domingo, 31 de enero de 2021

Memorias del bodegón: 2. Tormenta, besugo y obviedades




Ayer, cayendo la tarde, hubo una tormenta regular, vientos casi de tornado, árboles desgajados, calles inundadas. Y todo en apenas 15 minutos.

Fuimos llegando al bodegón con la impresión de que nos había arrastrado hasta allí la turba de viento y agua. Salvo Luro, que no tenía rastros de haber sentido el torbellino. ¿De veras?, dijo abriendo los ojos y sonriendo.

Su siesta había durado toda la tarde. Venía de manejar unas veinte horas casi sin parar desde Perico, con la camioneta cargada que no lo dejaba correr como suele. Llegó del norte después de mediodía y cayó rendido en un sillón, sin ánimo de llegar hasta su cama. 

En cuanto entramos al bodegón, la primera noticia fue la del jamón colgante. Stefanelli volvió a protestar y Luro bromeaba con el gallego Papotakis, pidiéndole los detalles como si se tratara de una operación a corazón abierto. Pero, benevolente, después de algunas pocas pullas, Luro no quiso molestar de más al protagonista y enseguida pasó a las ponderaciones del nuevo local, mientras iban llegando los demás.

El trench del doctor Wittington era una exageración. Juntos, el trench y Wittington, entraron con una pompa graciosa. Lo dejó en el perchero con un gesto de espía de la guerra fría y miró fijamente al invitado, saludándolo con una inclinación de cabeza. Inmediatamente me clavó la mirada para que hiciera las presentaciones. Hice lo mismo y le clavé la mirada a Stefanelli, que era quien lo había traído.

Hay que decir que cada tercer jueves podía haber un invitado, alguno que no era comensal de la mesa. No podía repetirse la invitación y algunas veces no había invitado alguno.

Esta vez, Stefanelli había traído a un amigo, compañero de sus años de universidad. En realidad parecían coetáneos pero era bastante más joven que él y eso porque Stefanelli cursó dos carreras y éste era gente de la segunda, es decir, de ingeniería electrónica. El sujeto tenía una media sonrisa pacífica que no se le borraba. Por momentos, durante la comida, parecía taciturno o ausente, pero al momento una breve intervención  desmentía las ausencias. Enseguida se mezcló con el protocolo de la mesa, como si fuera de toda la vida, aunque siempre comedido.

Lo notable, en todo caso, es que este jueves la juntada fue más larga que lo habitual y por esa razón tuvieron que advertirnos amablemente que se había cerrado la cocina y que debían cobrar nuestra cuenta porque el bodegón cerraba.

Y, tal vez, el responsable fue el invitado de Stefanelli.

*   *   *

– Si fuera católico, católico como Cardozo se entiende, de ese estilo quiero decir, sería mucho más agresivo. Wittington no se había puesto el trench en vano y, como siempre, arrancaba una cuestión con dardos para Cardozo. Habíamos recorrido asuntos del día, cansinamente. Estábamos examinando unas olivas griegas y un jerez de poco lustre, con algo más de interés. Es decir, estábamos fríos para una reyerta de semejante calado.

– ¿Y qué haría el doctor, si se puede saber? Cardozo, aludido, picó.

– Mire, doctor..., le voy a explicar. Por ejemplo, contaría los abortados día por día, así como se cuentan ahora los muertos día por día..., dijo el abogado y se esquinó en la mesa como para no darle la cara a Cardozo. Y los publicaría a como dé lugar. ¿O me van a decir que no hay católicos que puedan hacerlo hacer en el entero orbe? Usted mismo debe tener información de sobra.

– ¿Y con eso qué se lograría?, dijo socarrón el porteño de Santiago, que no analizó la idea sino que reaccionó ante el emisor, sin más.

– No sé si es tan mala idea..., dije todavía dándole vueltas en la boca a un último hueso de oliva. Y dándole vueltas en la cabeza al brulote del doctor que me había disparado decenas de posibilidades juguetonas. 

El invitado se acomodó en la silla con mesura. Se inclinó hacia adelante y se acodó sobre la mesa con determinación.

