domingo, 2 de agosto de 2020

Dos minutos de odio (IV y final... final)




Fue el 7 de julio, 2020. La revista estadounidense Harper's creyó oportuno publicar en su edición digital una carta firmada por una cantidad de representantes del mundo mundano, de todo pelo y laya, desde -el infaltable- Noam Chomsky y Francis Fukuyama hasta Wynton Marsalis, Salman Rushdie o Margaret Atwood, entre los casi 150 firmantes, todos procedentes del mundo de los medios o de la educación y dizque la cultura.

El contexto (y pretexto) fue la muerte de George Floyd y la aparición del movimeinto Black Live Matter y las marchas ÿ desmanes consecuentes (que todavía duran), además de la cantidad de actos simbólicos estridentes que se espacieron por el planeta a ese respecto. Actos simbólicos pero no por eso menos operantes. Junto con ese motivo, como quien saca la lata de abajo de la pila, aparecieron otros en cascada que llenaron el pasiaje. Incluso, otras iniciativas anteriores de temas diversos fueron a dar a una nueva modalidad de combate cultural, de la que ya hablaremos.

El tono de la carta de Harper's era más bien el del talante de la modernidad y del progresismo democratista: racionalidad y libre discusión de ideas contra la censura de los fundamentalismos de la corrección política, para decirlo fácil. La palabra que amparaba la iniciativa era, por cierto, democracia. El enemigo al que apuntaban, la cancelación. Enemigo velado en parte en la carta, porque en ella también se postulaba la discusión sobre los derechos vulnerados y la agenda mundana de la nueva moral.

Sin embargo, no faltaron quienes -tarde- le vieron la pata a la sota. Algunos firmantes se arrepintieron y despotricaron cuando notaron que la carta estaba envenenada y finalmente era un artilugio. Ellos, los protestantes, estaban más allá de la propuesta discusión libre de ideas con respeto y tolerancia democráticos: porque -sostienen- al enemigo, ni justicia.

Una de las firmantes de la carta fue la inglesa Joanne Rowling, la de Harry Potter. Ella no se arrepintió de nada.

Ahora bien. Su caso es interesante y ejemplifica. Ya le había pasado en otra ocasión pero, en lo inmediato, venía de un escandalete de tenor parecido, apenas un mes antes. Había hecho una afirmación respecto de la "femineidad" de las mujeres que, como dicen, se autoperciben varones, lo que en ciertos círculos militantes se entendió como una expresión transfóbica y Terf (lo quiere representar, en inglés, que es una feminista radical que excluye a personas denominadas trans). Quiso dar como si dijéramos explicaciones. Inútilmente. Había dicho las palabras indebidas para referirse al asunto y desató el vendaval de los puristas de la ampliación irrestricta de derechos, que en el fondo parecían sancionarla por el uso de un lenguaje difuso y perversamente "antiderechos", en vez del inequívoco y total que debería haber usado en la materia, para aguantar los trapos de la completa y absoluta diversidad.

El propio Harry, Hermione y otros actores de las películas que encarnan personajes de sus libros, la dejaron colgada del pincel. Tembló un poco la compañía que filma sus cosas. Escritores que convivían con ella en la agencia que la representa, se fueron a otras, disconformes con sus dichos. Sus ventas no subieron lo esperado y comenzaron a bajar. En el camino de Potter, en Edimburgo, la baldosa en la que plasmó sus manos apareció manchada con pintura simil sangre y una banderita que representa al colectivo trans. Los trabajadores de la editorial de un libro último que está para salir, se niegan a seguir trabajando en él. Hasta Stephen King la maltrató en Twitter, sumándose a una larga lista de puteadas. Y la tragicomedia de "sanciones" no terminó todavía.

