martes, 14 de junio de 2005

Hombre al agua III

Me parece que para muestra, bastan tres botones. Y, hasta cierto punto, me apena, precisamente porque el acento de la frase habrá de caer en 'bastan'.

Si dijera la absoluta verdad, me entusiasmó la idea de continuar la serie y no porque crea que pudiera tener un valor literario o ensayístico sin soslayo. Nada de eso. Ocurre que releyendo recordé más claramente el sentido que tenía la idea original.

Tal vez era otro, allá por aquel 1998 (yo sé que, en un cierto sentido de los hondones del corazón, fui otro después de aquel 1998.) Pero me llevó unos días reconstruir cómo y por qué había escrito estas viñetas.

Y lo cierto es que todavía me parece posible, allí donde uno se lo tope, seguir rescatando a un hombre, una idea, algún sentido, si se cae al agua.
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El libro de los seres imaginarios

No es una novedad que los hombres podemos crear en nuestra imaginación seres extraordinarios. Hasta extraordinariamente espantosos. Y hasta increíblemente imaginarios y espantosos.

La televisión, sin ir más lejos, nos sorprende cada tanto mostrándonos una galería inagotable de tales especímenes. Lo curioso es que en la pantalla, y fuera de ella, muchas veces los inverosímiles seres extraordinarios son reales.

Los seres imaginarios existen.

Algunos en la imaginación, lo cual es un modo de existencia, si se quiere, feliz.


Existen también del modo grotesco o sublime cuando, por ejemplo, la imaginación del poeta los pone sobre un escenario. El teatro -el medieval o el de Shakespeare, por ejemplo- le da una entidad a tales seres que pocas artes pueden lograr, como no sea la escultura de gárgolas o la pintura de El Bosco, Goya u otros. La televisión y el cine, a veces pseudópodos del teatro, también tienen la facultad de poner en escena seres grotescos o sublimes. Pero se les da por figurarlos grotescos -no importa si los quieren sublimes-, aunque tal vez eso sea el avatar de una malhadada suerte, o impericia, o torpeza simbólica.

Los efectos especiales no le agregan demasiado a la existencia monstruosa. En realidad, nada. La virtualidad que puede facturar una máquina, creo, no se compara con la virtualidad que nos ofrece nuestra propia imaginación. Ella es la madre de todas nuestras virtualidades, después de todo y el modo mecánico o eléctrico de traducir nuestras imaginaciones, en general empobrece. Y hasta empobrece haciendo más rico visualmente, más evidente y completo lo que en nuestra es apenas abocetado, sugerente e incompleto.

El caso es que, erudito pero económico, Jorge Luis Borges reúne en un volumen -El libro de los seres imaginarios- un listado (alfabético, para más enciclopédico) de seres imaginarios que, según dice el autor de este tomito poco frecuentado, compila "un manual de los extraños entes que ha engendrado, a lo largo del tiempo y del espacio, la fantasía de los hombres".

El hombre contemporáneo tiene una renovada invitación a las creencias o a las devociones, cuando ve su tiempo poblarse de seres y hechos que reputa extraordinarios y hasta místicos, sea cual fuere el significado que a la palabra "mística" se le atribuye en nuestro fin de siglo, prolongado en milenio venturo.

Lo que el hombre no se ha resuelto a decir es que tales objetos de devoción sean o no imaginarios, en el sentido menos honorable del término.

Parece indubitable en nuestros días que las palmas de la popularidad se la llevan los ángeles. Pero otra multiplicidad de curiosas adhesiones van de un lado al otro del mundo para rendirse a los pies de seres imaginarios, o casi, porque a veces son fachadas de seres reales de interés mucho menos sublime.

No digo que los ángeles respondan a la definición erudita que Borges le asigna a los seres nacidos de la fantasía de los hombres. Sería como negar la posibilidad de que existan seres no carnales.

Pero el problema no está tanto en los seres que sí existen.

Para el caso, en la religión cristiana, como en la judaica, y con el criterio del catálogo de los seres imaginarios, mucho antes que los ángeles, gigantes, demonios y animales evangélicos, Dios mismo, Jesucristo como su hijo, y la paloma del Espíritu Santo, son terriblemente extravagantes a los ojos de quien establezca un diccionario ingenioso y fantasmal. No hay dudas respecto de que nadie ha imaginado tanto -si de ello se tratara- como para llegar a considerarse no un dios, sino Dios, argumento que ya se ha usado, por otra parte, como prueba apologética de la divinidad de Jesús, al menos como indicio de su extremosa peculiaridad humana.

Un ser real que se considerara a sí mismo un ser a tal punto imaginario sería terrible. Borges, a pesar de que frecuenta en su promenade imaginaire las Escrituras del judaísmo y del cristianismo, no se refiere, sin embargo, a las personas -o animales- divinos.

Más tarde o más temprano, si un ser existe, se nota. Y la imaginación sola ante lo real parece insuficiente.

Nuestro asunto es más bien el contrario. ¿Qué pasa con los seres que definitivamente no tienen posibilidad de existencia, sino en la imaginación? ¿Qué son? ¿Qué significan?

Y esa es la cuestión en nuestros días.

Los hombres somos seres imaginativos por naturaleza. Toda imaginación nos trae o una tristeza o una felicidad. No hay creaciones de la imaginación -o imágenes de la imaginación- que sean neutras. Si la imaginación es la facultad de ponerle formas a las ideas, a los afectos -como le ponemos nombres a las cosas y a las personas-, las imágenes que se nos representan no solamente significan algo, sino que ese algo nos lleva a algún lugar. Y ese lugar nos despierta algún sentimiento, nos sugiere algún estado de ánimo, nos da nuevas ideas.

Muchos de esos seres imaginarios que ha creado la imaginación de los hombres -más que su fantasía-, son las formas de algo que debe o busca apoyarse en una imagen. Son alguna felicidad, algún terror, algún misterio. Algo.


Muchos seres y algunas ideas, para espanto racionalista, pueden llegar a ser imaginarios por misericordia. Si llegaran a mostrarse nos pegaríamos un susto tremendo. Nos serían monstruos, pesadillas o maravillas.

Dicen que Borges mismo dijo alguna vez: "desgraciadamente el mundo es real; y desgraciadamente yo soy Borges".

Ahora bien, desmitificar con aire suficiente, desconfiar de todos los productos de la imaginación es como negar, en el otro extremo, la contundencia de lo real. A veces, lamentarse de la capacidad simbólica es un esfuerzo inútil, es el pariente pobre de la negación de la existencia.

Borges, en ese aspecto, es sofisticadamente sutil, me parece, al hacer un catálogo preocupado y minucioso, erudito, acerca de cosas cuya existencia da por descartada. Es decir, descarta que existan.

Nuestra imaginación no siempre tiene fuerza bastante para imaginar realidades poderosas, tengan la apariencia de animales o cualquier otra.

Así también, por el contrario, nuestra inteligencia no siempre puede ver cara a cara realidades ciertas que mejor se muestran disimuladas bajo ropajes míticos o figurados.

Quien no sepa esto, creo, quien no advierta la diferencia entre la imaginación como una olla en la que se cocina lo definitivamente inexistente y la imaginación como la pálida pátina que intenta mostrar alguna poderosa existencia, tal vez -en un acto de debilidad- pueda llegar a decir que lamentablemente el mundo es real.