domingo, 18 de febrero de 2024

En tierra de duendes


Allí no existe el mar.

Una meseta ensancha el horizonte, como si fuera un mar,
una circunferencia gris,
un roquedal sin nombre ni cercos ni semillas,
un desborde de espacio, 
un dispendio de leguas sigilosas, 
el infinito pálido de matas como peltre,
jamás bruñido.

El corazón se atiene al páramo del todo taciturno: 
sólo habla en el viento, inmenso soliloquio.

Allí todo es la línea 
y se cubre con la campana del cielo, protector y lejano,
que abraza siluetas diminutas que pastan ateridas, 
que corren sin sosiego,
que abrevan soledad entre las soledades.

Todo camino es áspero
y es un surco mudo en medio de la nada, 
única visión de que los hombres andan por el mundo,
la única señal de que allí dejó su huella
alguien que ama y sueña y espera.

La noche allí es un estallido de luces,
límpido el aire frío,
rugiente el aire frío barriendo la meseta,
intemperie de silencio, 
intemperie de estrellas, 
intemperie de ausencias.

Tengo el pie en el camino hacia una tierra de duendes, 
y hacia un río encantado 
que enhebra el valle con el bosque y la piedra;
un beso helado que besa la indiferencia de la montaña,
refrescando sus pies glaciales.

En la distancia, que mido en esperanzas y alegrías que vienen, 
adivino que estás cerca, en tu tierra de duendes, 
y que el agua del río te besa.

Antes de que mis pasos 
se mezclen con la altura que te mira y te guarda.

Antes de que mis ojos se cierren con el sueño exhausto
que sueña el fuego de tu hoguera. Y el reposo.