A todo esto, Rowling es feminista declarada y apoya los movimientos y asociaciones LGBT y siguiendo con las letras... Un galimatías, una interna, una grieta. Pero, ¿qué dijo la escritora, que le trae tantos quebrantos? Que solamente las mujeres menstruan. Y que el sexo biológico es la única forma de conocer el sexo de una persona. Alambicada postura que afirma sin negar y niega sin afirmar. A los gritos y con espuma en la boca, le constestaron una estupidez: las mujeres que optan por decirse varones, deben considerarse varones y también tienen su período lunar, esto es, en jerga trans: varones que menstruan.

Mientras tanto, a la carta de Harper's se le sumaron otras repercusiones, está vez en la lengua de Castilla. Los mascarones de proa fueron personajes como Vargas Llosa y Savater y sus definiciones fueron algo más jugadas que el manifiesto algo sinuoso de la revista yanky.

*   *   *

El caso es que este asunto dejó al descubierto un capítulo importante de una batalla cultural al interior de la rebelión. 

Tal vez, algo de algún modo similar a lo que pasó en la España que conoció George Orwell, en la que anarquistas y comunistas se trenzaron a morir (literalmente...), bastante antes de que la República se enfrentara con los nacionales de Francisco Franco, aunque en algún momento esos encontronazos a dos manos fueron simultáneos. O similar a las infinitas guerras de orcos en medio de la revolución francesa entre duros y blandos o semiduros y semiblandos. O las interminables escaramuzas entre las numerosas militancias marxistas en el entero orbe por ver quién se queda con más pelos de la barba del profeta.

En nuestros últimos años, la modernidad casi tuvo más enemigos ad intra que ad extra. Puede parecer curioso, pero es bastante comprensible, al fin y al cabo.

Esta batalla de nuestros días tiene antecedentes, claro. Pero lo notable es la aceleración con la que se han ido trabando en lucha.

La modernidad tradicional (pavada de oxímoron...) disuelve y reformula la naturaleza humana, para empezar, y la naturaleza a secas, al fin de cuentas. También viene erosionando (a veces a los hachazos...) el mundo sobrenatural ya hace algunos siglos, claro que sí. Porque, valga decirlo, ése es, en definitiva, el premio mayor, el sentido último de la rebelión.

Sin embargo, como un líquido en un embudo, todo va a parar al mismo lugar. Es por allí que debe salir lo que ha entrado por la parte opuesta. De habitual, la entrada es ancha y caben en ella muchas cosas diversas que van girando y mezclándose rumbo a la salida. Pero la salida no es ancha y tiene su protocolo, de modo que, no importa qué entre allí y qué se mezcle en el proceso, sólo saldrá lo que el embudo permita.

No es ahora el lugar para el pormenor respecto de las constantes de la modernidad. Sólo importa el apunte somero, y eso para mirar amplificado este último tramo del devenir de la rebelión.

*   *   *

En su propio diccionario, la modernidad mimó términos como razón, racionalidad, ciencia, luz, tolerancia, diálogo, democracia, libertad, igualdad, prosperidad, derechos (humanos), paz, bienestar, humanidad (epicentral, por cierto). Y la lista sigue, pero con eso basta para darse una idea.

Más temprano que tarde, el moderno epónimo advirtió que había una inconsistencia en su decálogo. Aunque pudieran hacer esfuerzos retóricos para juntar en las palabras cosas que no se juntan, en los hechos no ocurría lo mismo. Y así como se acuñó aquello de que la revolución es como Saturno, que devora a sus propios hijos (lo haya dicho Robespierre o algún girondino, tanto da...), la rebelión entendió que sus postulados vivían en tensión permanente y la mayor parte de las veces producían incongruencias insolubles.

Éste de ahora es un epígono de lo que siempre estuvo latente en la rebelión. Y la carta de Harper's y las reacciones de los militantes de la cancel culture, no son más que un emblema de ese epígono.

Pero, un momento: ¿qué es la cancel culture? Dejo el rastreo para el lector ávido. Baste decir que es la vertiente escarpada e inclemente de lo mismo.

Digámoslo así: desde hace unos años, se ha venido consolidando un talante prepotente que se trama con hebras de distintas procedencias.

