Llevo en la mano un ramo de jazmines
que te daré en la puerta de tu casa.
Los até torpemente con la cinta azul
que me diste a la orilla del arroyo,
el día del paseo interminable;
la tarde te iluminaba
y aquel vaivén de juncos serenaba el ardor del día.
Entonces me darás, creo, el pañuelo bordado
con las letras oscuras de mi nombre.
Yo lo espero.
Lo prometiste entre requiebros y bromas
cuando entraba la noche,
sobre el puente.
Y una vez y otra vez,
veo vagar tu amor por todas las cosas.
Llena el derredor y los objetos,
acaricia la opacidad de los pocillos,
endulza el firmamento.
Acomodas el mantel y se estremece,
el aire teme lastimar;
y si traes la jarra del agua
parece una ofrenda de una vestal sencilla.
La delicada ofrenda,
la discreción de un beso inocente
cuando el agua corre de tus manos sensuales y tiernas.
Pero, en medio de la inmensidad del mundo,
nada hay más real,
nada conmueve más
que el gesto seguro y amoroso de tu pie
cuando, viniendo a mí con una sonrisa,
pisas la tierra.