domingo, 10 de mayo de 2020

Non omnis moriar (III y final)




Hay dos asuntos que no podemos esquivar. Y no lo digo porque ahora estemos considerando las cosas de la muerte y debamos enfrentarnos a ellos.

Lo digo porque los hombres no podemos esquivarlos. Existencialmente.

El asunto es que somos mortales. Y el asunto es que somos inmortales.

Sabemos que vamos a morir. Deseamos, no solamente no morir, sino existir para siempre.

Nuestro cuerpo, por su propia naturaleza, se puede desintegrar y corromper y de hecho es lo que pasa.

Pero no existimos porque tengamos un cuerpo. Existimos con un cuerpo, pero no por él, aunque a él estamos destinados desde que existimos, y a él estamos destinados aun después de la muerte.

Lo que organiza la materia de la que está hecha nuestra corporeidad y nos hace quienes somos, es nuestro principio vital: el alma.

Y el alma no muere. Es inmortal e incorruptible. Desde que principia a ser, es para siempre. Y sigue siendo, por cierto, más allá de la muerte. Y no es un alma universal, no es un alma colectiva, no es un alma ideal. Es individual. Sólo nuestra, sólo de cada uno. Como nuestro cuerpo lo es.

El alma es espiritual e intelectual. Es el principio natural que nos hace naturalmente espirituales y principalmente inteligentes. Por espirituales, queremos el bien de nuestra propia naturaleza. Pero es de nuestra naturaleza, por ser espirituales, existir siempre una vez que existimos. Y por eso queremos el siempre una vez que existimos.

De allí nuestro deseo, nuestro apetito por ser y por no dejar de ser. Y no es una apetito fantasmagórico, no es un deseo baldío. Está en nuestra naturaleza porque el alma es inmortal.

Pero.

Todos vamos a morir.

Y aquí las palabras permiten extender el morir a varias realidades.

Decimos que el olvido es la muerte. La indiferencia es la muerte. El ostracismo es morir (la morte civile). Y hasta partir es morir (un poco). Todo secundum quid, claro. De algún modo y por analogía, claro.

Más serio se pone el asunto cuando tenemos que usar la expresión "morir para siempre", cuando de la vida y de la muerte se trata. De una vida determinada, de una muerte determinada.

Como vimos enantes en algunas frases y poemas, la vida puede quedar muerta en la muerte. Es decir, un vivir para siempre que sea la muerte para siempre para nosotros. Y no sólo para nuestra alma, aunque principalmente para nuestra alma.

Y para quien tiene ese deseo fortísimo y natural de perdurar por siempre, morir para siempre es verdaderamente la muerte.

Hay una sola cosa que verdaderamente es vivir para el alma inmortal. Fuera de eso, su vivir es un no vivir, dijeran en la tierra de conejos.

La vida inmortal sólo es vida verdadera en el reposo eterno, en el descanso eterno. En llegar a término, al final, al puerto. En reposar en la Posada a la que lleva el camino de la vida en este valle.

No es vida quedarse en el camino caminando interminablemente sin poder llegar a la Posada, sin descanso, sin término, sin sosiego, sin final, sin puerto. Y no poder dejar de querer el llegar al puerto y a su vez odiar el puerto y el llegar; y odiar el no llegar. Apartarse interminablemente y a la vez no poder dejar de querer llegar. Un infierno. El Infierno.

La mayoría de estas cosas que digo están en el libro II de la Summa contra Gentes, mírenlas allí mejor que acá y más largo y mejor explicado.

*  *  *

Entre los antiguos romanos, las ceremonias alrededor del morir eran muy importantes. Como pasa en otras culturas y pueblos (Japón, en la otra punta, por caso), esas ceremonias son rituales muy precisos y no hay margen para el error, de modo que tienen que estar en manos expertas. Pero, a la vez y paradójicamente, quienes se dedican a los menesteres funerarios son raleados de la comunidad porque, precisamnete, "se dedican a la muerte".