En términos del discurso político y de la tópica cultural, primero fue la consideración de las minorías. Había que dejar un espacio para ellas. Y debía plasmarse en el plano más alto: una legislación inclusiva. Una cultura incluidora debía ser para todos y todas y las minorías debían tener una parte de la torta. En esa concepción, minorías ya empezaba a ser una boca ancha capaz de tragar toda suerte de "diferencias". Legislar se debía incluyendo un apartado para los pobres, los paralíticos, los negros, los gordos, las pelirrojas, los ciegos, los migrantes, los aborígenes, las mujeres in toto, los musulmanes, los niños, los celíacos. Y así siguiendo, porque cada diferencia por minoritaria que fuere, debía ser atendida. Tímidamente apuntaban los diferentes "morales", divorciados, prostitutas, presos (todavía considerados reos de algún delito). La homosexualidad y los dislates de género tenían sus dificultades de aceptación y fueron las últimas cosas en aparecer en el menú. Todo eso, todavía, se hacía al amparo de la palabra talismán de la modernidad: democracia. De modo que aquel dogmático gobierno de las mayorías se perfeccionaba ahora con la inclusión democrática de las minorías.

Pero pronto comenzó el deslizamiento. Y éste se produjo cuando se invirtió la relación entre minorías y mayorías, reclamando para las primeras no sólo un lugar, sino el lugar preferencial. La argumentación no venía sola, la acompañaba la furia y el rayo. Porque la panacea de la tolerancia democrática tenía que ser puesta bajo el rigor que requerían los derechos que se proclamaban conculcados. La libertad estaba muy bien, pero sin igualdad (y justicia, esto es, el nombre rebelde para reclamar "derechos"), esa libertad se vuelve incluso el nombre mismo de la opresión para los que se considera vulnerables y marginados. Habrá verdadera libertad cuando haya absoluta igualdad. Pero para que haya igualdad, los que han sido oprimidos tienen que hacer valer sus derechos a como dé lugar y arrebatar a los privilegiados el primer privilegio: dictar la ley. Claro que, cuando eso sea así, ya no habrá igualdad. Pero ya no importará porque la igualdad, en ese caso, será un postulado obligatorio. Se impondrá por el rigor y la impondrán unos que no serán iguales a los que deben ser iguales por decreto. Y quien no acepte esos términos, será cancelado.

Es difuso el origen de esta cultura de la cancelación, y con el correr del tiempo ha tomado nombres diversos, pero digamos a grandes trazos que es una secuela de la inconsistencia de concepción para asuntos como la libertad y la igualdad.

La cuestión parece esparcirse a través de las redes virtuales, preferentemente, y en el mundo extendido de los personajes públicos. Pero no es verdad que sólo sea así. Es verdad que todavía es un aire y un espíritu sulfuroso que va llenando todo ámbito difundiéndose como un viento, aunque produciendo hechos y acciones bien tangibles y visibles. Dañando famas, ridiculizando ideas, estigmatizando con ferocidad.

Pero ya está en distintos rubros y se manifiesta de diversas maneras, todas similares. La substancia del asunto es arrinconar ideas y acciones que se estimen despreciables (y a las personas que las sostienen) para desterrarlas o categorizarlas de modo absolutamente negativo hasta volverlas inoperantes e inexistentes. La burla, la ironía, el insulto, el escrache, son apenas algunas de las armas en esta táctica. La mentira ayuda, la caricatura y el estereotipo, también. La agresividad, siempre. Y eso precisamente perturba el democratismo de los modernos racionales que se quejan insólitamente de la tiranía de lo políticamente correcto y del pensamiento único. 

