lunes, 29 de enero de 2024

Signos del dragón (I)




La gran mayoría de los hombres no cree en los dragones.

Pero les teme.

La mayoría de los hombres sólo ve un dragón si tiene delante la silueta de un dragón. Si no, no ve dragones en ninguna parte. Y por eso sólo ve dragones con silueta de dragón en los cuentos fantásticos, en los cuentos de hadas o en los dibujos y figuras de dragones, en dos dimensiones, en tres dimensiones. Pero figuras de dragones, no dragones.

Dejemos a los sensatos, entonces, que creen que los dragones sólo existen en los cuentos de hadas, nombrados o dibujados en cualquier otra parte. Aunque ellos también temen a los dragones, se tranquilizan con su convicción de que ningún dragón saldrá del relato, no saldrá de las páginas de un cuento. Están presos en la imaginación del cuentista. O en la del dibujante que los ha dibujado. Están presos y encadenados a la silueta de dragón que ha dibujado el dibujante, están presos en la voz del que los nombra. Están presos en la figura de un dragón. Y de allí no salen, no saldrán. No pueden salir.

Pero eso no es verdad, por sedante y oportuno que les sea a los sensatos.

Cuando pasamos a través de la silueta que los representa o de las palabras que los nombran, aparecen en realidad. Pero hay que pasar a través de siluetas y palabras. Y no todo el mundo quiere hacer eso, no a todo el mundo le conviene hacer eso, o no se le ocurre. 

Es como una prueba de las que hay en los cuentos de hadas: en cuanto dejes de ver la silueta del dragón, verás al dragón; en cuanto dejes de decir "dragón", el dragón aparecerá.

Para que eso pase hay que saber mucho más acerca de los dragones. Qué hacen en realidad, de dónde han salido, cuáles son las cosas que los hacen dragones, qué misterio hay en su disfraz tan impresionante. E incluso, por qué llevan ese disfraz. Y más cosas.

Asociarlos –como ha hecho siempre la literatura– con la maldad, el odio y, particularmente, la avaricia, eso ayuda. Pero hay que ir más lejos, a lo ancho, a lo alto y sobre todo a lo más hondo. Porque asociar la avaricia con el oro y las riquezas, se queda corto. Porque hay que entender qué representa esa avaricia formalmente, no sólo materialmente. 

Lo mismo con el odio que los quema, lo mismo con el deseo de mal que los impulsa. Decir odio y mal parece que bastara para una etopeya del dragón, lo mismo que decir avaricia. Pero lo cierto es que no basta, aunque las tres palabras se le apliquen a los dragones muy propiamente.

Tal vez haya que acompañar todo eso con una palabra más, con una cosa más: astucia. Astucia malévola, es verdad. Ingenio malversado para el mal. Y por el mal. Astucia al servicio del mal y la avaricia, pero de esa avaricia que es más que el amor desordenado al oro y las riquezas.

Y algo más, que no es accidental de ninguna manera, sino final: el íntimo deseo de destrucción, de perversión, de seducción para pervertir y destruir. Deseo irrefrenable en el dragón. En cualquier dragón. A alguno podrá parecerle que la avaricia y ese deseo de destrucción son contradictorios e incompatibles. Y sin embargo no lo son. Porque la avaricia, esa avaricia del dragón, está íntimamente ligada a la destrucción. Aún más: esa avaricia es una herramienta, un instrumento, un medio de la voluntad irrefrenable de destrucción. Poseer para destruir. Y, en primer lugar e inmediatamente, deseo irrefrenable de destrucción del oro y de las riquezas. 

O de lo que sea que el oro y las riquezas representen.

Porque la mayoría de los hombres sólo ven oro y riquezas cuando ven oro y riquezas. Y si las cosas no tiene la forma de una moneda dorada, de un lingote lustroso, de un vaso ricamente labrado, de un dije de piedras preciosas, de un collar de perlas únicas, de dinero u objetos valiosos, entonces la mayoría de los hombres no ve oro ni riquezas. No ve nada que un dragón querría poseer malévolamente, para destruirlo con la misma avaricia que anula y desnaturaliza el oro y las riquezas. O lo que sea que el oro y las riquezas representen.

Y es la misma razón por la que no creen que existan los dragones, salvo en un cuento de hadas o en un dibujo bajo la forma de una serpiente alada y flamígera.