Un tramo de esos rituales romanos tiene su miga. A continuación de los ritos funerarios y de una liturgia compleja, se certificaba la muerte del muerto mediante el rito de la conclamatio, por el que todos los presentes llamaban al finado tres veces por su nombre a los gritos. Este rito tenía doble función: comprobar la muerte real y, a la vez, retener el alma cerca del cuerpo hasta que el cuerpo fuera enterrado y evitar, así, que errara sin sosiego buscando su tumba. Es decir, certificar que muriera aquí efectivamente, certificar que efectivamente pudiera vivir "allá" (lo que fuere "vivir allá", para los antiguos romanos).

No sabría decir si todavía hoy un ritual similar a ése sobrevive en la Iglesia, aunque bajo otras condiciones y finalidades; pero lo cierto es que , cuando muere un papa, los cardenales y el camarlengo que lo acompañan en sus últimos momentos, lo llaman tres veces para asegurarse de su partida, signo de lo cual, de algún modo, es la rotura del anillo que portó siendo papa.

Interesante comunicación entre vivos y muertos. Pero, claro, para eso la muerte tiene que ser algo, en primer lugar. Algo que importe, algo que nos exige a la vez seriedad y rituales precisos, que son modos de comunicación que se fundan en la realidad del mundo terrenal y del que ha de venir, el más allá, el otro mundo.

*   *   *

En estos asuntos, nuestros mismísmos días de estos días son un campo privilegiado de observación.

La muerte parece la última frontera. Lo que hay que evitar a toda costa. Lo más temido.

Un argumento contra la política que no la evita, un argumento de la política para hacer terrorismo social, cultural, económico. Un argumento contra la ciencia que no la puede detener ni muestra reflejos de rayo para hacerlo.Un argumento de la ciencia para quien ella, la muerte, es la gran enemiga.

Y un argumento para evitar al otro, un argumento detrás de la histeria de los contagios.

La muerte, ese enemigo. La muerte, nuestra medida de la vida. El pavor a la muerte, nuestra medida de lo que amamos más que la vida misma: un goce ilimitado de la vida temporal, sin dolor, sólo binestar, ninguna muerte.

Tiempo atrás, en esta misma de serie de comentarios, apareció la Fama. Esa modulación tradicional del tiempo en el que permanecemos vivos tras la muerte, en este mundo, nuestra perdurabilidad en el tiempo al morir.

Pero ya hoy no tenemos el expediente de la Fama. Ya no es un modo de durar. Y tiene cierto sentido que no lo sea.

Cuando había sentido y apetito de la Fama, había a la vez la convicción de una existencia perdurable fuera de la esfera de este mundo terreno, más allá de la Luna. Sin eso, ¿qué importa la Fama?

En la Commedia de Dante, condenados, penitentes y santos, en los tres mundos ultraterrenos, hacen gala de sus historias terrenales. Miran constantemente hacia lo que fueron en vida. Ciertamente que allá, en el allá de la Commedia que Dante recorre con pavor, misericordia y gozo, la Fama no cuenta.

Pero ellos, condenados, penitentes y santos, cuentan sí lo que en vida fueron y cómo y por dónde llegaron hasta adonde ahora sufren, purgan o gozan.

Es un memento acuciante de Dante a los vivos, que pueden así mirar a ambos lados de la línea férrea de la muerte. Más allá de la vida temporal en cualquiera de sus formas.

Pero esa edad tenía una Fe distinta. Eran cristianos, básicamente. Aunque es verdad que ese modo de ver la vida y la muerte está presente entre los hombres desde mucho antes del cristianismo y aun por fuera de él.

Que el cristianismo tenga la respuesta a la pregunta terminal de todo hombre, no significa que todo hombre no haya tratado de contestarla a lo largo de su historia en el tiempo de este mundo. Lo habrá hecho de modo incompleto o rengo, a veces confuso, a veces erróneo. Pero siempre tratando de mirar del otro lado del muro que es el límite de esta vida temporal.

Y lo que es más, se ha tratado de vivir, en el orden privado y personal, tanto como en el público y social, con ese telón de fondo de nuestra vida caduca en el tiempo y nuestro deseo de perdurar más allá de la muerte, que nos escandaliza con un grito de final absoluto que no nos resignamos a creer. Y se ha tratado de vivir ajustado el vivir a lo que se concibe respecto de la muerte y las ulterioridades, como ya vimos.

Pero nuestros días, y ya hace tiempo, son inéditos en ese mismo sentido.