Mientras tanto, son legión los "arrepentidos" (y van en aumento) que no quieren verse vapuleados por los dos minutos de odio social que les propinarán por sus fechorías pasadas. Y no importa cuán pasadas. Ejemplo tonto: correr a retirar "Gone with the wind" por un tiempo y volver a reponerla ahora con un cartel en el que se advierta y se censure la forma en que se presenta la esclavitud en la película, es un caso apenas y vale lo mismo. De eso se trata. Los cómicos deben pasar por la oficina de arrepentimientos y jurar que no volverán a hacer los chistes que hacían, Así como se pide perdón por mostrar estereotipos familiares naturales, o se asigna en los productos del espectáculo masivo una cuota (se la llama así en la industria de Hollywood) para negros, orientales, étnicos en general, homosexuales o cualquiera que sea considerado una minoría avasallada por la historia, venga a cuento esa presencia o resulte extravagante. Y hay más. Ese terror al odio social promovido y a la cancelación llega hasta el pedido de perdón -en grados y modos diversos- por la Evangelización.

Suele citarse como una broma macabra la Ley constitucional contra el odio, por la convivencia pacífica y la tolerancia, sancionada en la Venezuela bolivariana, en 2017, que establece penas de hasta 20 años de prisión para quien odie y promueva el odio, en resumidas cuentas. Pero ya dije, en otra parte de esta serie, que la táctica es endilgarle al otro el odio, la intolerancia, el ser "antiderechos". Esa ley es un producto de la cultura de la cancelación.

Debajo de muchos nombres se empolla el huevo de la cancelación como instrumento de vasallaje y avasallamiento y la promoción del odio que amedrente: populismos, multiculturalismos, garantismos, feminismos, globalismos. Todos ellos comparten el recurrir a esta táctica retórica.

Quien crea que es una cuestión de jugadores de fútbol que se arrodillan en homenaje a George Floyd y en protesta por una sociedad anquilosada y perversa que oprime a los diferentes, un gesto que supone además mirar mal al que no lo hace, se equivoca de medio a medio.

El impulso cancelatorio no se limita a pequeñas parcelas del submundo de miríadas de influencers de toda laya. Allí es donde hace más ruido. Pero su verdadera importancia está en ámbitos más duros: la política, la ciencia, la educación, la historia, las artes y la cultura en general, la propia moral, el derecho y, finalmente, claro, la religión y, particularmente, la religión católica.

Con esta herramienta se logran fenómenos potentes en la opinión común. El feminismo logra (y pretende, debo decir...), más que derechos para las mujeres, cancelar al varón. Lo negro logra cancelar a lo blanco. El homosexual y sus variantes, cancelar al heterosexual. El género cancela al sexo. El migrante al nacional. El ateo o el escéptico o el agnóstico al creyente. Y así.

De este modo, por ejemplo, un varón blanco heterosexual amante de su nación y su historia y además creyente, corre serios riesgos y está, por definición, cancelado, de lo cual se va a enterar en cualquier momento. Y más si aduce que cualquiera de esas notas son de suyo buenas en sí y que no cargan con ninguna culpa. Anatema sit, para la cancelación.

Entre otras cosas raigales, también hay anatema para la familia natural (y para lo natural...), también para la maternidad natural. Para un ama de casa que ame su papel en el hogar, como para la filiación natural, o la autoridad legítima y lícita.

Pero, en particular, y como ya he dicho en otra parte, la pretensión de cancelación del patriarcado (el plato fuerte) tiene en último término y como finalidad, enfrentarse a un adversario mayor que no es de este mundo.

Todo esto está en ebullición en nuestros días y la batalla entre el manifiesto de Harper's y los canceladores es una prueba de que los bandos no se han sacado ventajas definitivas.

Pero, ¿entienden los firmantes de la carta de Harper's -hombres y mujeres de la intelligentzia- que su pretensión de libre discusión y sin censuras, es la raíz de aquello de lo que se quejan? ¿Serán capaces de advertir -y de admitir- que sus ideas libertarias y tolerantes han engendrado hijos que pretenden devorarlos también a ellos?

¿Podrán reconocer en su propio germen rebelde la floración de esas otras rebeliones más violentas y agresivas que ahora los preocupa y los asusta?

