viernes, 12 de enero de 2024

Tucho o la mística peligrosa (III): Los mistificadores.





El libro fantasma que firmó Tucho Fernández tiene, para empezar, un error grave, si acaso eso es un error y no un designio deliberado del autor.

Mistifica la mística, la falsea. Su mención en la obra tiene toda la traza de ser una pantalla para traficar la sensualidad y la sexualidad exacerbada. Y se pretende así hacer pasar la exacerbación como signo de calidad no sólo de la oración sino de la relación misma del hombre con Dios. Como una forma hasta vulgar de proponer el desenfreno como signo de rapto divino y de entrega humana.

Desde el punto de vista exegético y hasta teológico, Fernández exhibe su ignorancia respecto de la tipología. Tal vez no esté calificado para distinguir la naturaleza de lo creado y para entender su cualidad simbólica. Una cualidad simbólica y tipológica querida por el mismo Autor de todo lo creado. Una cualidad simbólica absolutamente necesaria al hablar de las experiencias místicas.

En términos simples lo que hay que entender es que las cosas son a la vez algo real y concreto, pero significando a la vez algo más, algo que está en ellas mismas, pero que no procede de ellas mismas sino de Quien las creó y les participó el ser. La distancia entre el signo y lo significado es inmensa porque allí rige la analogía.

Esa modalidad es el lenguaje habitual con el que Dios se expresa, tanto en su palabra revelada como en el acto creador mismo. No es necesario acumular ejemplos, basta con algunos.

Adán, para empezar, como diría san Pablo, es a la vez quien es y un signo de Cristo, porque Cristo es su paradigma. De allí que la restauración de lo humano sea la obra –también lo dice san Pablo– del Nuevo Adán, Cristo. Esa restauración y redención se obró por el sacrificio del hijo, de allí que Isaac, pronto al sacrificio por la mano de Abraham, su padre, sea a la vez un hecho y un signo. En cuanto hecho, es dable suponer la angustia de Abraham por lo que debía hacer, a la par que se nos da prueba de su obediencia. El episodio nos muestra así ambas realidades: Abraham es efectivamente un hombre anciano que está por sacrificar a su unigénito y es, al mismo tiempo, un hombre de fe. En el mismo acto se unen la realidad inmediata y el signo, porque no es un capricho exegético entender que Isaac es un typo de Jesucristo, el Unigénito del Padre, su antitypo.

Una mirada similar puede echarse sobre los Evangelios. Episodios que son pasos históricos de Jesús, son a la vez el signo de algo que debemos entender, porque la voluntad significante está en Quién dispone de los signos y el entendimiento significativo está –debería estar– en aquellos a quienes el signo va dirigido. Indigentes, leprosos, ciegos, endemoniados, adúlteros, ladrones, gentiles con fe, fariseos, saduceos, hombres o niños muertos y revividos, apóstoles temerosos, apóstoles violentos, profetas precursores, fertilidad de los estériles, traidores. Todo ello es lo que es y es un signo y un signo deliberado que mayormente representa al hombre tal como podría verlo su Creador cuando lo ve caído y distante de la imagen y semejanza que fue llamado a ser. Como lo es la cueva de Belén y los pastores. Como lo es la tempestad y la barca. Como lo es la pesca. Y la mismísima Madre de Cristo y su padre adoptivo. Y la mismísima Cruz. Hechos, personas reales y, al mismo tiempo, signos.

La unión personal del alma con Dios es la instancia máxima de las realidades y de las significaciones. Es además la razón que ha impulsado el sacrificio redentor, sin el cual esa unión por Dios querida no podría haberse consumado. Esa unión es, además, otro nombre de la visión beatífica y de "irse el hombre al Cielo", pues el Cielo consiste en gozar de esa unión.

Por otra parte, en términos reales, algunas almas son elegidas para anticipar en algo ese desposorio en el tiempo de este mundo. A eso se llama experiencia o vida mística y es, como digo, una gracia particular, un don señalado y exclusivo para aquellos a quien Dios ha señalado y elegido. Esa experiencia no tiene con otras una diferencia de grado, sino una distinción de naturaleza: no es más simplemente, es otra cosa. En particular porque está dicho que nadie ha visto a Dios jamás y ha seguido viviendo. Precisamente algo que, quienes han sido objeto de ese tratamiento preferencial por parte del Creador, sufren con nostalgia infinita. Nostalgia que es la secuela del gozo que Dios ha puesto a su alcance, producto de esa unión, cuando la experiencia mística llega a término y se consuma. Es claro que para que esa unión sea permanente quien participa de ella debe estar fuera del tiempo de este mundo. Y no es el caso de quien conoció esa mística unión mientras vive en la tierra.

