domingo, 23 de septiembre de 2007

Los secundarios (III): Secundarios

Supongamos la vida como una película de cine. Un poco menos como una obra de teatro, aunque en parte también, por lo que tiene de drama, de acción representada. Con el hábito visual y cinematográfico que nos hemos formado o se nos ha impuesto en los últimos 100 años, es más sencillo explicar esto si nos imaginamos una filmación, pero también porque hemos perdido el sentido simbólico que la actividad teatral tiene para los hombres.

El caso es que supongamos entonces que cada quien viera y viviera su vida como la de un personaje principal, un protagonista. No un deuteroagonista o un antagonista. Aunque deuteroagonista signifique en realidad personaje segundo, segundo en la acción y el antagonista suponga -por oposición- un cierto protagonismo – segundo, aunque anti- opuesto al del agonista principal, el protagonista.

La vida, entonces, significada como una obra -cine, teatro- de la que soy el protagonista.

Quien pensara y sintiera eso, existencialmente, tendría en buena medida mucha razón. La individualidad de mi vida es única e irrepetible, y mi destino -principal pero no solamente- eterno se juega en esa individualidad personal. Nunca se subrayará lo suficiente este aspecto: siempre el yo es insubstituible, en su designio primero y en su finalidad última. Y, en lo que tiene de más personal, es invalorable. Y antes que para mí mismo, primero para Dios, que no produce en serie seres espirituales, porque sería contradictorio con la misma cualidad espiritual de los seres que crea.

Por supuesto que no digo que la vida sea 'actuada', en el sentido peyorativo que tiene esa expresión. Real y todo como es, veámosla como una película de la que cada quien entiende ser el protagonista. Y es entonces que uno ve todo alrededor como un guión establecido para lucimiento del protagonista, o, dicho de modo más neutral, el guión como una ilación alrededor de la suerte del protagonista, un tramado de acciones que se refieren a él y que están en función de él.

Exactamente en este punto comienza el juego.

Tenemos la costumbre de referirnos a personajes referenciales, que indudablemente son protagonistas, incluso de películas verdaderas.

Desde Juana de Arco hasta Gengis Kan, desde Antígona hasta Jesucristo.

Pero, por otra parte, el propio cine ha intentado a veces mirar los grandes episodios y a los grandes personajes desde la mirada de los personajes secundarios, incluso menos que eso, desde los personajes de relleno, los extras, reales o inventados.

La literatura ha hecho a veces otro tanto. He leído poemas en los que el protagonista es el gallo de la noche de la Pasión, como podría oírse la historia de Enrique VIII contada por un cocinero de palacio. Pero no es esto lo que se busca ver aquí. No es la perspectiva menor o lateral por lo que tuviera de inusual o rara. Sino que el planteo es ver la secundariedad como lo principal de mi vida. Un vago rastro de ello, después de todo y ya que mencionamos el teatro, está en las formas clásicas del arte porque el coro -así como a veces es la voz del sentido común o la ley eterna- representa habitualmente voces innominadas que efectivamente dialogan con el protagonista y que son el origen de los personajes secundarios.

No hay que olvidar que el planteo más general de la cuestión está en el sentido de la vida, en la pregunta acerca del para qué existo o he existido y, en el caso de los provectos, para qué sigo existiendo todavía.

Esta doctrina del secundario o del extra dice algo así: amigo, amiga, vea su vida no como la parte del guión que realza al protagonista. Véase como el extra, el muy secundario que solamente es referencial al protagonista, que solamente debe aparecer en el fondo de la pantalla, para que en primer plano no se vea solamente al protagonista empuñar una espada blandida al mero aire. Imagine una batalla a campo abierto. En el campo que está por detrás del primer plano, en las colinas circundantes, se ven decenas de sujetos que no cumplen otra función que la del realce y la verosimilitud. Pero, sin ellos, la escena sería poco menos que absurda o ridícula. Incluso para ese circunstancialísimo personaje secundario que cruza mandobles por una fracción de tiempo breve en primer plano y con el verdadero protagonista, no hay motivo sino ser el que en una fracción de breve tiempo cruza espadas con el protagonista. Bien: ése es usted y está para eso.