Una advertencia que hago a desgano por lo obvia. En los comentarios de los últimos años sobre varios de estos fenómenos, suele atribuirse a la izquierda más agresiva la táctica de la cancelación, como parte de una estrategia mayor de dominación y de imposición de un pensamiento único y prepotente. Suelen ser los mismos que creen que el liberalismo, los conservadurismos in genere, el capitalismo, y cosas similares, son mejores que la izquierda. Casi exclusivamente porque no son la izquierda.

Permítame, mi estimado, que dude de que eso sea así.

Para las corrientes de izquierda dura, sin duda, la cancelación es un método afín. Les gustan las cosas brutales.Y creen, más bien, aquello de que autoridad que no abusa, pierde prestigio.

Pero lo que creo que estamos viendo es la versión desprolija de un estado de cosas que se pretende más "ordenado" y definitivo, en el que la cancelación sea un acto de amor. Y eso no es patrimonio de la izquierda, ni dura ni blanda. Es patrimonio de la rebelión de la modernidad. Y -por nombrarlos en términos de nuestros días- los neoliberales resultan tan rebeldes en el mismo sentido, como lo es la izquierda. Ambos creen que sus atropellos son actos de amor a la humanidad.

Y lo digo así, aplicando las ironías de George Orwell. El protagonista de su novela Winston Smith, así como su amada Julia, terminan la historia cancelados en la Habitación 101 del Ministerio del Amor (que es donde se tortura a los remisos y traidores) y eso por haberse rebelado contra el partido, custodio del bienestar de todos y todas...

Todavía, todo eso que es en varios sentidos una realidad y que ya opera y es tan agresivo como edulcorado, según quienes lo pongan por obra, todo eso que ya se va transformando en leyes y mandatos sociales y en prácticas y opiniones comunes y en un pervertido sentido común de muchos, todavía, digo, y por extendido y arraigado que esté, todo eso es como si dijera informal.

Los dos minutos de odio, establecidos y obligatorios, no son la práctica universal. Lo que esos dos minutos de odio significa todavía es desprolijo. Todavía hay una batalla en curso y es principalmente la propia modernidad (la racional de izquierda y la racional del otro lado) la que se encabrita y censura a los censuradores, que parecen una avanzada de algo que, emprolijado, tiene aspecto de volverse ley universal en cualquier momento.

Pero, aunque pueda parecer que una porción de la rebelión moderna se resiste a que se establezcan esos dos minutos de odio formalmente (la cultura de cancelación por ahora resulta apenas un ensayo, por brutal y estridente que resulte), y aunque chillen y pataleen contra los orcos más babeantes de la cancelación, es a la vez improbable que admitan que la harina con la que se amasa esa hogaza del pan amargo del odio, ya ha sido molida. Y lo fue determinadamente durante los últimos quinientos años. Y son las capillas de esa religión rebelde, que es lo que en substancia es la modernidad, los molinos donde se ha ido produciendo la molienda.

Chesterton, entre otros, en su Autobiografía y poco antes de morir, había advertido con agudeza acerca de la raíz de la modernidad. En el capítulo La sombra de la espada, cuenta con detalle un episodio en apariencia anodino. Su propuesta para erigir, en un sitio central del pequeño Beaconsfield, una Cruz en homenaje a los caídos en combate y que hubieran sido hijos de esa comarca. Infinitas reuniones y propuestas absurdas de toda clase de iniciativas que, en el homenaje que nadie rechazaba, subsituyeran a la Cruz, por el hecho de ser una Cruz. Pocas estridencias, más o o menos buenos modales y buen tono, argumentos especiosos y de conveniencia. Sí. Pero, la verdadera violencia era el subterfugio y las sinuosidades que escondían el odio a la Cruz, porque era una Cruz. De allí es una sentencia de Chesterton que se ha hecho característica: "La primera nota característica sobresaliente de la nota moderna, es un cierto efecto de tolerancia que se manifiesta por la timidez. La libertad religiosa podría significar que todo el mundo es libre de discutir acerca de la religión. En la práctica, significa que casi nadie tiene permiso para mencionarla."

