viernes, 26 de noviembre de 2004

A Isabel la Católica se puede ir por varios caminos. Y que cada quien elija el que mejor le plazca.

Yo llego a ella, habitualmente, por Don Juan de Austria, amigo de mi infancia, y casi nunca voy de ella a él sino de él a ella. Que no se escandalicen demasiado los hispanófilos.

Pero lo cierto es que no puedo pensar en él sin pensar en ella, mucho más que en Doña Bárbara, su madre natural, o en Carlos su padre, o en Felipe su hermanastro o en Juana su abuela. Que me disculpe Don Fernando la desmemoria.

No puedo evitar, por otra parte, pensar siempre que a Don Juan fueron a parar los rasgos y las gracias de Isabel.

De modo que en el quinto centenario de la muerte de Isabel la Católica, vaya mi saludo a Don Juan.

Juan Martín me trae felizmente a la memoria el asunto, y me pasa las señas de estas muestras que se hacen en honor de la reina.


Esto no sé por qué me recuerda, también, que suelo pensar de algunas naciones algo parecido a lo que pienso de algunos sacerdotes. Cuando una nación tiene mártires me merece un personal reconocimiento especial. Así como -más allá de sus casos y cosas- los sacerdotes que me han administrado algún sacramento.

México, por ejemplo, país al que le tengo gran aprecio, a veces me exaspera con sus cosas y con su falta de cosas. Pero nunca olvido que ha dado decenas de mártires. Y pienso entonces que mis argentinas filosofías y literaturas son como bocetos a mano alzada, de incompleta y muelle mano adolescente.