martes, 29 de diciembre de 2009

Perra loca

Fue ayer y no me di cuenta de que era 28 de diciembre, porque de haberme dado cuenta me habría sentido víctima de una broma de inocentes.

La joven atendió el llamado con un displicente “sí…”, y con esa clarinada el diálogo ya pintaba breve, conciso. ¿Quién pasa a buscar el auto? ¿Vos o yo?: era ésa la aguda cuestión en juego, el asunto mayor. Llevó casi un minuto de lacónicas deliberaciones, mientras el 22 traqueteaba rumbo a Retiro. Estaba en el asiento de atrás, no la vi, no sé qué aspecto tenía, sólo oía su voz; es decir, sus monosílabos, porque las frases eran asaz escuetas y gruñientes. Me pareció que había sido despertada de un semisueño y traída a los asuntos mundanos. Como me pareció, no sé por qué, que del otro lado la voz era masculina. Pero eso lo imaginé.

Llegábamos al Correo Central por el Bajo cuando la joven formuló el sintagma más complejo y largo que le oí: “Bueno, entonces, dejá…; voy yo a buscar el auto; paso primero por el psicólogo a buscar a la perra, la busco y me voy para allá…”

Creo que bajó en seguida, no lo sé. Me quedé pensando y me olvidé casi de ver quién era la supuesta dueña. Cuando me di vuelta, había un hombre en el lugar de donde venía la voz.

He oído que existe la psicología para perros. Tengo pocas cosas que decir de la psicología, a secas. Pocas cosas buenas y pocas cosas malas. En general, el asunto no me interesa demasiado, por mucho que interese el alma humana, el corazón humano, los afectos humanos, los dolores humanos, los asuntos humanos. Siempre –no puedo evitarlo- tengo la mezzo injusta impresión de que, de habitual, la psicología tiene poco que ver con todo eso. No me son simpáticos los psi, y he podido ver que no pocos de sus clientes suelen tener en no pocos casos el aire orgulloso de los poseedores de algún arcano. He visto algunas veces que hay un fraseo, un tono, una impostación de sabiduría en ambos lados de la cuestión que me producen cierta molestia. Y cierta pena. Y esto que digo es exactamente lo opuesto a una generalización, aunque son pocos los casos que puedo de cierto aducir en contra de esa sensación. Y está, además, el asunto ése del posesivo del cliente: “dice mi psicólogo…”, “me dijo mi psicóloga…”

Qué se yo. No hago ahora sino transcribir lo que se me dio por pensar entonces, hasta que caí en la cuenta de que lo que había oído en realidad no se trataba sin más de la psicología y sus arrabales: era que la perra de marras tenía un psicólogo.

Tratando de salvar el asunto (y todo el mundo sabe que no soy así de benévolo), pensé que alguien -que podría haber sido cuidaperros o estudiante de bellas artes pero resultaba que era psicólogo- tenía circunstancialmente la perra en custodia hasta que la dueña fuera a por ella. Podría ser. Ojalá fuera, pensé, aunque no tuviera ningún sentido. Ojalá que la perra no haya sido declarada insana, débil mental o depresiva o neurótica. Ojalá que no se les haya ocurrido que la perra “necesitaba ayuda para ir viendo las cosas que le estaban pasando…"

Pero ése era yo, creo. No los dueños. Menos el psicólogo. Mucho me temo que efectivamente hay quien cree –de un lado y del otro- que la psique de la perra necesita ayuda. Aunque la perra no tenga psique.

Estoy seguro de que habrá razones a pasto para ser psicólogo de perros, como tiene que haber argumentos sólidos en la cabeza de los dueños de aquella perra para acudir a uno de ellos. ¿Y qué dirá la perra? Pero ya estoy pensando en clave y ensañándome con la forma hodierna de entender el dolor del hombre y los perros del hombre y creo que no debería hacer eso…

Llegué a Retiro y “el rápido de y 48” estaba saliendo del andén. Lo perdí. Suerte perra. Suerte loca. Desganado, por la hora y el día y el durable non sense de la frase, me subí sin apetito alguno al local que para en todas; hacía calor, tenía sueño, había mucha gente dando vueltas.

Un poco me reía de mí y de la dueña de la perra loca y del psi. Pero, también, me sentía en algo el extranjero de Camus, abotagado pero inquieto, caminando al rumbo una playa ardiente y soleada con las piernas y los hombros pesando alternadamente, como en un pozo del tiempo y en un vacío de realidad.

Me imaginé una playa argelina de mar ruidoso y desierto a las espaldas, chilabas al viento caminando por las orillas, pies descalzos de plantas blanquecinas, niños morenos y de dientes blancos jugando con pelotas de cuero o de trapo. Viejos desdentados y cejudos, sentados con las piernas cruzadas sobre edredones a rayas de colores vivos, fumando cigarrillos armados, con las manos ajadas y curtidas, las uñas rosadas y combas, gesticulando y discutiendo.

De pronto, imaginé también, paseando por la playa aquí y allá, grupos pequeños de perras locas seguidas a la distancia por psicólogos ufanos, y por las dueñas semidormidas un poco más atrás, como en una tela surrealista, al óleo, colores apastelados.

Sí. Puede hacer eso con uno un 28 de diciembre, al atardecer, volviendo.

Pero, mi estimado, déjeme que le diga: en casa hay un border collie negro y de pelambre larga, pastor de ovejas él, en su origen; ahora citadino, el pobre. Le ladra a los relámpagos y aúlla cuando hay truenos en el cielo y corre como desaforado carreras de 30 metros de ida y vuelta cuando empieza a llover fuerte. Se escapa seguido y aterroriza al vecindario con su facha de lobo en furia, buscando, parece, a quién devorar. Sí, señor: una bestia. Aunque jamás mordió de veras a nadie, todos dicen –creen- que está loco. Come abejorros de los que revolotean sobre las flores de las salvias y se ha zampado más de un benteveo, y algún que otro zorzal, y claro que un par de palomones. Patea caracoles en verano y se lanza con el flanco contra las espinas del tala o las púas de la yuca.

Sí, señor.

Pero, mi amigo, eso sí: el día que me oiga decir que antes de pasar a buscar el auto, busco a Chango por lo del psicólogo, piense mal de mí, se lo suplico. Y tendrá razón.

Porque hay algo fieramente insano, hay algo enloquecido que no es para psicólogos, algo que se levanta como una pestilencia del humus y es fieramente demoledor del cosmos, cuando uno decide que debe llevar a una perra –por loca que estuviere- al psicólogo.