Tal vez haya que ser de por acá, de estas tierras, para entender una parte de esta canción.
Y tal vez la parte que hay que entender mejor, es la más típica de un atardecer de domingo para un peón de campo en Entre Ríos.
Parecería que la universalidad debería venirle de otra parte: esa cuestión de la depresión del domingo a la tarde que tanta literatura ha dado.
No digo que no exista, de hecho no son puras imaginaciones.
Personalmente, por ejemplo, no puedo soportar la tarde-noche en la ciudad, de cualquier día, y de los fines de semana, menos todavía.
Se me hace de una tristeza y de un abandono penoso, de un vacío triste. De puro tedio, disimulado, tal vez, a veces. Y muchas veces ni siquiera.
Pero en la ciudad es una cosa y en el campo es otra muy distinta. Porque, en cierto sentido, todas las tardes del campo son tardes de domingo.
No hay melancolía igual a la del atardecer en el campo. Y, sin embargo, creo que siquiera el canto de un pájaro, un rumor, un silencio, una luz quieta, una sombra de árbol recortada en el cielo, son motivos de una felicidad que duele (como todas las verdaderas felicidades, me parece...)
Tal vez por eso, porque duele y es feliz, haya tantas gentes que le teman al atardecer campero.
En esta misma canción, me parece, (y con la milonga cantada y la guitarra de Suma Paz, que es quien la está cantando mientras escribo) hay tanta queja como celebración.