lunes, 30 de marzo de 2020

Silencio per accidens


En fraseo escolástico, es un silencio per accidens, no un silencio per se.

Diría, la secuela no buscada de otra cosa.

Para el que vive en una ciudad-ciudad, no sé cómo será.

Para un servidor, que vive sus días en una ciudad de las afueras, de pronto, se asordinaron primero los rumores y murmullos, sirenas, frenadas, piques furibundos de motos y cosas así, a cualquier hora. Hasta que desaparecieron. A cualquier hora.

La noche es el territorio en que se hace más patente. Pero el día no va a la zaga.

Pájaros inusuales con cantos nuevos, ladridos sonoros que se adueñan del aire. La música, que suele oírse aquí y allá en tiempos de mundo ruidoso, también se apagó. Apenas se oyen conversaciones de casas linderas, muy apenas. Nada de gritos. Nunca.

El único sonido de la vida anterior que llevo registrado es uno de la madrugada: el camión de la basura. Podría decir el recolector de residuos, pero no soy tan estúpido, todavía.

¿Qué se harán las gentes con ese silencio per accidens?

En muchos casos, al menos en los primeros días de los encierros masivos, presumo que el silencio per accidens llegó de la mano del temor, de la ansiedad, de contener la respiración, de la sorpresa aturdida de estar en medio de un mundo desconocido. Creo que eso dura todavía, aunque el acostumbrarse es cosa de hombres, también. Y hasta el pánico puede volverse un vecino al que ya se lo saluda con aire confianzudo.

Para casi todo el mundo, el silencio no traspasa las pantallas, que no hablan más que de una sola cosa. En muchísimos casos, el silencio cerca las redes digitales, como si fuera una campana que aisla el (inexistente) ruido exterior y sólo deja oír a Zoom, a Houseparty, a Skype, a Whatsapp, a Hangout y así. O a las voces mudas que transitan Twitter, Facebook, Instragram, atiborradas como una calle céntrica de un día hábil a la hora pico. Memes, conspiraciones, videos lúdicos, fragmentos de declaraciones, de conferencias, de advertencias, de terrorismos audiovisuales.

Y después la secuela de la secuela. Repetir y repetir, esto y aquello, lo que dicen, lo que dijo, lo que están diciendo, lo que dirán. Reenviar. Y reenviar. Y reenviar. En medio del silencio per accidens. Reenviar el ruido.

(Hasta estas mismas líneas que el sufrido lector lee ahora, dígame si no. De algún modo, al menos.)

El silencio per accidens.

No es el silencio per se.

Silencio subproducto. Silencio derivado. Algo no amado por sí mismo. Algo a lo que han sido arrojados miles de millones de seres, a los que la palabra les es un proprium (sigamos escolásticos un rato más...), palabra proprium que se malgasta y se aturde en medio del silencio de mala uva.

Una oportunidad única de contrastar el silencio del aire con la voz significativa, nacida de un silencioso diálogo interior. Una oportunidad perdida, por ahora.

Las gentes buscando aquí y allá la noticia, la clave. O lo que pueda llenarle el vacío.

Y el vacío que campea, orondo. Llenándolo todo con su zumbido y su estrépito continuo.

Me cuentan, en estos días, de un niño que, ajeno al mundo, en un tenso silencio, en un rincón de la habitación, con sus hermanos jugando aquí y allá, con unos legos en forma de caballo (forma imaginaria, claro que sí...) se enfrenta una y otra vez a un dragón (hecho de lo mismo y con la forma tan imaginaria como la del presunto caballero, su oponente).

En medio de este mundo de este día, en medio de un vacío que provoca alrededor un silencio mal nacido, un niño encabrita en silencio su caballo y se lanza a matar al dragón silencioso. Y como no va narrando su aventura al tiempo que ocurre, como sería en cualquier película al uso, cuando se le pregunta qué está haciendo, contesta levantando la mirada de los legos en batalla: "...matando a un dragón...",  y el tono de su protesta deja claro que no tiene sentido la pregunta innecesaria.

Eso es silencio per se, me digo. Eso es vida interior.


Vale, sin casi, tanto como una oración bien llevada.