– Yo no soy católico, dijo en un tono sereno. Ya me había dicho Tulio que al menos la mayoría de la mesa sí y fue lo que me entusiasmó de la invitación. 

Tulio –así lo conocían todos– era Marco Tulio Stefanelli, hijo de un profesor de latín, claro. Oriundo de Quilmes, había hecho sus carreras en La Plata y, por instigación de su padre, había frecuentado allí (todavía lo hacía) grupos de humanistas de la universidad nacional. Así conoció al gallego Papotakis y por el gallego a Luro y demás... Salvo yo, no había en la mesa nadie que se dedicara profesionalmente a las humanidades. Wittington era abogado de fortuna, Luro era productor, como le gustaba llamarse, el gallego había sido socio de Michelino en algunas casas de comida temática griega, thai, vasca..., pero en realidad su pasión era la náutica de río y tenía una guardería en San Fernando. Cardozo era el médico del grupo e investigador.

El invitado dejó pasar la primera ola.

– Insisto, no soy católico, pero tal vez algo así como lo que dice el doctor sería consecuente con todo lo que se ha estado diciendo desde que se discute el asunto, dijo tanteando con su voz apenas grave. Por ejemplo, siguió, por qué no hacer momentos de conmemoración. Ustedes rezan: una cadena de oración permanente. Actos. Esquinas, plazas, escalinatas. Velas encendidas en lugares elegidos, vigilias, marchas constantes...

– Algo de eso se ha hecho, y en todas partes..., dijo tímidamente y sin mucha convicción Stefanelli hablándole a su invitado, porque no sabía en qué dirección iría el comentario. Pero no había una hebra de ingenuidad en el planteo de su colega, pese a su expresión casi infantil.

– Y misas..., terció el gallego Papotakis con sorna muy suave.

– Eso no sé, pero quizá, claro, dijo el invitado. Y, aunque no sé mucho del asunto, hasta misas continuadas, diría...

No había entendido el aguijón del gallego. Pero Cardozo sí y lo miró a Papotakis con reproche.

– No te lo tomes a broma, incluso eso es posible...

– Sí, fingió seriedad el gallego. Y vas a celebrar vos y va a concelebrar Luro, porque lo que es encontrar que te acompañen en eso... ¿No te parece que ya lo habrían hecho si quisieran hacer algo así?

– Entonces, es claro que no interesa tanto el asunto, como se dice que interesa. Wittington laudó con solemnidad de magistrado.

– No es tan sencillo..., terció Cardozo que no dejaba el hueso así nomás. 

La disputa se desparramaba. Lo dicho: estábamos fríos. Cardozo cambió su arma de puño por artillería.

– Ya se sabe que esto es planetario. Los enemigos son muchos, son poderosos. No es tan sencillo enfrentarse. Hay cosas que se pueden hacer y otras que cuestan más o son imposibles o no sirve para nada hacerlas. No nos engañemos: por la razón que sea, casi todo el mundo está a favor del aborto. Porque siguen la opinión común, por convicción, por ignorancia... Lo que quieran: pero con semejante presión sobre cabezas y corazones débiles o maltratados la gente termina aceptándolo o directamente se asusta por las consecuencias y le da miedo oponerse. Por eso mismo hay que hacer todo lo que se pueda. Y esto que dicen son de las cosas que se puede hacer, pero mi estimado Wittington dice que él sería más agresivo y yo no sé bien qué quiere decir eso...

El abogado, aludido, hizo una mueca de fastidio displicente.

– ¿Y si lo que hubiera que hacer fuera padecerlo y no enfrentarse?, Stefanelli, pensativo, le hablaba a una bruma que derivaba a media altura en el aire del local.

