jueves, 4 de octubre de 2018

Silencio y Patrias


En unos papeles de archivo, cercanos a los de El Druida, pero que no estaban destinados a la revista, había otros versos que habrían naufragado de no rescatarlos ahora.

De varia temática, había entre ellos unos Sonetos a las Patrias, compuestos en febrero de 2006, según dice el original. Leyéndolos ahora, les veo un aire quevediano que es el apropiado, y más lo es pasado el tiempo.

Hay otro texto, El silencio, fechado el 25 de marzo de 2001.

El Silencio

Me bastaba el silencio.

No me hablaban de nada
ni el cielo ni la tierra.
No me decían nada el viento ni esas voces
sin aire, sin consuelo, sin sonido.

Eras silencio puro.
Eras apenas el silbido quieto de la noche,
la voz del centinela en un susurro,
el secreto a la vera de una cama
de un moribundo lúcido, de un niño que dormita.

Eras como la voz de los enamorados.

Y yo dejaba todo:
el espacio sin luz de cada día,
la sonrisa indulgente de los viejos
y a la madre que acuna sin descanso.

Todo lo di por ti.
Todo se hacía sombra y humo y nada,
Nada más para verte, para oírte.

Pero nunca llegaba ese momento...

Me bastaba el silencio.

Y por allí iba sin duelo andando paso a paso,
de puerta en puerta sin dolor ni lágrimas.
Y de pie me quedaba en los teatros,
o caminaba incesante cada misa,
o era el único que estaba de rodillas
en el veloz tumulto de las marchas.

Nada más que esperando descubrirte.

Cuando el sol se cubría,
la mirada buscaba en rumorosas
bandadas de pequeños colegiales.

Era el minuto mágico, la tarde.
O era un poco más tarde que la tarde,
la noche.

Me escabullía rondando las veredas,
(tenía unos disfraces de película:
polícía, mecánico, bombero,
vendedor de maní que no ha vendido nada,
o jardinero viejo de parques y jardines fantasmales...).

Y me subía a los árboles copudos;
disfrazado de guarda recorría
los pasillos sin voces de los trenes
que vuelven del trabajo
sin la ilusión y el perfume mañanero.

Y un día, entre la niebla,
entre cantos ahogados de zorzales,
mientras el agua de la lluvia hacía
un hoyo en la caída, desde el techo;
justo entre flores que yo había plantado
guardando la memoria en homenaje.

Un día sin color,
sin sabor más que el aire de la tierra mojada,
sin opacos ni grises, ni colores,
apareció tu nombre que yo había olvidado.

Quizá mirando un verde de hierba remozada,
quizá la bicicleta rodado dieciséis
que se oxida en el borde del jardín con el patio,
quizá por una hamaca con las sogas resecas,
quizá por esa hoja que se cayó a destiempo,
quizás el guardapolvo a cuadros, la mochila;
o el canto de una hembra de jilguero que ansiosa
no entiende por qué falta un pichón en su nido.

Quizá porque quizá no te he olvidado nunca.

Hasta allí me decía que bastaba el silencio.

Hasta que con salitre se imprimió entre los labios
la dicción diminuta de tu nombre
dicho en un solo soplo de la voz.

Y entonces desde entonces,
desde que puedo hablar sin pronunciarte
de las cosas más viejas de este mundo,
de las más nuevas cosas, sin moverme
del lugar en que estoy, erguido o muerto;
desde entonces me veo en silencio y tan solo,
que ni tu sombra busco,
ni alguna otra veo opacarse en la tierra.

Y siento esa nostalgia que es dulce y que no mata,
que me abruma de un modo que nunca conociste.

Y todo porque a mí hasta entonces, te juro,
hasta que todo el mundo estalló con tu nombre,
el silencio del mundo y de todo, en tu ausencia,
para mí era bastante.



Sonetos a las Patrias

Bella Vista

Eras un árbol y la grama fresca
y la sombra de tejas y agua pura
y un sol sobre la tierra, que era yesca
capaz de arder la risa y la bravura.
Y un día, que no sé, una canallesca
gracia de nada, toda donosura,
se nos llevó tu sangre quijotesca
y nos dejó este simio de hermosura.
Todo está igual. Tus calles florecidas,
y por la flor, un pájaro que canta,
y el aire del otoño, y el añejo
vino que espera hazañas renacidas.
Todo está igual. Pero el amor se espanta
de ver tu amor vencido en el espejo.


Buenos Aires

Acerada de acero y de cristales
luce mi tierra, pero sólo luce.
Una oquedad de sombras vesperales
me sale al paso por donde la cruce.
El este la relumbra en matinales
fulgores de cemento y la conduce
un manojo de astucias comerciales
y una avidez de migas la desluce.
Ay, mi ciudad de Plata, opaca y triste,
solterona de un hombre que te mande,
yerma de gloria y de belleza yerma.
¿Tuviste alguna vez o no tuviste
un novio enamorado, fuerte y grande,
que preñara el vacío que te enferma?


La Argentina

Apenas si serás la geografía
veteada apenas por heroicidades
anónimas, gloriosas. Tierra mía:
siembra y sepulcro de tus heredades.
No siempre fuiste huérfana y arpía,
No siempre madre de tus mezquindades,
apoltronada, hueca, sosa y fría,
tan satisfecha de trivialidades.
Una vez te soñé –y conmigo, tantos...-
como una novia fresca y deliciosa,
y eras promesa y un dolor tan puro
pariendo a los poetas y a los santos:
fragante esposa joven y ardorosa,
pariendo luz para opacar lo oscuro.