miércoles, 23 de marzo de 2016

Venus revisitada


De principio a fin, los amores humanos son un asunto difícil y misterioso. Porque amar es difícil y misterioso.

¿Acertamos al amar? La respuesta más fácil, la que para muchos grita la experiencia, es que de ninguna manera. Sólo, dicen, en ocasiones infrecuentes, y felices, por cierto. Pero, dicen, más bien tiende a cero -dirían un matemático o un físico- la probabilidad de que acertemos.

Será. Pero lo cierto es que no es tanto lo que el amor haga con nosotros. Es lo que nosotros hacemos con el amor. Y allí amor está dicho en dos sentidos algo distintos y a veces bien diferentes.

El primero se refiere al amor real, y muy particularmente al que sabemos con mayúsculas, porque no hay modo de que no sea real el amor que hace algo con, en o de nosotros. Y en tanto que real, lo que hace es benéfico.

Cuando somos nosotros los que hacemos algo con el amor, el asunto se hace opaco y vidrioso. No es tan claro que eso que llamamos amor lo sea realmente. Y de allí la diferencia. Y de allí los desaciertos, que en general proceden de nuestra propensión a confundir el amor real con heridas de flechas que no son precisamente amorosas, por apasionadas que sean, por apasionantes que nos resulten, y aun por más que tengan algún substrato de lo mismo amoroso real, más lejano o más próximo.

Asunto misterioso, sin duda. El que más, sin lugar a dudas. Porque la raíz misma del amor es un misterio infinito.

Para amenizar cuestión tan espinosa, tal vez valga citar a Shakespeare en su Romeo y Julieta, en dos pasajes que creo que vienen a cuento:

En la escena II del acto II, está el emblemático balcón bajo el cual Romeo jura su amor por la Luna y Julieta lo reprende con una amonestación ya clásica:
¡Oh! No jures por la luna, por la inconstante luna, que cada mes cambia al girar en su órbita, no sea que tu amor resulte tan variable.
Un poco antes, en la escena I, dialogan en la noche Benvolio y Mercucio mientras buscan al apasionado Romeo que anda perdido por Julieta:
Vamos, dice Benvolio, se habrá ocultado entre esos árboles, para buscar la compañía de la noche. Su amor es ciego y le conviene más la oscuridad...
A lo que Mercucio contesta:
¡Si su amor es ciego no puede dar en el blanco...!

Dicho lo cual -y dejando por el momento la cuestión en estas alturas, o bajíos, según se prefiera-, levantará un servidor la vista y se pondrá a mirar las estrellas, a ver qué respuesta podría uno encontrar allí.

*   *   *

Y entonces, Venus.

La más brillante de las luces estelares que vemos por las noches desde este valle. Claro que es un planeta, es decir, un ser errante y vagabundo, según su étimo. Y sin embargo tiene nombre de estrella. Y ahora estoy jugando un poco con las palabras, pero no tanto.

Porque es sabido que Venus es la transcripción al panteón romano de la Ishtar de los babilonios, que fueron quienes, como también es sentencia común, le pusieron los nombres a los planetas visibles desde el suelo terreno.

Ishtar: en sus raíces antiguas, la palabra pudo haber dado, verosímilmente para los filólogos, nuestra estrella; por una vía lateral, de la misma cosa con otro nombre tenemos astro. De hecho, esa divinidad femenina era también Astarté entre los babilonios.