Tal vez, en el curso de nuestra vida, veamos establecerse ut sic esa práctica de los dos minutos de odio. Y seguramente, de ocurrir, ante nuestros ojos pasarán disciplinada y formalmente decenas o cientos de objetos que hayan sido calificados como odiables.

Si eso pasa (si eso ya hace tiempo que empezó a pasar...) lo que queda esperar, al menos, es poder distinguir, poder reconocer la verdadera cara que está detrás de cada uno de esos objetos, elegidos tal vez arbitrariamente, pero con la intención de disciplinar el odio de la sociedad a la única cosa que al poder inicuo le resultará odiable en último término verdaderamente.

Y entonces, más allá de lo que cada quien crea que haría si se enfrentara a esa cuestión sin poder eludirla, allí veremos realmente cuántos pares son tres botas. Y que el buen Dios nos asista.



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Dos notas.

Por una parte, la ilustración de esta entrada campea por distintas publicaciones, desde centones feministas contra la opresión del patriarcado a grupos de opinión antibolivarianos. Ambos se atribuyen el amor y la lucha por los derechos y le atribuyen al opuesto el odio y ser antiderechos.

Por otra parte, quedó larga esta última parte, así que no hay problema en que copie aquí los dos manifiestos a los que aludí, para quien los quiera leer.


La carta de Harper's

Una carta sobre justicia y debate abierto

(https://harpers.org/a-letter-on-justice-and-open-debate/)
 
7 de julio de 2020

La siguiente carta aparecerá en la sección de Cartas del número de octubre de la revista. Agradecemos las respuestas a letters@harpers.org

Nuestras instituciones culturales se enfrentan a un momento de prueba. Las poderosas protestas por la justicia racial y social están llevando a demandas atrasadas de reforma policial, junto con llamamientos más amplios para una mayor igualdad e inclusión en nuestra sociedad, especialmente en educación superior, periodismo, filantropía y artes. Pero este ajuste de cuentas necesario también ha intensificado un nuevo conjunto de actitudes morales y compromisos políticos que tienden a debilitar nuestras normas de debate abierto y la tolerancia de las diferencias a favor de la conformidad ideológica. Mientras aplaudimos el primer desarrollo, también levantamos nuestras voces contra el segundo. Las fuerzas del iliberalismo están ganando fuerza en todo el mundo y tienen un poderoso aliado en Donald Trump, que representa una amenaza real para la democracia. Pero no se debe permitir que la resistencia se endurezca en su propio tipo de dogma o coerción, que los demagogos de derecha ya están explotando. La inclusión democrática que queremos se puede lograr solo si hablamos en contra del clima intolerante que se ha establecido en todos los lados.

El libre intercambio de información e ideas, el alma de una sociedad liberal, se está volviendo cada vez más restringido. Si bien hemos llegado a esperar esto en la derecha radical, la censura también se está extendiendo más ampliamente en nuestra cultura: una intolerancia de puntos de vista opuestos, una moda para la vergüenza pública y el ostracismo, y la tendencia a disolver cuestiones políticas complejas en una ceguera moral cegadora. Mantenemos el valor de la contra-voz robusta e incluso cáustica de todos los sectores. Pero ahora es demasiado común escuchar llamados a represalias rápidas y severas en respuesta a las transgresiones percibidas del habla y el pensamiento. Más preocupante aún, los líderes institucionales, en un espíritu de control de daños en pánico, están aplicando castigos apresurados y desproporcionados en lugar de reformas consideradas. Los editores son despedidos por dirigir piezas controvertidas; los libros son retirados por presunta falta de autenticidad; los periodistas tienen prohibido escribir sobre ciertos temas; los profesores son investigados por citar trabajos de literatura en clase; un investigador es despedido por distribuir un estudio académico revisado por pares; y los jefes de las organizaciones son expulsados por lo que a veces son simples errores torpes. Ya estamos pagando el precio con mayor aversión al riesgo entre escritores, artistas y periodistas que temen por su sustento si se apartan del consenso, o incluso carecen de suficiente celo en el acuerdo.

