sábado, 25 de noviembre de 2006

Hommage pour le tombeau

Cuando estaban por dar las 2 de la tarde (la hora del match), allí estaba.

No fue el primero en llegar, pese a la puntualidad.

Ya estaban peloteando Julián y Segundo. Se les sumó. Pateaban al arco, como suelen: jueguitos y a patear, penales.

Eran tres, hasta ahí. Tres de 12, claro. Hay diez minutos de tolerancia para empezar. Se juega con hasta 7 jugadores, es lo mínimo.

Los chicos del otro equipo tenían el equipo completo: 12. Igual, están autorizados a poner 9 en la cancha, si el rival juntó los 7 canónicos mínimos.

Sobre el filo de la tolerancia apareció primero Felipe, después Marcos y al final Manuel y Jaime.

Listo: eran siete.

Y se salían de la vaina por jugar. Los otros irían 'refrescando' el team con cambios cada 4 ó 5 minutos. Para que jugaran todos. Y para que Catedral se jugara todo.

Siete contra nueve.

Bautista, Lorenzo, Máximo, Ramiro y -sobre todo- Nicolás, el capitán -cuyo padre, por ser el hijo capitán, es el entrenador-: ausentes sin aviso.

¡Qué partido!

Son increíbles los chicos. Ya lo dije. Pero son increíbles.

No hay cómo entender las ganas de correr y correr y correr, estar en toda la cancha, subir, bajar, marcar, de 'meter pata', de 'sacar pelotas'.

La clave de bóveda de esta epopeya es el antecedente: habían perdido ya dos partidos de la rueda de ganadores. Tenían un gol a favor y 7 en contra.

Y ahora eran siete, nada más. Y nada menos.

No hay por qué pensar que los cinco faltantes habían 'tirado la toalla'.

Podría pensarse -mal- y esperarse eso de los padres -y de algunos más que de otros, tal vez-, acostumbrados al regateo de cojones en la rueda imparable del costo-beneficio.

Pero no debe pensarse eso de los chicos.

Salvo que ellos fueran más sus padres que ellos mismos. Y sería penoso y triste. A los 8 años.

No.

Mejor que luzca la garra de los siete bravos, de estos siete Macabeos del balón. Y que no se desluzca en nada ni con nada de la mezquindad posible pero indeseable e impensable.

No.

Los chicos que no fueron, no fueron. Tenían gripe, se quedaron dormidos, se tuvieron que ir a un viaje con la familia, les cayó mal el almuerzo apurado (¡pobres, también...: hacerlos jugar a las 2 de la tarde, con las milanesas de los sábados a media altura y salir a correr y sudar...! Realmente...)



¿Nombré ya a Enrique V, la vida que Shakespeare le compuso? ¿Hablé de aquella extraordinaria arenga de la escena III del acto IV, antes de Agincourt?

¿No?

Pues me gustaría haber sido Gregorio hoy.

Otra vez hoy, sí. Y cómo me habría gustado saber lo tanto que me la merecía.

Y cómo me gustaría que me la hubieran recitado antes de una batalla como la de hoy:
Este es el día de la fiesta de san Crispín. El que sobreviva a este día volverá sano y salvo a sus lares, se empinará sobre las puntas de sus pies cuando se mencione esta fecha, y se alzará por encima de sí mismo ante el nombre de San Crispín. El que sobreviva a este día y llegue a la vejez, cada año, en la víspera de esta fiesta, invitará a sus amigos y les dirá: 'Mañana es San Crispín'. Entonces se subirá las mangas, y, al mostrar sus cicatrices, dirá: 'He recibido estas heridas el día de San Crispín'. Los ancianos olvidan; pero el que lo haya olvidado todo, se acordará todavía con satisfacción de las proezas que llevó a cabo en aquel día... Esta historia la enseñará el buen hombre a su hijo, y desde este día hasta el fin del mundo la fiesta de san Crispín y Crispiniano nunca llegará sin que a ella vaya asociado nuestro recuerdo, el recuerdo de nuestro pequeño ejército, de nuestro bando de hermanos; porque el que vierte hoy su sangre conmigo será mi hermano; por muy vil que sea, esta jornada ennoblecerá su condición y los caballeros que permanecen ahora en su lecho... se considerarán como malditos por no haberse hallado aquí, y tendrán su nobleza en bajo precio cuando escuchen hablar a uno de los que han combatido con nosotros el día de San Crispín.


¿El resultado del partido?

Perdimos.

9 a 0.