miércoles, 26 de julio de 2006

Jardín de piedras

Es la Fiesta de san Joaquín y de santa Ana, los padres de la Virgen María.

(Y el santo de Ana, claro.)

La lectura del evangelio de san Mateo de la fiesta de hoy dice algo que bien podría valer:
¡Pero dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen!

Pues os aseguro que muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron.

La gente decía hoy que nadie recuerda algo así: 'la ira de Dios', decían; 'es el fin del mundo', decían.

Y parece verdad: 50 milímetros de granizo, es bastante granizo. Y el viento arrachado o atormentado en muchas partes y la lluvia después, tempestuosa, furiosa.

Nadie vio. Nadie oyó.

Es que hay que ver qué está viendo y oyendo uno cuando ve y oye 50 milímetros de granizo en 5 minutos y viento y lluvia y miles y miles de hojas y ramas volando por el aire, arrancadas a mordiscos de granizo...

Qué es eso.

Pues, por lo pronto, es una tormenta de granizo.

Enorme, inusitada, feroz. Con la ferocidad -y la magnificencia- de las nevadas en los Andes y los tsunami y los calorones más arriba del Ecuador. Y así.

En el silencio de Dios, en la tierra arrasada del hombre y anhelante de Dios, allí está sonando todavía lo que se le dice al corazón de dos silenciosos y piadosos, lo que se dice en ocasión de ellos en la liturgia de hoy:
dichosos vuestros ojos, porque ven, y vuestros oídos, porque oyen

muchos profetas y justos desearon ver lo que vosotros veis, pero no lo vieron, y oír lo que vosotros oís, pero no lo oyeron
Y en ellos y con ellos, a todos los que anhelan y esperan.

Aunque no caiga ni una sola piedra del cielo. Aunque no necesiten olas y tormentas, ni fuego ni frío: anhelan y esperan. Siempre. Y es bueno.

Caminaba de vuelta a casa desde la estación, por una tierra arrasada de hombres y de piedras.

El granizo se apilaba todavía una hora después. Hojas y ramas como ropas y papeles cubrían las calles, como si todo el mundo hubiera salido corriendo de sus casas y sus pertenencias se hubieran quedado detrás, por todas partes. Una tierra devastada.

El frío de las 'piedras' y el calor de la tierra y del aire, hicieron levantar una niebla densa y blanca inmediatamente después. Sirenas de ambulancias, patrulleros, bomberos. Gente a las puertas, agua en las calles, en los techos, en las casas. Caras de sorpresa. Y temor. La oscuridad.

Mientras caminaba sentí cómo la granizada había desgajado los aromas de decenas de plantas que se mezclaban en el aire y hacían una escena de otro escenario. Era una tormenta de perfumes y de frescuras: ácidas, dulces, maderosas unas, verdes otras. Como si caminara por un jardín furioso de aromas. Ni ojo vio, ni oído oyó. Pero tampoco nadie olió quizá una fiesta de aromas semejante.

Aromas para la fiesta de los que anhelan y esperan como Joaquín y Ana, y lo que Joaquín y Ana, pienso ahora.