lunes, 8 de enero de 2024

Tucho o la mística peligrosa (II): El mal automático.




Hace más de 110 años, Chesterton denunciaba una novedad para su tiempo: la exhibición de publicaciones lascivas al público en general. Decía que la pornografía era un "mal automático", porque producía un daño inmediato con sólo tener contacto con ella: "hay tanto derecho a someter a alguien a una exhibición pornográfica como a prenderle fuego al faldón de su levita...". Y la mención del faldón de una levita no significa una marca de época pacata o victoriana, sino que señala el hecho de que las exhibiciones pornográficas incendian al inocente y aun al prevenido o al desprevenido y dañan sin aviso y sin pedir permiso.

Con el tiempo, y estudiando las adicciones, gentes de las ciencias de la conducta confirmaron que el efecto de la pornografía no sólo era automático sino que creaba adicción.

Hace ya algunos años, las autoridades de Salud de los EE. UU. se preocuparon por la cantidad de embarazos adolescentes, ciertamente que no por una cuestión moral, sino por los costos al sistema de salud que eso provocaba. Como plata no les falta y tienen afición por las estadísticas y las mediciones, contrataron a Rand Co. para que investigara el asunto. La primera conclusión de la consultora –que había sido militar en sus orígenes– fue que había relación entre la exposición a ciertos contenidos de televisión y el inicio de la vida sexual de niños y adolescentes. Quienes estaban expuestos a esos contenidos iniciaban alrededor de los 11/12 años su vida sexual; quienes no, después de los 13/14. Además, las prácticas de los precoces tendían a imitar la variedad de las prácticas adultas. Del estudio, mientras tanto, surgía un dato adicional: para los niños y adolescentes televidentes, oír hablar de sexo y sus prácticas, era equivalente a ver escenas de ese tipo.

En suma, Chesterton ya sabía que la pornografía es un mal automático. Lo que incluye exponerse a la lascivia y la salacidad verbal, y eso vale para niños, adolescentes, jóvenes y adultos. 

Estas dos notas que apunto fundamentan mi decisión de no difundir la obra de Tucho Fernández y la decisión de sólo limitarme a comentarla y juzgarla. ¿A qué ojos irán a parar las páginas de ese libro? No puedo saberlo, pero sí puedo saber qué pongo ante los ojos de los lectores y eso sí es mi responsabilidad. Por eso he decidido no difundirlo, pese a que dispongo del libro. 

No estaría bien exponerlos al mal automático. Y eso es así no porque lo diga una estadística yanqui. Sino porque efectivamente considero pornográfico el libro de Fernández y la pornografía es un mal automático. De modo que no debió haberlo escrito ni publicado. Y por eso mismo, en lo que de mí depende, no debo difundirlo indiscriminadamente.