domingo, 16 de mayo de 2010

La edad del mundo

Entonces Yahvéh Dios formó al hombre con polvo del suelo,
e insufló en sus narices aliento de vida,
y resultó el hombre un ser viviente.
(Génesis 2, 7)


Cada año, un vecino implacable -que tengo al sur-sureste- amanece al otoño con furor de árboles.

En los últimos tres años, podó con cierta inquina unos paraísos que tiene en su huerto, así como en años anteriores quitó toda cosa que se erguía más allá de los tres metros. Con todo y eso, viene a resultar al cabo del tiempo que hacia el sudeste, desde el mismo lugar desde el que ahora escribo, está más claro. Y tanto que el viento de esta mañana helada -que el molino del oeste certifica ser del sudeste lleno-, va libre por el cielo límpido y entra a ráfagas vivaces por la puerta abierta de la cueva y se cuela y me encorva los dedos enguantados, que restriego al terminar de escribir cada frase para que entren en calor.

Pero la gloria de este día no era el sudeste, sino un punto luminoso al este que todavía no era luz antes del alba, apenas una claridad difusa y tímida. Mate en mano, cigarro en boca, arrebujado como un siberiano en invierno, me paré un rato primero en el jardín a mirar la salida del sol y después desde la cueva, que tiene su perspectiva oriental nítida y casi épica, a esas horas del alba de estos tiempos de mayo, que esta vez vinieron fríos.

Quería ver la salida del sol. Por dónde sale el sol. No si el sol sale.

¿Se corre tanto el sol? ¿Va de aquí para allá, como a mí me parece? Claro que sí, pero la sensación es curiosa y distinta cuando se lo ve sin los ojos de las elipsis cósmicas, los ejes terrestres, los equinoccios y los solsticios.

Meses atrás, por ejemplo, he visto al sol salir por detrás de una casuarina, como escalando las ramas jóvenes. Bien al este, diría entonces. Más cerca, en mi propio jardín, el limonero me cubría así de los primeros calores del día y yo se lo agradecía.

Ahora, después de esperar, un inmenso cedro centenario -más hacia el nordeste- señala al fondo de la vista el punto en el que empieza a incendiarse el cielo, tardío, ya después de las 7 y media.

Sí. El sol se despierta cada vez en un lugar distinto. El cosmos se mueve, con una coreografía inquietante a veces.

Un aroma de lavandas subía desde la tierra fría, la mata de alhucemas enhiesta iba cuerpeando sin alardes el aire. No había nubes. La madre de los falcónidos que tienen nido en alguna altura cercana, planeaba solitaria en el aire gélido, moviendo su cabeza con precisión de un lado a otro, buscando comida aquí abajo en el suelo.

El día está despertando, sí.

Este mundo antiguo tiene otro día.


Pensé, entonces, que los hombres olvidamos habitualmente que tenemos la edad del mundo.


Ya se hacía la hora de buscar el pan, de encender los fuegos de la mañana, de ir al día.

Otra vez.


Como es desde que hay día.