Claro que no era la primera vez que se hablaba de todo esto. Hacía años que discutíamos cosas parecidas. Asuntos distintos de una misma cuestión. Y esta vez, como otras veces, el asunto se entreveró en volutas hasta el infinito. Cada quien tenía su punto de vista, literalmente. Miraba la cuestión desde un punto y, como pasa, aunque no fueran contradictorios, se volvían contradictorios en la defensa agonal que cada quien hacía desde su mirador. Desde la sospecha hasta cierta ingenuidad, desde un poco de voluntarismo hasta el exceso de intelectualismo, a medida que pasaba la noche (y los platos y botellas...) la discusión tendía a enredarse más y más sin que se encontrara la punta del ovillo.

Miré durante casi toda la noche al invitado. Éramos los que menos aportábamos a la refriega. Cada tanto, él bajaba la cabeza y fijaba la vista sobre el mantel y acomodaba distraídamente unas migas, obviamente considerando las cosas que oía. Otras veces, inclinaba el torso hacia adelante como para oír más atentamente algún argumento, algunos datos. Ocupado en observarlo –y con todos los argumentos ya conocidos– no participé demasiado.

Pero llegó el momento en que nuestro invitado encontró un silencio general de estrategas exhaustos y lanzó a la arena lo que sería el verdadero asunto de aquel jueves. Y, en lo que a mí respecta, más que eso.

– Desde mi posición no es fácil darle la razón a uno u otro, comenzó a carretear. Pero oyéndolos hay algo que quiero decir, porque siempre lo pensé, aunque pocas veces pude exponerlo con claridad. Cuando uno mira los últimos años y ve cuántas cosas sensibles para el catolicismo han sido movidas y hasta vapuleadas y pisoteadas, especialmente por las leyes y las medidas de los gobierno y hasta por el clima social, por la opinión, por la educación, al menos eso me pasa a mí, uno trata de imaginarse qué harán, qué dirán los católicos. Y siempre tengo –hablo por mí, entiéndame– una especie de decepción... Al menos de sorpresa...

Acostumbrábamos a pedir dos platos. Íbamos encarando el segundo que, como logramos en breve tiempo, no estaba en el menú. Pudimos convencer al dueño del bodegón de que nos gustaría, cada jueves, pedir un segundo plato distinto y que no fuera uno ofrecido en la carta. Lo hacíamos con anticipación y el encargado de trasmitir nuestro deseo era Stefanelli. Esta vez atacábamos un besugo a la vasca y unas papas leonesas, hechas con una receta que el dueño nos ofreció y que Stefanelli aceptó en nombre de todos. El invitado no se había servido, pero los demás ya poníamos manos a las espinas del animal con una minuciosidad no muy espontánea. Creo que todos oíamos su introducción con algo de expectativa y una inexplicable intranquilidad. 