El hecho de que en el libro fantasma no figuren definiciones claras o distinciones en torno a la vida mística como gracia especial, hace que se la iguale con devociones comunes, aun con experiencias espirituales muy subidas y hasta con emociones espirituales cuyo origen hasta podría ser producto de desarreglos neurológicos. Claro que esa inadvertencia del autor podría ser ignorancia. Pero podría ser una nebulosa que le permita introducir el aspecto que le importa destacar: el papel de la corporeidad, los sentidos y la sensualidad sexual, como anejos a las conmociones espirituales genuinas o no. Se trata de una corporeidad que se insta a hacer participar de la vida espiritual como signo de humanidad, una corporeidad que dará las señales de que la entrega es total, una corporeidad que será regalada en sí misma, sensual y sexualmente, como correspondencia divina. Insisto: la confusión puede ser fruto de la ignorancia en estas materias. Pero puede ser deliberada. Si es fruto de la ignorancia, descalifica al autor ignorante. Si es deliberada, descalifica con mucha mayor razón al autor.

Tenemos que volver en este punto a la cualidad simbólica de lo real.

Es claro que la unión substancial de cuerpo y alma es misteriosa. En una escala de seres, es el punto de intersección de las substancias espirituales separadas de la materia con el mundo de seres materiales vivos o inertes. El puente entre la tierra y el cielo. Precisamente, la espiritualidad humana supone el cuerpo, pues el hombre no es dos cosas sino una sola, con dos principios contrarios unidos substancialmente. Sin embargo, eso mismo está indicando cuál de ambos principios de su naturaleza está destinado a ordenarse al otro. No solamente la dignidad de lo espiritual por sí tiene un lugar de preferencia en el compuesto, sino que está llamada a "espiritualizar" lo corpóreo asumiendo sus funciones como humanas y no solamente como sensibles. La autonomía o la prevalencia de lo corpóreo en el compuesto es la inversión simétrica del maniqueísmo o de cualquier dualismo que penalice lo corpóreo en favor de una supuesta autonomía de lo espiritual. 

En el orden de los signos, ya apuntaba C. S. Lewis que hay menos signos que significados. Sudar es signo de fiebre, de haber corrido, de temor, de emoción. Esto significa que las afecciones y conmociones espirituales apenas podrán expresarse a través de un número exiguo de manifestaciones sensibles. Y dentro de éstas, con aquellas que son posibles en el hombre en virtud de que significan un mundo más alto que procede del Creador.

Dicho esto, hay que volver a la cualidad simbólica de estas manifestaciones sensibles, sin desmedro de su mismísima realidad sensible. Un cuerpo vivo responde sensiblemente a estímulos sensibles, pero también a conmociones espirituales y afectivas. Sin embargo, en casos específicos –y la experiencia mística es uno de estos casos, y quizás el más especial de todos–, el carácter simbólico de las respuestas sensibles es mayor que lo habitual y natural. 

Lo que hay que entender en este caso es que la naturaleza sobrenatural de la vivencia mística en cualquiera de sus etapas significa de otro modo, precisamente por su origen sobrenatural, sin destruir la naturaleza sino por el contrario, sobreelevándola. 

Debería volver a principios tipológicos para sostener en este sentido que, en el orden natural, la relación conyugal humana en todas sus dimensiones es también el signo de algo más alto que ella misma: el signo que desciende de lo alto de una unión a la que todo hombre está destinado como a su fin último, lo que se verifica de modo eminente y excepcional en la experiencia mística sobrenatural en el tiempo de este mundo.

Invertir esta relación significante no solamente pervierte y falsea lo místico sino que pervierte y falsea la sensibilidad natural propia de un ser corpóreo y espiritual. Pretender que la conmoción sensible en cuanto tal nos acerca a lo místico o nos introduce en ello, por el hecho de que somos corpóreos y sensibles, es una perversión de la naturaleza de lo sensible y de la naturaleza de lo místico sobrenatural. 

El hombre siente humanamente las conmociones, pero introducido en el mundo sobrenatural por invitación divina, su sensibilidad queda transfigurada y asumida por la naturaleza sobrenatural de la vida de la gracia que está obrando en él. De modo que su sensibilidad opera allí de un modo similar pero distinto del modo como la sensibilidad natural responde a estímulos naturales.

