viernes, 26 de enero de 2024

Amar la nada




Siempre me pareció que, en literatura, buscar antes que nada el efecto, retorcer, trucar, querer sorprender con el sinsentido o el vacío, con la apariencia que desengaña, con la acidez de las inconsistencias como regla de lo que parece ser y no es, no solamente es una de las caras de la desesperación, sino que es también una muestra del desprecio y del tedio que le producen al autor las cosas desnudas, sin afeites ni "intervenciones", tales y cuales son. 

Puede ser incapacidad, puede ser indiferencia.  

Pero algo le pasa a quien no se conforma con la densidad de lo real y lo aliviana con estrategias, subterfugios y piruetas verbales o conceptuales y se fascina con eso. Algo le pasa a quien tiene que aderezar con su propio ingenio lo que sin esa industria propia le resulta insípido o trivial. Algo le pasa a quien lo que es no le parece lo suficientemente misterioso y se lanza a cubrir con un velo lo que ya está velado a sus ojos. Algo le pasa a quien entiende la existencia como un laberinto de espejos que crea una ilusión inquietante a los ojos, una ilusión que se justifica porque "anima" lo real: sin ese artificio lo que es se le hace incoloro o vacuo. Algo le pasa a quien ya se ha enviciado con la sospecha de que detrás de la máscara de las cosas no hay nada que valga la pena ver, conocer o decir y lo único que puede hacerse en ese caso es indeterminar lo indeterminado. 

Podrá sorprender, podrá conmover, aunque perturbando los ojos, la imaginación o la mente.

Pero el verdadero resultado es el vacío, la desconstrucción, un solvente que no sólo descascara lo real sino que lo carcome y lo corroe en su misma naturaleza, a los ojos de quien mira por los ojos del autor.

Tiene algo de impúdica esa pretensión de "desenmascaramiento" de lo real, para que muestre lo que el autor presume es el hueco que hay en lugar de su cara visible. Tiene algo de superficial ese juego de abalorios, ese preciosismo en el descalabro de lo realmente precioso.

Hay que admitir que esa desilusión barroca no se logra con eficacia sin alguna destreza en el arte de las palabras. Pero allí las palabras son a la realidad, lo mismo que tapiar una ventana.

Más allá de la incapacidad o la indiferencia, creo que todo ese juego fantasmal deja ver al menos dos temores muy hondos en el alma del artífice. 

Por un lado, el temor a que la inteligencia deba someterse al estatuto de lo que es, y a asumir ese compromiso; un temor que empuja al gesto algo petulante de la aparente autonomía y suficiencia que da el negar e ignorar la consistencia real, tan potente como misteriosa. 

Por otra parte, el temor incontrolado a la vida. Y a la muerte: porque, finalmente, esa debilidad del artífice comparte la naturaleza psicológica de Don Juan Tenorio.