Esta atmósfera sofocante dañará en última instancia las causas más vitales de nuestro tiempo. La restricción del debate, ya sea por parte de un gobierno represivo o una sociedad intolerante, perjudica invariablemente a quienes carecen de poder y hace que todos sean menos capaces de participar democráticamente. La forma de derrotar las malas ideas es mediante la exposición, la discusión y la persuasión, no tratando de silenciarlas o desearlas. Rechazamos cualquier elección falsa entre justicia y libertad, que no puede existir la una sin la otra. Como escritores, necesitamos una cultura que nos deje espacio para la experimentación, la toma de riesgos e incluso los errores. Necesitamos preservar la posibilidad de desacuerdos de buena fe sin consecuencias profesionales nefastas. Si no defendemos exactamente de lo que depende nuestro trabajo, no deberíamos esperar que el público o el estado lo defiendan por nosotros.

(Las firmas no las copio aquí, puede verlas el que quiera en la dirección que parece a la cabeza. tampoco las firmas de la adhesión de hispanohablantes.)


La adhesión de Vargas Llosa, Savater, et al.


Somos de la opinión que la carta remitida a HARPER’S por escritores e intelectuales de diversas procedencias y tendencias políticas, dentro de una corriente liberal, progresista y democrática, contiene un mensaje importante.

Queremos dejar claro que nos sumamos a los movimientos que luchan no solo en Estados Unidos sino globalmente contra lacras de la sociedad como son el sexismo, el racismo o el menosprecio al inmigrante, pero manifestamos asimismo nuestra preocupación por el uso perverso de causas justas para estigmatizar a personas que no son sexistas o xenófobas o, más en general, para introducir la censura, la cancelación y el rechazo del pensamiento libre, independiente, y ajeno a una corrección política intransigente. Desafortunadamente, en la última década hemos asistido a la irrupción de unas corrientes ideológicas, supuestamente progresistas, que se caracterizan por una radicalidad, y que apela a tales causas para justificar actitudes y comportamientos que consideramos inaceptables.

Así, lamentamos que se hayan producido represalias en los medios de comunicación contra intelectuales y periodistas que han criticado los abusos oportunistas del #MeToo o del antiesclavismo new age; represalias que se han hecho también patentes en nuestro país mediante maniobras discretas o ruidosas de ostracismo y olvido contra pensadores libres tildados injustamente de machistas o racistas y maltratados en los medios, cuando no linchados en las redes. De todo ello (despidos, cancelación de congresos, boicot a profesionales) tienen especial responsabilidad líderes empresariales, representantes institucionales, editores y responsables de redacción, temerosos de la repercusión negativa que para ellos pudieran tener las opiniones discrepantes con los planteamientos hegemónicos en ciertos sectores.

La conformidad ideológica que trata de imponer la nueva radicalidad –que tanto parecido tiene con la censura supersticiosa o de la extrema derecha- tiene un fundamento antidemocrático e implica una actitud de supremacismo moral que creemos inapropiada y contraria a los postulados de cualquier ideología que se reclame “de la justicia y del progreso”.

Por si fuera poco, la intransigencia y el dogmatismo que se han ido abriendo paso entre cierta izquierda, no harán más que reforzar las posiciones políticas conservadoras y nacionalpopulistas y, como un bumerán, se volverán contra los cambios que muchos juzgamos inaplazables para lograr una convivencia más justa y amable.

Desde estas líneas recabamos el apoyo de quienes comparten la preocupación por la censura que se ejerce sobre el debate acerca de determinadas cuestiones que quedan convertidas en nuevos tabúes ideológicos, que se suponen intocables e indiscutibles.

La cultura libre no es perjudicial para los grupos sociales desfavorecidos: al contrario, creemos que la cultura es emancipadora y la censura, por bienintencionada que quiera presentarse, contraproducente. Tal como opinan los firmantes del manifiesto Harper’s, “la superación de las malas ideas se consigue mediante el debate abierto, la argumentación y la persuasión y no silenciándolas o repudiándolas”.