o sin guerrilla, aunque se enfrentan para trastornar, cada uno a su turno, un orden perverso.

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Sin embargo, hoy es hoy. Y, en términos de hoy, hay que apuntar un asunto grave: se habla de economía más que de cualquier otra cosa. Y hay subversión en esto también, aunque parezca que no.

El hecho mismo de que el ministerio de economía sea el más importante en un gobierno, es subversivo. 

El hecho de que sean los economistas, y por razones económicas, los que no sólo digan sino que impongan o pretendan imponer mesiánicamente lo que una nación debe hacer –y peor: lo que una nación debe ser–, es subversivo.

El hecho de que sean los economistas, y por razones económicas, los que subordinen por sistema lo más alto a lo más bajo, lo más importante a lo menos importante, lo más noble a lo más vil, y con eso terminen por darle un penoso tono espiritual a una nación, es subversivo.

Aparte el hecho de que ninguno de ellos, ninguno de los economistas (o la casi totalidad de ellos), que cacarean como si fueran rayos del olimpo sus recetas infalibles, de cualquier ideología, ninguno de ellos sería capaz de integrar una guerrilla, ni de encender una cañita voladora. Y sin embargo, repito, son tan subversivos como un guerrillero podría serlo.

No creo, de todas maneras, que esa anomalía que pervierte al hombre para mostrarlo solamente como un Homo œconomicus, sea el fondo mismo de la cuestión y la última finalidad de un sistema social pervertido y pervertidor. Sigo creyendo que el poder es más que el dinero y las riquezas, y que los segundos siempre están en función del primero. Y que la subversión en el poder es la máxima subversión.

Con todo, esta cuestión, esta anomalía perversa, ha herido tanto la fibra vapuleada de nuestra Argentina desde hace tanto tiempo, y se habla con tanta naturalidad y liviandad de economía y de la primacía casi excluyente de la economía (macro o micro, estatista, mixta o de mercado) que, hasta quienes tal vez podrían pensar algo más y algo mejor, ya se han vuelto colaboradores convencidos de la consigna global de que esa subversión de los economistas salvará al mundo. Y a la patria. Porque parece que de veras creen que la salvación del mundo vendrá de la economía. Y de los economistas. Y lo repiten opinólogos, especialistas de panel, falsos gurúes, periodistas, standaperos de las finanzas, alquimistas de la macro y de la micro, diputados, senadores, cuasiministros, ex ministros, pseudoministros, empresarios. Y, al final, lastimosamente, gentes del común, rehenes sufridos de los sumos sacerdotes de las finanzas y la economía.

En mis años jóvenes –cuando en la Argentina había tanto guerrillas subversivas cruentas como subversiones cruentas e incruentas (ya dije que no necesariamente son sinónimos)–, había un nombre para quienes –por atolondramiento, por obediencia partisana, por manada y sin entender una pepa de lo que hablaban– repetían con suficiencia consignas prestadas, en éxtasis como zombis, o como loros. En ese papel miserable y envilecido los ponían los que los seducían hasta violarlos.

Esos eran los idiotas útiles.


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NOTA BENE: Por las dudas haya alguien ofuscado e indignado que crea que estas líneas son frías e insensibles y quiera responder con furia o ironía y se lance a hacer en este punto un discurso sobre la pobreza y la indigencia, sobre los niños con hambre, los padres sin trabajo, la desilusión de los jubilados, sobre la mesa vacía de los argentinos...: pídamelo y yo mismo se lo hago. Me animo a hacer ese discurso, sin robarle una sola línea a la cantidad innumerable de hipócritas que ya lo han hecho cientos de veces. Y sé que puedo hacer ese discurso para cualquiera de los partidos en pugna: los tirios y los troyanos, tanto da. Prometo sazonarlo con la misma dosis de frases lacrimógenas, con el mismo patetismo ficticio, con la misma inclusión canchera y sobradora de parvas de cifras y porcentajes inverificables, de crípticas formulaciones macroeconómicas, y con las mismas consignas huecas sobre el país que nos merecemos, motivando con fervor a elegir un futuro mejor para nuestros hijos. Y cosas así. Me animo, y creo que con todo éxito –si me dejan hacer ese discurso para contestar estas mismas líneas– a sumarme a esa tribu de idiotas útiles, lenguaraces ad honorem (no tanto, amigos, no tanto...) de la opresión de la economía y de los economistas.  

Pero, atención: ese orden inicuo de la primacía de la economía, subversivo y pervertidor, tiene sojuzgado hace siglos al hombre común.

Cualquier cosa que haya que hacer contra ese orden, subversivo y establecido a la vez, debe preservar la vida y la esperanza del hombre.

La verdadera vida del hombre y la verdadera esperanza del hombre.

La verdadera vida del hombre y la verdadera esperanza del hombre, que la economía y los economistas han encerrado en las mazmorras de sus palacios de oro, para torturarlas hasta la desesperación.