jueves, 21 de enero de 2021

Memorias del bodegón: 1. La inauguración




Un día, sin decir una palabra a nadie, Michelino cerró su trattoria.

Ni quebranto económico, ni falta de clientela. Nada de nada de todo eso. Fue porque sí. Y no dio explicaciones.

Michelino no iba a morirse de hambre. A los 45 años podía darse el lujo de ya no trabajar. En toda su vida desde ese día en más, aunque fuese longevo, iba a vivir como un signore.

El verdadero daño eran los martes y los jueves.

Las comidas de los martes y los jueves en la trattoria de Michelino. Nuestras comidas.

Nos dejó en la orfandad. Estuvimos algunos meses a la deriva. Perdimos la frecuencia y el ritmo. Exhaustos de andar, quedaron solamente los jueves. Probábamos aquí y allá. Nada era como la trattoria. No estábamos en ambiente.

Michelino, créase o no, venía de tanto en tanto y se sumaba obediente y solícito a nuestras excursiones, como uno más. Como si nada hubiese pasado, pero sin la melancolía de nuestro destierro. 

No tenía caso preguntar. Ni una sola palabra sobre el óbito de su local olímpico. Ni una disculpa. Una fatalidad, un lugar mítico que los dioses nos habían hurtado de los ojos y de las mandíbulas. Pero Michelino, jamás siquiera un memento, una hebra de nostalgia. 

*   *   *

Hoy es diferente de otros jueves de estos tiempos de exilio. Encontramos al fin un bodegón en una cortada tan anodina como mágica, allá por el sur. Lo descubrió Stefanelli y allí fuimos. Y la primera de muchas discusiones que vinieron fue si aquello era Boedo, San Cristóbal, Almagro, y así.

El doctor Wittington afirmaba calmadamente que los límites barriales eran difusos en Buenos Aires, porque era una ciudad informe. Pero el doctor Wittington solía afirmar calmadamente toda clase de disparates sobre Buenos Aires, a la que despreciaba con un desprecio tan consistente como provinciano. Cardozo le tenía poca paciencia cuando lo oía pontificar sin amor sobre aquello que él amaba. Porque Cardozo –casi santiagueño– es un porteño por adopción y un poco fanático, como todo converso.

Hice de pacificador. Cambié de tema y le pregunté a la audiencia qué opinión tenía de los jamones que colgaban de las vigas negras del techo. A mí me parecía que eran demasiado grandes y que, como los techos eran bastante altos, podían ser una decoración, porque no se veía cómo se los bajaría de allí. Stefanelli, el descubridor del bodegón, abusó de su posición y quiso hacer valer su condición de adelantado dictaminando que mi fantasía era una bobada de ignorante, porque eran de verdad y no estaban allí sino para estacionar los perniles, no para bajarlos y comerlos a piacere. Un poco de razón tenía: no soy el más indicado para juzgar sobre los comederos de Buenos Aires. Pero al gallego Papotakis, que sí sabía de esas cosas, la solvencia de Stefanelli le hizo soltar una carcajada que obligó a los pocos parroquianos a mirar hacia nuestra mesa. Papotakis soltó al viento sus 100 kilos de envergadura y de tres trancos estuvo junto al cajero. Hablaron dos o tres minutos, mientras el gallego señalaba un jamón flotante en particular y no el más pequeño. Fueron juntos hacia la mitad del salón hasta que el pernil quedó en su cenit; otro minuto más de consideraciones y el encargado llamó a uno que estaba en la cocina. Al momento, compareció un muchachón delgadito y alto, desapareció un instante y volvió a escena. Como un escudero, avanzó hacia el jamón con una enorme lanza en ristre. Con un movimiento diestro descolgó la pierna y, sin saber uno cómo, la tuvo entre sus brazos sin inmutarse, mientras sonreía a la mesa como un padre primerizo acunando a su hijo. El de la caja se hizo cargo del jamón y fue directamente hasta Stefanelli. Con unos modos renacentistas un poco pretenciosos, el hombre le preguntó si quería convidar a sus amigos, si le servía un plato del prosciutto ahora, si se lo cobraba a él aparte o lo incluía en la cuenta de la mesa.

Papotakis volvió a carcajear hasta casi ahogarse mientras Stefanelli tartamudeaba. La mesa se puso bullanguera un par de minutos, con Stefanelli de punto.

Lo demás fue una animada reunión que festejaba haber encontrado al fin algo parecido a la trattoria. Cuando no volvíamos a molestar a Stefanelli, hablamos casi todo el tiempo del lugar, con una minuciosa inspección ocular de las instalaciones, un recuento y escrutinio de las viandas que iban pasando, de los vinos que iban desapareciendo. Michelino, ese día, no fue de la partida. Discreción, supusimos todos. Tampoco Luro estuvo, ausente con aviso.

Y, esta vez y por esta vez, de los temas habituales ni una palabra.

Como dice Aristóteles, una inauguración no admite discursos deliberativos ni forenses. Sólo epidícticos, de los que elogian virtudes o vituperan vicios o defectos, como quien bota un navío o corta las cintas de una plaza nueva.

Y esto era propiamente una inauguración y así lo entendimos todos. Por esta vez. 

En la puerta, despidiéndonos hasta el jueves, la figura refunfuñante de Stefanelli con semejante jamón en los brazos era desopilante y grotesca.