– No hace mucho que me intereso por estas cosas y en parte fue Tulio el que me llevó a mezclarme en estos asuntos. Sin embargo, desde que sigo estos temas, casi en cada ocasión quedo algo perplejo, como les digo. Estoy de acuerdo con ustedes (todos han coincidido más o menos en esto) en que en el mundo hay una especie de corriente o ideología común y básicamente opuesta al catolicismo. Ya sé que esto que digo es bastante simple y oí recién descripciones más serias que lo que yo puedo decir. Pero... Si me pongo a imaginar cuál será el próximo desafío, la afrenta o el ataque, si prefieren, no me cuesta mucho adivinar. Tampoco es difícil imaginarse con qué argumentos será expuesto el próximo ataque y cuáles serán las reacciones ante quienes se opongan o quieran defenderse. Pero lo que no puedo adivinar jamás es qué harán los católicos. O el catolicismo, si les gusta más. A veces me dicen que cada católico hace lo que le parece que está llamado a hacer, por decirlo de ese modo. Y que no hay una respuesta uniforme. Y hasta ahí no me sorprende demasiado. Después de todo, es lo que pasa en la vida y en la vida de cualquiera, católico o no. Pero mientras del otro lado (por decirlo así...) la mayoría de las cosas son bastante obvias, del lado de los católicos no. Es lo que quiero decir: no son obvios. Nunca o casi nunca acierto con lo que van a hacer o decir... Cuando uno espera una reacción acorde con los ataques que sufren, no pasa; y si pasa, no es como uno supone, ni por las razones que uno podría imaginar. Cuando uno imagina un bloque aparecen en muchos casos apenas algunas piedras sueltas. Y aun las respuestas son distintas y hasta contradictorias a veces. Y si uno se fija en las razones para responder, para actuar (o no actuar) de un modo u otro, más todavía. Tulio defiende la verdad y la solidez del catolicismo. Pero, en cambio, lo que veo habitualmente son huecos, ausencias, paradojas, silencios, contradicciones. Y no pocas veces veo más rigor (y hasta vigor) hacia adentro, entre católicos, que hacia afuera del catolicismo. Para una persona como yo que no tiene formación religiosa y casi no tiene formación más que matemática o física, todo eso es por lo menos sorprendente. Uno se acostumbra a pensar y ver en las cosas ciertas correspondencias, a ver ciertos patrones. Y son patrones que tienen algún sentido, muchas veces. Puesto esto, ocurre esto otro, siquiera muy probablemente. No crean, también los ingenieros conocemos la causalidad. No digo que sea automático, sino que habitalmente una cosa se corresponde con otra. Y a eso es a lo que llamo obvio. Y no lo digo despectivamente, de ninguna manera. Por lo menos es una descripción de lo que veo. Y hasta donde veo, los adversarios del catolicismo son obvios, previsibles en lo que hacen o dicen. Y, con un poco de concentración, hasta una persona como yo puede hacer la lista de las cosas que serán impugnadas y atacadas. Con los católicos, con las actitudes que toman ante los ataques, eso no pasa. Y no alcanzo a entender bien por qué...

Los únicos sonidos habían sido hasta allí los de los cubiertos, los platos y el vino borboteando al entrar en las copas. Fue tan intensa su concentración súbita que el invitado no había probado bocado y durante su discurso solamente había tomado un sorbo de vino. Aquí creo que dejo una síntesis de lo central de sus juicios. El caso es que nadie interrumpió, nadie hizo comentario alguno, ninguna pregunta y solamente Cardozo dejó los cubiertos en un momento y lo miró fijamente apenas un par de minutos, con los brazos legalmente apoyados sobre la mesa. Pareció que iba a decir algo, pero se mantuvo mudo y apenas entornó los ojos en una y otra frase. Después volvió a zambullirse en la ingesta. Yo mismo había estado arriando unas papas de un lado al otro del plato y había hecho un trabajo quirúrgico con la piel del besugo, para mantenerme comedidamente ocupado. El planteo, o lo que haya sido, había terminado. Luro prolongó todo lo que pudo el momento y con pequeños trozos de pan negro se dedicaba a la salsa que le había quedado en el plato, casi puro caldo de vino blanco, ajo y limón con un rico perfume a laurel.  

– Perdón. Tulio me dijo que podía hablar libremente. Puede que haya sido un poco resumido y no me haya explicado bien...

Tulio le devolvió la mirada, sonrió complaciente y meneó la cabeza, consolador. Wittington urgó indiferente sus adentros buscando un purito, como hacía al final de cada comida saboreándolo sin encenderlo hasta que llegaba a la calle. Luro golpeó su abdomen discretamente, satisfecho, y nos regaló una mirada ambigua como si esperara que alguno tomara la palabra o tal vez comentara el besugo. Papotakis miraba al invitado y asentía sibilinamente con sonrisa ambivalente.

Y ese fue el motivo por el cual, ese jueves, la comida se transformó en debate y todo duró más que lo reglado, por el reglamento no escrito de nuestros encuentros semanales. 

La lluvia había terminado y solamente quedaba una llovizna tan fina que, desde donde estábamos, mirando por el ventanal de la entrada parecía niebla.

Las respuestas, en el talante de cada uno, claro, nos llevaron el resto de la noche, hasta que nos pidieron, llenos de inclinaciones y disculpas, que fuéramos a seguir la conversación a otra parte. 

Por alguna razón, que ahora no me explico del todo, cuando parecía que finalmente había que decir algo, me tocó abrir el fuego.


(continúa)