En lo que toca a sus dotes, convengamos en que la joven no tenía buena fama. Era considerada, entre otras cosas, la cortesana de los propios dioses, que no eran pocos. Y amante de numerosos hombres, claro, también. Entre sus patronazgos, figura el de la prostitución, tanto la que se consideraba ritual entre aquellos pueblos, como la otra, ciertamente más común y menos mística. Por supuesto, es además un emblema de femineidades y fertilidades, y la primavera y los florecimientos de varios tipos le están asociados. A la vez, regentea las pasiones amorosas habitualmente ardientes y, como tiene sangre belicosa por parte de padre, según los mitólogos, Ishtar se lanza a las más feroces venganzas y crueldades cuando sus arranques pasionales son contrariados por otras deidades o por simples mortales. Muchos pasajes míticos alrededor de esta figura babilónica, pasaron a otras mitologías y tanto a Afrodita, como a Isis o a la misma Venus, le ocurrieron cosas parecidas, que evidentemente tienen un fondo común o una relación causal, según se trate de un pueblo u otro.

Ardorosa, inconstante, apasionada, vengativa. Así resultaba Ishtar y bastante de ello heredaron sus émulos posteriores.

Como fuere, aun Ishtar, pero ciertamente Afrodita y Venus, que es quien nos interesa ahora, son el emblema pagano del amor, siquiera de un tipo de amor.

Y allí está Ishtar en el cielo. Venus. Veleidosa en sus revoluciones, como buen planeta, y más que otros en nuestro sistema. Y rigiendo desde allí, al parecer, los impulsos amorosos de los mortales. A ella se le encomendó desde antiguo en ese mapa sidéreo el segundo círculo que gira alrededor de la verdadera estrella de nuestro mundo planetario.

Hay que decir, al fin, que -junto con Gea-Gaia, nuestra Tierra- tiene la nota distintiva de llevar nombre femenino, en ese mundo habitado por presencias masculinas.

Estrella de la mañana, Estrella de la tarde, nombres que se le han dado y que, a la vez, evocan realidades mayores y hasta contradictorias con su naturaleza. O vaya uno a saber, porque el amor sigue siendo asunto del todo misterioso.

*   *   *

Ahora bien.

Me pregunto seriamente cómo pudieron haber sabido aquellos hombres tan doctos en las cosas estelares, ciertas particularidades del planeta que nombraron con el nombre de Ishtar-Venus, particularidades que sólo es posible conocer en nuestros días con aparatajes y hasta viajes inexistentes por entonces.

Porque el caso es que, simbólicamente, algunas notas curiosas que hoy conocemos del planeta, confirman el acierto de su nombre, de un modo que hasta me parece extraordinario por lo que tiene de prácticamente imposible.

Y voy a enumerar apenas tres asuntos.

Ishtar-Venus gira en torno a su eje en sentido contrario al que lo hacen el resto de los planetas. Y en eso es único. De modo que el sol sale allí por el oeste y se pone en el este. Nadie sabe bien por qué y presumen algunos que esa contrariedad es producto de alguna enorme y majestuosa colisión en tiempos remotos, causa que, por otra parte, se aduce para todas las inclinaciones de los ejes planetarios, el de la Tierra incluído.

Como se prefiera: pero allí la colisión cambió el giro de las cosas de un modo inusitado y en otros arrabales del mundo solar, no.

No parece que le quede mal a Ishtar esa peculiaridad, si es verdad que su apasionamiento es capaz de llevar las cosas al extremo de darle vuelta el mundo al más pintado, de modo que invierta completamente su dirección, la percepción del sentido de su vida, sus prioridades, tal como la pasión hace con los apasionados.

Tal vez habría que agregar en este punto que el eje sobre el que gira se ha invertido casi completamente, es decir 177°, de los 180 que debería tener si diera una vuelta por completo opuesta. De ese modo, en la veleidosa Ishtar-Venus también el sur es el norte, por decirlo de alguna manera. Lo cual es prueba de lo mismo.

(¿Pero no hace algo por el estilo también el amor real?)