Y este terror planetario del año 2020 lo ha mostrado. De tantas maneras que no es éste el lugar para dar detalle de tanto.

Salvo por una cosa, aunque también ella es materia de otros comentarios más extensos pero que sólo menciono aquí para terminar.

Dice Leonardo Castellani en su Apokalypsis de san Juan, que san Victorino mártir afirma que la Iglesia será quitada y aunque no dice dónde lo dice el mártir, es verdad que lo dice. Está en el comentario al versículo 14 del capítulo VI de la Revelación de san Juan que figura en su Scholia in apocalipsin Joannis, una obra de mediados del siglo III, en la que a la expresión Et caelum recessit tamquam liber, qui involvitur (v. 14), el santo exégeta comenta simple y muy escuetamente: id est, Ecclesia de medio fiet. A esto, Castellani agrega: pero eso no significa que será extinguida del todo y absolutamente, como opinó Domingo Soto, sino su desaparición de la sobrehaz de la tierra, y su vuelta a unas más oscuras y hórridas catacumbas.

Ahora bien, hablando sobre el Anticristo (El Anticristo protestante), en la segunda parte de Cristo vuelve o no vuelve, el padre Castellani le atribuye esa misma expresión ahora en latín a san Justino mártir: La frase "Ecclesia de medio fiet" , del primer comentor del Apokalypsis, San Justino Mártir, se debe interpretar en el sentido de una casi extinción, no de una corrupción. "Cuando vuelva el Hijo del Hombre, ¿creéis que hallará fe en la tierra?". Y esto no lo sé, porque no encuentro en san Justino esa expresión que suele atribuirse a él, también por otros.

Como fuere, lo haya dicho uno u otro, la frase impresiona lo mismo. Más de una vez, por otra parte, se ha comentado respecto de ella que no contradice las palabras de Jesús al confirmar a Pedro como piedra basal de la Iglesia en Mt. 16, 18: Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella.

Por qué lo habrán dicho uno o ambos mártires, eso no lo sé. No estoy enteramente seguro de que esa expresión (Ecclesia de medio fiet) se esté cumpliendo hoy en el sentido en que pudieron haberlo dicho en aquellos siglos.

Pero, por otra parte, lo que sí sé es que es verdad que la Iglesia tiene la respuesta ante la muerte y sus misterios, como tiene la respuesta ante la pregunta por nuestra vida y su destino, como tiene la respuesta sobre nuestro origen. Y es verdad que tiene en su mano la llave que abre y cierra. Y tiene los Sacramentos que alimentan y curan, los que hacen renacer al hombre y lo fortalecen y lo destinan a la vida eterna, su verdadera vida del alma que no muere más.

Todas cosas que el hombre hoy, hoy mismo, lo sepa o no, necesita. Incluso, y mucho más, ante la muerte. Y muchísimo más ante su terror actual ante la muerte, propio e inducido.

Y es verdad también que, precisamente hoy, todo eso le ha sido apartado. Y la Iglesia que es quien puede dárselo ha sido apartada. Y que la Iglesia se ha apartado.

Y es el caso que, hoy, cuando el hombre en su terror animal y mundano ante la muerte, tendría que querer decir siquiera Non omnis moriar, no moriré del todo, resulta que no puede decirlo, ni sabe siquiera que le convendría decirlo, aunque fuera como un prolegómeno para volver a caminar caminos muy antiguos.

Caminos que todavía llevan a la Posada, lugar sin fin después de la muerte, en el que el hombre podría vivir realmente. Y para siempre.


Y resulta, al fin, eso mismo dice aquel lema de los Lasso de la Vega: Ave María.

Porque quien batalla en este mundo debajo de esa consigna y de esa bandera, profesa la esperanza de estar sirviendo a Una que no murió y que lo espera, si uno bien vivió, detrás del velo de la muerte, para ya no morir.



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Esta presente es la tercera y última parte de las dos anteriores:

Non omnis moriar (I)

Non  omnis moriar (II)


En la ilustración de esta entrada: Memento mori, un mosaico del siglo I hallado en Pompeya,  actualmente en Museo Archaeologico Nazionale di Napoli, en Nápoles, Italia.