lunes, 30 de octubre de 2023

Excursus (III): A ver los apóstoles del mal menor




Pongámonos de acuerdo. Si se trata de una posición oportuna (sí: quise decir oportunista...), la cuestión tiene nada de interés real. Ni vale la pena trenzarse en idas y vueltas de fintas verbales. 

Si, en cambio, se plantea por convicción –incluso hasta por inadvertencia– entonces tal vez algo podrá discutirse del asunto. Y si bien es cierto que hay millones que no estarán en condiciones de acceder a distinciones más precisas y tomarán la cuestión del mal menor apenas como un eslogan o un diktat, sin colarlo para ver que tiene de verdadero, hay quienes difunden la consigna y sí están en condiciones de saber qué están diciendo y a qué están impulsando.

Adelanto mi opinión: en la mayoría de las gentes a las que les he oído exponer el malminorismo, veo que parece tratarse de un término talismán, algo como mágico, y hasta algo como un rayo inmovilizador que deje abierta solamente una puerta por la que se sentirían mejor viendo entrar a la mayor cantidad posible de gentes a la opción que ellos han elegido. En estos apóstoles he visto hasta una argumentación fatigada para llegar a la conclusión que mejor les cuadra. ¿Por qué es la que mejor les cuadra? Qué puedo decir, hay tantos motivos, aun entreverados en una madeja oscura y enmarañada, que no es para nada fácil separar las hebras.

Aversión al peronismo y muy especialmente al peronismo K con su legajo de desmanes, choreos, petulancia, patoterismo, inmoralidad y otras virtudes semejantes; también está el asco que les produce Massa, sea lo que ahora sea Massa en este microsegundo de su historia política personal, que nunca se sabe qué es, salvo que es Massa, lo que ya parece una patología completa en sí misma. Pero también está el miedo, la desesperación, o el afán de volver a hacer buenos negocios. O la expectativa ilusoria de poder recoger, arrodillados a los pies de la mesa de los patrones, las migajas de plástico con las que los patrones contentan a los pusilánimes, que no se atreven o no quieren hacer las cosas por sí mismos y esperan que se las regale otro, llave en mano. Migajas, por otra parte, de asuntos morales, culturales, educativos, políticos, económicos, que dicen importarles muy mucho. Pero, hay que decirlo dos veces, las migajas que esperan recoger son de plástico.

¿Hay que seguir? No: son demasiadas cosas las que se juntan y se hace pesado el discrimen. Salvada sea siempre la situación mental y afectiva subjetiva de cada persona que opta por sus propias razones lo que entiende ser el mal menor.

Me pregunto, eso sí, si además del eslogan malminorista y hasta la argumentación coucheada para sostenerlo y "militarlo", se han puesto a considerar seriamente la cuestión.

Primero, el capítulo del "género": opción por el mal menor, y después su "especie" de mal menor en política, que es sólo una aplicación particular. Me pregunto si, con el tono sesudo y preocupado que se les oye a varios, han desgranado hasta donde hayan podido la filigrana delicadísima que moralmente supone la opción por el mal (menor o no menor, es mal lo mismo), si han considerado las circunstancias y condiciones que hacen lícita la opción, que es en rigor una tolerancia y no una elección del mal estrictamente hablando. Cuestión moralmente delicada siempre y muy finita. 

Es antigua y problemática la cuestión de minima de malis eligenda y más problemática todavía tal vez la no menos antigua cuestión de consulere minus malum. Insisto: es delicada moralmente, en su género y en su especie (que es elegir el mal menor en política).

No sería del todo obligatorio, aunque convendría ciertamente repasar cómo lo considera Cicerón, que es uno de los inventores de la máxima que desata tratados y tratados, y que aparece en De natura Deorum tanto como lo aplica en discursos políticos o en el tratado sobre los deberes, y así. O, en un salto, cómo lo piensa San Agustín; o, en otro salto, Santo Tomás de Aquino, al menos en el De regimine principum o, si vamos a ver, a lo largo de casi toda su obra, no solamente en la Suma Teológica, pues está referida en opúsculos como De malo, obviamente, pero también en tratados mayores como los comentarios a las Sentencias, la Suma contra Gentiles, y otras partes.

Con todo y eso, y para no errar en el criterio, al caso vendría la distinción entre, por una parte, una recta comprensión de qué significa la opción y, por otra parte, la consideración muy menuda del mal menor en clave de moral proporcionalista o circunstancialista, al modo de Richard MacCormick, por ejemplo, que tanta discusión trae (y tanto se usa, incluso en estos días aplicada a una elección de candidatos), porque, simplificando, el proporcionalismo sólo compara como si dijera cantidades para considerar cuál es la mejor, haciendo del asunto una cuestión más material que formal, con graves consecuencias: como si dijera que es lícito, para salvar a 10, matar a un inocente, sin remordimiento, diría, porque 10 es más que uno, en proporción, y eso es bueno. Algo similar aunque discutible en menor medida ocurre con la regla de la razonabilidad, según la entiende John Finnis.

Pero a la vez, y entre otras cosas, me pregunto también si, para considerar en recta doctrina la cosa, ahora en materia eleccionaria y comicial, los malminoristas no se apuran a excluir y excomulgar la opción del voto en blanco o nulo entre los posibles males menores. Porque de hecho ambas opciones son lícitas moralmente, no solamente legales, y siendo así debe considerarse el caso de que esa posibilidad sea un bien o aun incluso una instancia elegible del manoseado mal menor y no solamente la elección del que se considera el candidato menos malo. Aunque hay que subrayar que candidato menos malo en esta precisa instancia actual es también una expresión que debe someterse a discusión, obvio decirlo.

Como se ve, son tantas las consideraciones –que supongo han hecho los apóstoles del mal menor, por ejemplo para la elección del 19 de noviembre– que entiendo sería largo examinarlas, discutirlas, matizarlas, ponderarlas, todos verbos que quiero suponer que ya han conjugado concienzudamente los promotores y militantes de esa postura, todas las cosas consideradas. 

Y advierto otra vez: no estoy hablando con los que quieren un voto a como dé lugar por la peores razones, no estoy hablando con los que quieren que gane su parte, no estoy hablando con los conversos o tránsfugas o mercenarios o apóstatas. Sólo hablo con los que de veras consideran el bien mayor posible, el bien mayor posible, repito: no "su" bien o el de su facción. El bien de la patria. El bien común.

Como fuere, ni a unos ni a otros voy a permitirles la extorsión moral, ni transformar en dogma lo opinable, ni hacer de lo optativo algo obligatorio. No sin antes, cuando menos, discutir seriamente el asunto y no con las sofísticas "verdades oportunas" de Protágoras.

Pero no dejemos esto sin una cosa más. 

Porque lo cierto es que a todos (y más a los que suenan muy preocupados por los destinos de la patria) nos cabrá que nos señale el dedo que nos conmina a contestar por qué no hemos hecho posible el bien mayor posible en lo político. Y se nos pedirá cuenta de por qué elegimos hacer y haber hecho más o menos la plancha con un jugo de pomelo en la mano sobre una cama inflable que flota sobre aguas medianamente cómodas, para que, cuando llegue el momento de las opciones que suenan en nuestra boca muy serias y preocupadas y patrióticas, sólo tengamos ante los ojos el ominoso cuco conveniente del mal mayor, y en las manos, claro, la "obligación" de considerar la estrategia oportuna y sedante de tener que recurrir al "salvador", es decir, al mal menor. 


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Para quien haya seguido la serie en la que venía tratando acerca de la Oda de Horacio y la aurea mediocritas, anoto que este excursus es parte de esa misma serie.