lunes, 14 de diciembre de 2009

Fin y principio

“El año que viene, me parece que voy a jugar de arquero…”, dijo Gregorio, cuando todavía el balón estaba tibio, sonaban las felicitaciones cruzadas, las barras de purretes alentando y festejando.

Le era una felicidad su tercer puesto, summa cum laude. Pero creo que lo que más alegría le daba era empezar, estar listo para empezar otra vez.

Y no, mi estimado: en realidad, bien mirado, el año no terminó.

Ni en un sentido, ni en otro.

Y en otro sentido más, menos todavía. De hecho, para un cristiano el año recién empezó.

Y la vida tampoco terminó. Y la historia, tampoco. Más allá de que las cosas y los años, empiecen y terminen. Hasta, en cierto sentido, la vida y la historia.

Pero se me hace que tiene razón Gregorio, hay que decirlo otra vez. La alegría es el quicio entre el fin y el principio.

Una alegría fatigada, cierto. Una alegría con raspones en las rodillas y un golpe en la canilla, una alegría con el tobillo doblado, el dolor en el hombro, la respiración todavía entrecortada, la boca seca, calor en la frente, alegría con esfuerzo y sudor, con las pintas de la tristeza del gol errado y el tiro libre que se marró, la alegría con el desencanto de las oportunidades perdidas...

Sí, por supuesto.

Exactamente el quicio donde el fin se encuentra con el principio.

Sin eso, creo, es un fin fuera de quicio. Sin esa alegría más allá de todo, más adentro de todo, es un fin desquiciado.