jueves, 19 de marzo de 2020

Non omnis moriar (I)



Non omnis moriar multaque pars mei
vitabit Libitinam...

Cuando Quinto Horacio Flaco compuso estos versos de su Oda (la 30, del libro III de sus Carmina), no estaba pensando en otra cosa sino en la fama y la gloria. El concepto nos resulta un poco ácido hoy día, pero es un talante tradicional ofrecerle a los siglos venideros el cuidado de nuestro nombre y procurar que el eco temporal de nuestras acciones nos haga pervivir, en el tiempo, por lo pronto. Cicerón, en el discurso Pro Archia, dice algo parecido, aunque, en un rulo simpático de su vanidad, hace que esa fama que con tanto empeño y trabajos busca cimentar, no sea sino para la grandeza y gloria de Roma..., razón por la cual espera que se le dé un cargo, próximo como estaba Pompeyo a hacerse del poder. Político, al fin, en este caso, en el mal sentido, aunque el discurso es una obra de arte.

En esas nueve palabras que cito de Horacio, hay todo un asunto que podría interesarnos, si nos detenemos a mirar un poco a quién busca evitar (o burlar). Trabajo que le queda a los interesados. Pero, resumiendo, digamos que esa Libitina de la Oda es una divinidad que atiende las cuestiones del inframundo y de los funerales por extensión. Es sabido que, en el monte al sur de Roma donde el notable rey Servio Tulio le levantó un templo en el siglo V a.C. (la diosa se estima que viene de tiempos etruscos), habían hecho estación los funebreros romanos de los días de Horacio, cerca de la diosa que iba a ocuparse de los muertos.

Hay historias sobre ella, la antigua confusión con Venus-Afrodita, por ejemplo. Algunas otras son hasta bizarras, como gustan decir. Por ejemplo, la moneda que se pagaba al templo por cada muerto que allí llevaban, lo que con las pestes y epidemias a lo largo de los siglos -algunas de miles de víctimas- resultaban en una cifra considerable. El dictado venía de tiempos del mismo Servio Tulio, que lo había establecido en varios templos, dedicados a nacimientos y muertes, para contar las monedas que allí había y que del recuento surgiera un censo primitivo de romanos-

Claro que no es el punto, ahora. Claro que no.

No moriré del todo, y una gran parte de mí
evitará a Libitina...
En la Oda, que se conoce por las primeras palabras (Exegi monumentum aere perennius: levanté un monumento más duradero que el bronce), Horacio se gloría de una cosa en particular: haber logrado transferir al ritmo italico los versos eólicos (princeps Aeolium carmen ad Italos / deduxisse modos), haciendo con ello que su humilde origen de él se volviera alto. Y él pudiera ver así sus laureles rebotar en el tiempo.


Con los siglos y el uso, las tres primeras palabras que trae el título de esta entrada se usaron para decir varias cosas. Aun, y hasta cierto punto según algunos, contradictorias con el sentido del verso original.

Tal es el caso, dicen, de un sentido cristiano que se ha educido de ellas. Y no que no pueda hacerse, digo por mi parte, aunque para hacerlo hay que ser muy poético, es decir, muy preciso. Porque la fama de los antiguos es casi la intuición de la perdurabilidad de nuestras acciones, en un sentido que tal vez ellos mismos no entendieran del todo.

El orgullo y el apetito de honra, en particular el desordenado apetito de honra, pueden hacer estragos en esa ligazón entre fama y eternidad.

Pero, con todo y eso, algo sabían los antiguos, siquiera veladamente, respecto de esa ligazón.

Se levanta un monumento a nosotros mismos con nuestras acciones en nuestra vida temporal perecedera (así lo diría Jorge Manrique en el siglo XV), y que durará, de algún modo. Y hará que no muramos del todo, perviviendo nosotros en nuestro nombre y en los hechos que nos atribuyen o, mejor, de los que hemos sido de algún modo la causa.

Esto, mis queridos, quiere decir que en el término de esta entrada y la que sigue, hablaré de la muerte.

Que el tema se asocie tan ásperamente a nuestros días mundiales, no es inocente de mi parte, porque no hay motivo para no hablar de la muerte cuando todos hablan de la muerte sin querer hablar de la muerte.

Es verdad que en términos cristianos -tan siempre paradojales ellos- hablar de la muerte es hablar de la vida. Porque es sabido que quien estableció la medida del cristianismo, así lo dijo, más de una vez, como por ejemplo al decir: el quiera salvar su vida la perderá y quien pierda su vida por Mí, la encontrará.


Pero dejemos aquí y guardemos algo de esto para la segunda parte.


Y antes de terminar ésta, permítanme agregar un brevísimo excursus.


Esas palabras de Quinto Horacio son peligrosas.

Non omnis moriar.

Sólo tienen un sentido en el que dicen la verdad y es bueno que la digan. Sólo uno. Y en ese sentido la fama y la eternidad no tienen por qué ser contradictorias.

Pero sólo en un sentido eso es así.

Decirlas de otro modo, queriendo decir cualquier otra cosa, en otro sentido, por otra razón, significan algo que tal vez sea la muerte misma, y con eso la máxima contradicción a vivir y perdurar en el eón de este mundo, en la memoria del hombre que vive en este tiempo y aun, más importante todavía, más allá del tiempo.



Es decir que hay que tener cuidado con lo que se dice.