Hay muchas razones posibles que
expliquen por qué escribió John Tolkien sus historias tal como las conocemos. Y
entre todas hay una que es real y verdadera: si el profesor Tolkien no hubiera
sido un docente relativamente pobre no sabemos si habría habido un Hobbit y todo lo demás. La historia es
conocida: aunque los sueldos de Oxford eran mejores que los de otros centros de
estudios, Tolkien tenía 4 hijos (cosa infrecuente) y bastantes gastos para
criarlos. Tuvo que anotarse en distintas partes para corregir exámenes de
ingreso que le dieran un complemento a sus ingresos ajustados. En uno de
aquellos exámenes, dice, un estudiante tuvo la cortesía de dejar una hoja en
blanco. (Créanme que es fatigoso corregir y es verdad que le da un cierto recreo
a la mente encontrar de pronto una hoja apenas escrita o directamente en
blanco.)
En esa hoja en blanco, el profesor dejó que su silenciosa creatividad se
filtrara hasta la superficie y, descansando del tedio, escribió una frase,
digamos, al azar y, en principio, completamente huérfana de padre o madre: en un
agujero en la tierra vivía un Hobbit. Y nada más.
Hay dos cosas que apuntar sobre esa casualidad.
1. Tolkien nunca pudo explicar del todo de dónde surgió en su mente esa
palabra. De eso trataron de encargarse críticos y urgadores y especuladores.
Pero él no lo supo y lo dijo más de una vez. 2. Por otra parte, otra cosa que
siempre dijo fue que si encontraba una palabra (o la inventaba, que etimológicamente es lo mismo) podía escribir una
historia con ella: “dénme una palabra y
le encontraré una historia”, decía.
¿Es verdad lo que dijo? Hay que creerle, por supuesto. Pero sólo hasta que
llegamos a la fragua oculta en la que el arte alumbra y elabora sus obras, en
una intimidad que es inalcanzable hasta para el propio autor. A ese caldero que
hierve sobre el fuego de lo que llamamos la inspiración van a dar literalmente
innumerables percepciones sensibles, muchas inconscientes o fragmentadas,
pensamientos aparentemente perdidos, ideas que en un momento se consideran
locas o que no llegan a formularse completas, soliloquios inconexos. Y más
cosas. Tolkien sostenía que las historias iban escribiéndose a medida que él
las plasmaba. Y hay que creerle también. Pero…: nadie da lo que no tiene. De
modo que en algún lugar estaban todas esas cosas. El lenguaje, al ponerlas en
signos, las estructuran, las completan, y les descubren su forma interior. Más
que darles una sintaxis, el lenguaje revela su ilación y su sentido.
Pero tenemos que enfocarnos en la figura
del Hobbit. No sólo porque lo pide el
título que ha reunido a esta mesa. Sino porque, el origen, la causa de esa
centralidad, es el propio Tolkien. Y aquí, un breve apartamiento del camino
principal. Porque cualquier lector –fanático o consecuente, y hasta uno casual–
se da cuenta más o menos inmediatamente de que la obra de Tolkien es vastísima
en geografías y astronomías, en lenguas y hasta en estudios lingüísticos, en
historias y prehistorias, en cosmogonías, en literaturas, en antropologías, en
filosofía y ética. Y hasta en teología, claro.
Cosas, mundos, mitos, personajes, mucho mayores que un Hobbit, hay en las historias que cuenta Tolkien. Y, como ha dicho
el propio autor, todo ese mundo paradigmático es el marco, el contorno en el
que actúa este personaje humilde y sencillo. ¿Siempre fue así? No exactamente.
Tolkien pensó en dragones y en palabras extrañas desde que era muy chico. Su
primer cuento se refiere a ellos y su primera correctora lingüística fue su
propia madre. En una carta al escritor W. H. Auden le cuenta ese hecho: Mi
madre no dijo nada del dragón, pero señaló que no era posible decir «un verde
dragón grande», sino «un gran dragón verde». Me pregunté por qué, y me lo
pregunto todavía..., le dice en 1955. Lo cierto es que abandonó por bastante
tiempo la escritura y se volcó a las palabras, lo que de allí en más nunca
abandonó en los siguientes 73 años.
