jueves, 15 de septiembre de 2005

Más del domingo a la tarde

La busqué y la encontré. Porque me acordé de una nota que apareció unos diez años atrás en una revista local que tuvo sus quince minutos de fama. Y veo ahora que en las ideas sobre la depresión del domingo, y eso mismo en el campo y en la ciudad, me repito. Por suerte.

Pero veo también cómo han cambiado las cosas en mi pueblo en estos años, porque, si no me equivoco mucho, ya es cada vez más ciudad que campo en lo que a ese asunto se refiere. Lástima.
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Octavo Día

Hay una experiencia que muchos dicen haber tenido. La llaman la depresión del domingo a la tarde. Acabo de oír a un escritor explicar por la radio que un poeta sirve para paliar esa depresión. Que leyendo poesía a esa hora, ese día, uno recupera el tono vital, se repone de la angustia que le provoca la semana que comienza.

Un día como de aburrimiento, una tarde como de hastío, de insatisfacción.

Pero, para muchos, el domingo es también -como lo dice la etimología de su nombre- "el día del Señor". Y la misa del domingo es el centro de ese día. He visto que a muchos les pasa compartir ambas situaciones. La tarde del día que consideran "el día del Señor" les resulta hastiante, vacía, desesperante.

Los días de la semana son siete, como creemos; en esos días Dios -según el relato del Génesis- creó todas las cosas, ángeles y hombres incluidos, y esa creación duró seis días, de 24 horas o de mil años, tanto da. El séptimo, descansó. Pero el séptimo día es el sábado, según la misma tradición que dice que Dios creó al mundo en seis días.

También para nosotros el primer día es el domingo y el séptimo es el sábado.

Pero nuestro día para la celebración, para la fiesta, para el descanso no es el sábado y sí el domingo. Nuestro Dies Domini. El "octavo día".

Esto significa, según algunos, que entendemos que todo comienza y termina en domingo, todo empieza y termina en Dios. Es el día de la Resurrección. Y nadie debería entristecerse ese día.

Es probable, casi cierto, que la depresión del domingo por la tarde sea un mal de ciudad. Un mal de cemento, un mal de vacío, un mal de media luz sobre un asfalto siempre ruidoso, que de pronto toma la forma de un silencio de piedra, un silencio que pide bullicio, fiebre, actividad, gente. Y que lo único que da y muestra a esa hora serena del atardecer, del atardecer de un día para no hacer nada útil, es ansiedad.

A muchos la caída del sol en el campo, en esa especie de suspenso vespertino, les produce melancolía. No pocos, sin motivo aparente, se largan a llorar. La inmensidad del llano, la bruma o la limpidez de una tarde cualquiera les hace vibrar quién sabe qué en el corazón. Y les viene una nostalgia de no saben qué y una ansiedad extraña que no parece tener consuelo. Y que se va con la mañana. En el campo, no hace falta que sea domingo. Es simplemente la tarde, cualquier tarde.

Mi pueblo, como la figura de Jano, tiene dos caras. Aspectos y hábitos de ciudad, aunque no de megápolis; y aspecto y hábitos de campo, aunque no de campo afuera, por cierto. Sin embargo, ya están pujando, ya están en lucha. En lo que ambas formas de ser tienen de irreductibles, mi pueblo sufre el tironeo de su aspecto de ciudad y de sus hábitos suburbanos, casi campesinos.

Todavía, personalmente -pero sé de otros- no veo que la depresión del domingo a la tarde haya echado raíces entre nosotros. Más allá de lo que digan las normas urbanas municipales, es probable que todavía no seamos una ciudad, en el nefasto contrasentido y en la paradoja enfermiza de sufrir la depresión de un día de fiesta, y sufrir porque es un día de fiesta. Cuando se instale entre nosotros la depresión del domingo a la tarde, ya seremos una ciudad.

Dios, el que resucitó un domingo, no lo permita.