Sin embargo, sigue siendo cierto que la expresión de tales sensaciones tiene un número limitado de imágenes y palabras, insuficientes para dar a entender el carácter completamente excepcional de sus vivencias. Aun siendo similares a lo que podría decir de cualquier conmoción en el orden natural, esas expresiones son sólo eso: similares y análogas. Por otro lado, si la expresión es genuinamente una expresión de la vivencia mística sobrenatural, el que la vive advierte la naturaleza de tales conmociones, aun si son sensibles, como parte de la experiencia mística y no como la reacción sensible por haberse dado un "revolcón" con la divinidad, como con insistencia curiosa postula Tucho Fernández, muestra de lo cual es, entre otras, la impúdica anatomía y fisiología de la genitalidad humana en orden al orgasmo. 

Ahora bien.

¿Por qué un supuesto teólogo ignoraría todo esto? ¿Por qué al hablar de mística y –titular con ella su obra– no querría exponer con claridad la excepcionalidad de esa experiencia y en cambio la apelmazaría en la enumeración y la fenomenología desmañada de otras manifestaciones de la vida de oración o de la espiritualidad in genere? ¿Por qué además de la confusión invertiría la significación de la expresión sensible de las experiencias espirituales, para poner como medida de la espiritualidad y hasta de la mística, la sensualidad y la conmoción sexual y genital?

Podría dejarse de lado la chabacanería y la pobreza de imágenes, podría dejarse de lado lo ramplón y superficial del dictum en materias que requieren sutileza y elegancia espiritual. Después de todo nadie da lo que no tiene. Después de todo el estilo es el hombre, diría Leclercq de Buffon. Después de todo, y precisamente, hablar de determinado modo, no sólo expresa lo que sabe y piensa alguien, sino que expresa a quien habla, juntamente; expresa no sólo la calidad de sus conocimientos y criterios, sino que expresa su calidad humana. ¿Y su cualidad moral? También eso puede quedar a la vista.

De modo que podría dejarse de lado su modo de decir. Pero podría solamente, no es obligatorio dejarlo de lado. Y menos cuando el modus dicendi transparenta el corazón de la persona, su endeblez de conocimientos, su confusión en materias que debería conocer, y hasta deja al descubierto sus apetitos y los desvíos de su imaginación. Pero debe juzgarse como impropio o corrosivo el modo de decir sobre todo cuando ese modo de decir perturba a otros, los expone indebidamente a imaginaciones indebidas, los confunde también porque lo que se dice viene de una presunta autoridad, presunta porque falsea los criterios y las cosas.

Este Tucho Fernández es el mismo Tucho Fernández que hoy funge de custodio de la Doctrina de la Fe. Su fraseo, por aquello de que el estilo es el hombre, puede advertirse en documentos emitidos en Roma con la firma del pontífice actual. Sus criterios en este libro que comento se repiten en esos documentos posteriores. Esa inversión que he dicho más arriba vuelve en forma de fórmulas sibilinas y ambivalentes en temas similares, hasta en las páginas de encíclicas de nuestros días, generando la misma confusión ahora que la que generó antes. 

Este texto que juzgo y comento ahora estaba desaparecido y puede que vuelva a desaparecer, si acaso.

Pero Tucho Fernández permanece por obra de su mentor y promotor. 

El libro que firmó en 1998, hace 25 años, aquel joven que entonces tenía 36 años, era un aviso de lo vendría. Debe haberlo sabido quien custodió y blindó su carrera eclesiástica, quien lo llevó desde la oscuridad de un curita adocenado a las luces de los salones vaticanos, con todas las vertiginosas y fulgurantes estaciones intermedias. Hoy, ambos comparten un mismo libreto intercambiable, la misma falta de precisión y ortodoxia en sus dictámenes y en sus opiniones, la misma sintaxis, el mismo léxico, la misma voluntad de mistificación.

No, el libro de Tucho Fernández no fue un error. Ni mucho menos fue una advertencia respecto de la debilidad de sus conocimientos y la debilidad de su templanza para quien debería haberlo advertido.

Es posible que, por el contrario, aquel libro que vio las luces de este mundo tan poco tiempo, para desaparecer después y volver a aparecer fortuitamente, aquel libro de mistificación de lo más alto, haya sido para alguien un antecedente promisorio de que, quien lo escribió, un día estaría listo para desmanes mayores.