Pero un día apareció esa hoja en blanco. Y el primer Hobbit. Habían pasado casi 30 años de aquel cuento del dragón
verde. Era un profesor y filólogo, sencillo, hogareño, humilde, afable pero
poco sociable (salvo reunido con amigos o colegas), que venía siguiendo caminos
que para la mayoría eran abstrusos: lenguas antiguas del noroeste de Europa y
sus literaturas. En lo personal y, como él mismo dice, lenguas e historias a
partir de lenguas fue algo más que su afición desde muy chico. Pero la propia
historia de la aparición de un Hobbit
en su imaginación y en su legendarium, sigue siendo un hecho curioso.
Tolkien componía historias en ese registro (muchas en su mente) desde que
advirtió, todavía antes de terminar sus estudios, que Inglaterra no tenía un
mito heroico a la altura de otros pueblos del Noroeste europeo. Y fue tratando
de recrear la suerte de un personaje heroico del Kalevala, una saga finlandesa,
que comenzó a delinear un mundo en el que –siempre a partir y en torno a las
lenguas que amaba– se completara ese legendarium.
Y lo hacía con una precisión y vastedad inauditas. Hasta que apareció un Hobbit. Y todo cambió.
Porque con el súbito Hobbit incorporó
un punto de vista que hasta entonces no había contemplado: la mirada de todas
las cosas con los ojos de un Mediano.
Ni enorme ni insignificante. Mediano.
Pero capaz de hazañas que acomete cuando es necesario, contra lo que su
apariencia vulgar, comodona y burguesa parece mostrar. Es decir: un Mediano como cualquiera de nosotros. Y
más. Como el propio Tolkien, según su propia idea de quién es y cómo es él
mismo.
Tolkien mismo ha dicho que cuando el Hobbit
apareció con su historia propia y la cuestión del Anillo encontrado en
apariencia por casualidad, todo cambió. Y esa aparición influyó en el curso y
la substancia de su obra mayor: El Señor de los Anillos. Cuando hubo que
continuar El Hobbit, a pedido de los
lectores y editores, ya había un asunto y había un personaje principal y una
finalidad para el relato. Se tomó 17 años para mostrar el resultado. Pero,
cuando apareció la enorme y extensa obra, ya teníamos un emblema potente: Frodo
Baggins, es decir, un Hobbit.
Un Hobbit
que iba a representar varias cosas. Por ejemplo, como ha dicho Tolkien, la
estatura común y el valor extraordinario de los soldados rasos ingleses que
había conocido y con los que había convivido en la I Guerra, por ejemplo. El
hombre común inglés de la campiña. En parte, también el cockney, vulgar pero sufrido, alegre y animoso.
Muchas de las opciones que Tolkien tomó en su obra son por decirlo mal “gustos
personales”. Así la preferencia por el campo, las montañas o el mar, el
desprecio por la vida industrial, por las “máquinas” de cualquier tipo, por la
producción en serie, su amor por los árboles en particular, hasta cierta
indiferencia por viajes y aventuras y la preferencia marcada por la vida
tranquila y hogareña. Él siendo él mismo y la vida que llevó lo fueron
moldeando en esa dirección. Pero no todo es tan casual o espontáneo. Tolkien no
es un hippie. Es un scholar, un estudioso, un lector. Sus
opciones tienen también detrás un curso espiritual e intelectual. Sus opciones
son también una conclusión. Y también es un hombre consecuente con su fe
religiosa, fe que no solamente practicó sino que también estudió y meditó. Una
fe que le mostró desde muy temprano, aún siendo un chico de 8 años, los
sinsabores existenciales, la consecuencia de ser algo. El desprecio, la
pobreza, el abandono en el dolor, el apartamiento social, la incomprensión de
familiares y amigos. Su madre, Mabel Suffield, es el emblema de todas esas
cosas que ella sufrió primero y sus hijos con ella. Ser católico, entendió
Tolkien, era un viaje peligroso, en el que había que enfrentar dragones y
orcos, magos malévolos, arañas voraces, desiertos inhóspitos, cumbres hostiles.