Por otra parte, y en segundo lugar, es curioso que los antiguos hayan acertado en lo que se refiere a los ardores que la niña padece y provoca. Porque resulta que, por sus características atmosféricas tan particulares, y recién ahora conocidas, Ishtar-Venus soporta en su aire y en su superficie temperaturas más alta que todos sus hermanos, pese incluso a no ser, como Mercurio, el planeta más proximo al sol. Sus casi 500° de calor son un argumento concluyente si hay que probar su constante y terrible ardor. Recuerdo ahora, por ejemplo, que en la Perelandra de la trilogía de C. S. Lewis el planeta Venus es imaginado como un inmenso océano móvil, cosa por completo distinta a lo que hoy sabemos, en virtud precisamente de su torridez agobiante. De hecho, no hay una sola gota de agua en Venus.

(¿Pero acaso el amor real no es también fuego ardiente y lo que se quiere es que arda, aunque el fuego y las palabras mismas que lo nombran no son lo mismo que el ardor del mero apasionamiento?)

Queda un tercer asunto más. Algo que no le pasa sólo a Ishtar-Venus. También le ocurre a la Luna de nuestra Tierra. Pero creo que, en todo caso, que les pase a ambas figuras es igualmente sorprendente, además de reforzar el acierto de los antiguos al nombrar.

En Ishtar-Venus el año dura menos que el día. Gira sobre sí misma morosa y muy lentamente de modo que para cubrir su circunsferencia, es decir para pasar el día y la noche en Ishtar-Venus hay que gastar 243 días de los nuestros. Sí, oyó bien. Un día en Venus dura lo que 243 días terráqueos. Mientras, el año venusino -es decir, el tiempo que tarda en girar en torno al sol- dura unos 225 días terrenos. Esto es: en Venus, cuando ya ha pasado un año todavía no ha pasado un día.

Insisto: con la Luna ocurre otro tanto, como ya se sabe: su órbita alrededor de la Tierra (su año, diríamos) dura unos 27 días; entretanto, su día (es decir, el tiempo que tarda en girar sobre sí misma) dura unos 29 días. Pero el hecho mismo de que la Luna sea -a favor o en contra- un asunto tópico entre los amantes y enamorados, que suspiran tradicionalmente a su cobijo (como lo hacen al amparo de Venus), no hace más que confirmar la nota simbólica del único planeta que muestra esta peculiaridad sorprendente y extravagante.

Quiero decir, si se me permite, que no deja de ser curioso que Ishtar-Venus muestre simbólicamente esta forma tan típica de percibir, sufrir y gozar del tiempo en los asuntos pasionales.

¿Acaso no es verdad que el día es interminable para el que arde apasionada y ansiosamente, y que, a la vez, el año puede hacérsele más corto, una vez que el mismo tiempo transcurriendo ha curado en algo o aplacado de algún modo la pasión?

Era costumbre terapéutica antiguamente poner distancia entre amantes desdichados o en asuntos de pasiones inconvenientes o imposibles. Precisamente, se le confiaba al tiempo (y a la distancia) el remedio. Porque distancia, en aquellos días, era también consecuentemente tiempo, no como ocurre ahora en nuestro mundo de velocidades e inmediateces, de tiempos y distancias diluídos hasta casi desaparecer.

No es así todavía en Venus: allí los días son aún interminables en el reino de la ferozmente alocada Ishtar y los años pasan más rápido, finalmente. Casi una condición inherente a la pasión que la signa.

(¿Pero no es verdad a la vez que el tiempo del amor real es más bien el instante, una especie de suspensión del tiempo en la que lo eterno entra en el reino de Cronos y transporta a una duración que nos parece infinita por su sin medida?)

*   *   *

Una vez más.

¿Cómo aquellos hombres antiguos y sabios pudieron saber lo que no sabían?

¿Cómo hicieron para nombrar con acierto sin conocer acabadamente el objeto que nombraban y que se adecuaba al nombre puesto mucho más que lo que ellos podían saber entonces?

¿O sabían cosas que no nos han dicho?


Como fuere, sin embargo, pienso también que, tratándose de amor -en cualquiera de sus formas, el asunto más misterioso que hay en el entero universo y aun más allá-, no es tan extraño que haya misterio en esta cuestión misteriosa.