jueves, 18 de octubre de 2018

¿Cualquier cosa?


¿Se puede hacer poesía de cualquier cosa? ¿Con cualquier cosa?

Es un asunto nada fácil. El romanticismo confinó la poesía más bien al amor, la muerte y la libertad.

Antes y después del romanticismo la pluma es más libre. Por cierto, no es solamente escribir en verso. Tampoco es cuestión de sacar asuntos de la nada (o de la galera...)

Pero también es verdad que, en último término, los hombres no tenemos muchos temas y aunque se hable de asuntos varios, la intención puede reducirse al final a unos pocos tópicos. También hay que decir algo obvio: aunque puede haber un número innúmero de objetos sobre los que posar la mirada, no son demasiados los que van a dar al verso.

¿Eso significa que no se puede hacer poesía de cualquier cosa? Allí está la cuestión, precisamente.

¿Por dónde empezar a ver qué se ve? Por cualquier parte.

Entonces, Lugones.

Anoto estos ejemplos. No son todos los que pueden espigarse en la lírica del maestro. Pero sirven para empezar a repasar el asunto. Lo que habría que ver aquí es con qué elementos pinta sus cuadros, de qué objetos se vale para decir lo que quiere decir.


Segundo violín

La luna te desampara
y hunde en el confín remoto
su punto de huevo roto
que vierte en el mar su clara.

Medianoche van a dar,
y al gemido de la ola
te angustias, trémula y sola,
entre mi alma y el mar.


El éxtasis

Dormía la arboleda; las ventanas
llenábanse de luz como pupilas;
las sendas grises se tornaban lilas;
cuajábanse la luz en densas granas.

La estrella que conoce por hermanas
desde el cielo tus lágrimas tranquilas,
brotó, evocando al son de las esquilas,
el rústico Belén de las aldeanas.

Mientras en las espumas del torrente
deshojaba tu amor sus primaveras
de muselina, relevó el ambiente

la armoniosa amplitud de tus caderas,
y una vaca mugió sonoramente
allá, por las sonámbulas praderas.


Claro fue nuestro amor

Claro fue nuestro amor; y al fresco halago
plenilunar, con música indecisa,
el arco vagaroso de la brisa
trémulas cuerdas despertó en el lago.

En la evidencia de sin par fortuna,
dieron senda de luz a mis afanes
tus ojos de pasión, ojos sultanes,
ojos que amaban húmedos de luna.

Con dorado de joya nunca vista,
tu mirada agravaba su desmayo.
y removía su ascua en aquel rayo
la inquietud de león de mi conquista.


La cachila

Un gemidito titila.
Por el aire, donde en vilo,
como colgada de un hilo
va subiendo la cachila.

Allá cerca ha hecho su nido,
de la huella que en el barro
deja la mula del carro
al pasar cuando ha llovido.

Y así el pajarillo blando,
entre el riesgo y el estruendo,
vive volando y gimiendo,
muere gimiendo y volando.
Y he aquí un poema largo y substancioso que ahorra otros ejemplos. Tan substancioso que hasta tiene tintes narrativos, parece un cuento; y también algo de drama, resulta una escena tensa, con todo y sus diálogos.

Luna de los amores

Desde que el horizonte suburbano,
el plenilunio crepuscular destella,
en el desierto comedor, un lejano
reflejo, que apenas insinúa su huella.
Hay una mesa grande y un anaquel mediano.
Un viejo reloj de espíritu luterano.
Una gota de luna en una botella.
Y sobre el ébano sonoro del piano,
resalta una clara doncella.

Arrojando al hastío de las cosas iguales
su palabra bisílaba y abstrusa,
en lento brillo el péndulo, como una larga fusa,
anota el silencio con tiempos inmemoriales.

El piano está mudo, con una tecla hundida
bajo un dedo inerte. El encerado nuevo
huele a droga desvanecida.
La joven está pensando en la vida.
Por allá dentro, la criada bate un huevo.

Llena ahora de luna y de discreta
poesía, dijérase que esa joven brilla
en su corola de Cambray, fina y sencilla,
como la flor del peral. ¡Pobre Énriqueta!

La familia, en el otro aposento,
manifiéstame, en tanto, una alarma furtiva.
Por el tenaz aislamiento
de esa primogénita delgada y pensativa.
«No Prueba bocado. Antes le gustaba el jamón.»
«Reza mucho y se cree un cero a la izquierda. »
«A veces siente una puntada en el pulmón.»
—Algún amor, quizá, murmura mi cuerda
opinión...

En la oscuridad, a tientas halla
mi caricia habitual la cabeza del nene...
Hay una pausa.
«Pero si aquí nadie viene
fuera de usted», dice la madre. El padre calla.
El aire huele a fresa; de no sé qué espesuras
viene, ya anacrónico, el gorjeo de un mirlo
clarificado por silvestres ternuras.
La niña sigue inmóvil, y ¿por qué no decirlo?
mi corazón se preña de lágrimas obscuras.

No; es inútil que alimente un dulce engaño;
pues cuando la regaño
por su lección de inglés, o cuando llévola
al piano con mano benévola,
su dócil sonrisa nada tiene de extraño.

«Mamá, ¿qué toco?», dice con su voz más llana;
«Forget me not?...». y lejos de toda idea injusta:
buenamente añade: «Al señor Lugones le gusta.»
Y me mira de frente delante de su hermana.

Sin idea alguna
de lo que pueda causar aquella congoja
—en cuya languidez parece que se deshoja—
decidimos que tenga mal de luna.
La hermana, una limpia, joven de batista,
nos refiere una cosa que le ha dicho.
A veces querría ser, por capricho,
la larga damisela de un cartel modernista
eso es todo lo que ella sabe; pero eso
es poca cosa
para un diagnóstico sentimental. ¡Escabrosa
cuestión la de estas almas en trance de beso!
Pues el «mal de luna», como dije más arriba,
no es sino el dolor de amar, sin ser amada.
Lo indefinible: una Inmaculada
Concepción, de la pena más cruel que se conciba.

La luna, abollada
como el fondo de una cacerola
enlozada.
Visiblemente turba a la joven sola.
Al hechizo pálido que le insufla,
lentamente gira el giratorio banco;
y mientras el virginal ruedo blanco
se crispa sobre el moño rosa de la pantufla.
Rodeando la rodilla con sus manos, unidas
como dos palomas en un beso embebecidas,
con actitud que consagra
un ideal quizá algo fotográfico,
la joven tiende su cuello seráfico
en un noble arcaísmo de Tanagra.

Conozco esa mirada que ahora
remonta al ensueño mis humanas miserias.
Es la de algunas veladas dulces y serias
en que un grato silencio de amistad nos mejora.
Una pura mirada,
suspensa de hito en hito.
Entre su costura inacabada
y el infinito...