Y así.
Pero, un Hobbit, iba a toparse en ese
camino con algo más. Porque en ese viaje no hay solamente peligros que acechan
y males que buscan el daño del viajero.
El mundo paradigmático y épico que Tolkien tenía en mente y para el cual buscó
siempre una realización literaria, de pronto, con la aparición precisamente de
un simple Hobbit, se vio conmovido. Y
además, paradójicamente, completo. Sin aquella hoja en blanco, el curso de las
sagas que su creatividad y conocimiento iban elaborando y sobre las que trabajó
y pensó por decenios, posiblemente habría tomado un rumbo distinto. Y esa nueva
perspectiva lo empujó a incorporar una mirada nueva. La mirada de un hombre
común y corriente (no olvidemos que los Hobbits
se distinguen de los Hombres, sólo por su estatura). Esa mirada puso en otro
registro el curso de las historias de aquel mundo heroico de su legendarium. Que la lucha entre el Bien
y el mal tuviera ahora un protagonista semejante a nosotros cambiaba
completamente la cuestión. Y Tolkien se dio cuenta. Y, por lo que sabemos,
quedó muy conforme con el resultado en lo que al sentido de su obra mayor se
refiere.
El mundo que los Cuentos inconclusos y especialmente el clima de lo que se
agrupó bajo el título de Silmarilion, nos llevan a un ámbito
primordial y netamente heroico, hasta con la potencia trágica de las sagas y
leyendas del Noroeste, más que las del Mediterráneo, como él mismo observó.
Pero había un dato nuevo que ya no podía ser disimulado y ocultado y que
provenía de un ámbito diferente. Los mismos temas que lo apasionaron alrededor
de las lenguas antiguas, los cuentos de hadas y de la épica heroica (por
distinguirla de la épica romántica), tenían ahora una competencia: el emblema
de un Hobbit.
Los únicos tres cuentos que Tolkien escribió (entre las décadas del ’40 y el 60
del siglo XX) por fuera del paisaje heroico de los grandes relatos, muestran
algo similar que, por una vía lateral, confirman su perspectiva. Tres
personajes anodinos, antihéroes al parecer, Medianos
también aunque no Hobbits, hombres
corrientes los tres, se transforman en algo que no se ve en la superficie.
Egidio, Niggle y el Herrero de Wooton Major, emergen de su medianía para
volverse también ellos paradigmáticos, en diversos modos. Una gota de esperanza
para los hombres comunes, un aliciente para cualquiera de nosotros.
Especialmente en la última historia, la del herrero que puede visitar el Reino
de Fantasía, no por su voluntad sino porque ha sido elegido por el propio Reino
de Fantasía para ello.
Hay quienes han apreciado y hasta en parte seguido las huellas que llevan a Tolkien
a ese mundo paradigmático de Fantasía y lo traen de vuelta a la vida real, ahora
con un mito que sirve para iluminar desde esa perspectiva asuntos que nos conciernen.
En parte, tal es el caso, por ejemplo, de George Martin, autor que cobró fama en
los últimos años:
La fantasía existía mucho tiempo antes que él, sí, pero J.R.R. Tolkien la tomó y la hizo suya de un modo distinto del de todos los escritores que le habían precedido, un modo en el que ningún escritor lo volverá a hacer. El tranquilo filólogo del Oxford escribió por placer, y para sus hijos, pero creó algo que conmovió el corazón y la mente de millones de personas (...) Tolkien cambió la fantasía: la elevó y la redefinió, hasta el punto que nunca volverá a ser la misma (...) Tolkien fue el primero en crear un universo secundario perfectamente acabado, un mundo entero con sus propia geografía y sus historias y leyendas, sin ninguna relación con el nuestro, pero, por alguna razón, tan real como este (...) El camino sigue y sigue, dijo él, y ninguno de nosotros sabrá nunca qué lugares maravillosos nos aguardan, detrás de la siguiente colina. Pero no importa lo lejos que viajemos, no debemos olvidar nunca que el viaje empezó en Bolsón Cerrado, y que todavía todos estamos siguiendo los pasos de Bilbo.[1]
Dicho todo esto, creo que apenas hemos
recorrido el sentido horizontal de las historias de Tolkien. Falta decir algo
quizás más importante que destacar la inmensa creatividad (o subcreatividad,
diría él) que dio nacimiento a las obras. Falta hablar del sentido vertical que
estructura sus obras. Las preferencias nórdicas y célticas de Tolkien son
conocidas y están en la raíces de sus paradigmas. Pero lo que no hemos dicho
hasta ahora es que han sido atravesadas por una luz distinta e invisible que
las forma desde adentro. De un modo deliberado, Tolkien no ha querido que
hubiera en sus obras una mención determinada de alguna Iglesia o religión institucional.
Él mismo ha dicho que eso corre por las venas de la inspiración y del proceso
interior de la subcreación. Del mismo modo como debe correr por el interior de
las narraciones. Y es así como la intensa y consecuente religiosidad católica del
autor no está presente ni de modo explícito ni a modo de alegoría, cosa que no
quiso incluir explícitamente. Es como si dijéramos que la quintaesencia de su
religión y de sus ritos, la quintaesencia de su credo, de sus dogmas y su
cosmogonía y su moral es parte de la narración, sin que esto llegue a
mencionarse siquiera.
La figura del Hobbit es precisamente
un ejemplo de esto mismo: alguien que ha de llevar una carga inmensa,
incomensurable. Una carga dañina para todo lo plantado por Eru y el Valar, en
la Tierra Media y aun más allá. Un mal con un apetito insaciable, con un odio
sin medida, con una voluntad de afeamiento y envilecimiento sin tasa, que hace
esclavos de todos los que se le someten y a todos a los que somete. Alguien
tiene que enfrentar la tarea épica y trágica de derrotar ese designio maligno,
más allá de sus fuerzas, con la asistencia de otros más poderosos y altos que
él pero que sin su anuencia y su acción nada pueden. Ese alguien está en el
centro de la Guerra del Anillo, un protagonista que Tolkien incorporó más allá
de sus ideas literarias del comienzo y al que hizo representar a la vez el
papel de un redentor y el papel de un hombre falible pero capaz de la hazaña.
Nada le habría costado a Tolkien mantenerse en el mundo heroico. Nada habría
sido más acorde con una épica nueva y nacional para los ingleses, tal como
pretendía componer.
Pero surgió un Hobbit y Tolkien tuvo
el buen tino de entender al final que el hombre insignificante, despreciado por
los mayores, en cuanto a que no lo registran siquiera en el número de los que
existen, ese Mediano, era
precisamente la figura perfecta para poner el quicio del mito. Así fue que el
lugarteniente del terrible Melkor, Sauron, el Nigromante, fue engañado: jamás
supuso que un Mediano lo enfrentaría.
Y lo vencería.
Como si dijéramos que Satanás jamás hubiera imaginado que un oscuro carpintero
de Nazareth, podría enfrentarse a él. Y vencerlo. Y vencerlo eternamente.
(*) Participación en el panel destinado a Tolkien, junto con María Ricoveri de Canale y Juan Tomás Widow. 47° Feria Internacional del Libro de Buenos Aires – 14 de mayo, 2023.
[1]
En
la Introducción a La tierra Media: reflexiones y comentarios
(K. HABER y otros, 2003). George Raymond Richard Martin deja Hollywood y se
retira a Nuevo México, desde donde vuelve en 1996 al mundo de la literatura con
la novela Juego de tronos, inaugurando
el ciclo Canción de hielo y fuego, que
lo hizo famoso.