miércoles, 30 de diciembre de 2009

Hablemos de sexo (es decir, de plantas…)

No sea torpe, m'hijo... ¿Cómo se le ocurre que voy a a hablar de eso...? Ni con el sexo de los ángeles me voy a meter ahora. Ni con ningún otro.

Simplemente, le digo que hablemos del jardín.

Si hay alguien a quien respeto la mar en esas lides, ésa persona es mi madre. Harto tengo a más de cuatro ponderando sus sutilezas verdes. Pero. Una cosa es lo que ella sabe y el modo de saberlo. Con eso ya tendría uno bastante, no tanto oyéndola jardinear, sino viéndola. Y entonces uno sabe que el mundo se divide en dos: los como ella y los otros. Son raros los como ella, conozco pocos, y por suerte varios. Algunas de ellos son mujeres y ahí está la cuestión.

No sé si ha notado usted, caro amigo, que en general las mujeres dicen el jardín de un modo, lo ven de un modo, lo hacen de un modo. No diré femenino, aunque debería. Pero es distinto del modo masculino, casi siempre.

Habitualmente, el varón se aplica de un modo substantivo a la cuestión. Menos adjetivo y casi nada adverbial, salvo en el caso de los veros-veros, que sí lo hacen de modo íntegro y armónico, adverbios también incluidos. Circunstancias y medidas, tiempo y lugar, modo y causas. Siembras, podas, gajos y trasplantes, cosechan y floraciones, sol y agua y sombra y viento: todo lo saben sin medirlo, casi. Hay quienes saben eso de un modo empírico y otros científicamente. Me gustan más los primeros, no puedo evitarlo, sobre todo porque –y cómo- aplican las manos y tallan y hunden los dedos en la tierra y deshojan con suavidad y como al descuido, pero con la precisión y la elegancia de un relojero.

El asunto es que empalmé el insomnio lunar de anoche con el tren rápido de la mañana y me fui unas horas a la ciudad. Volví pasado el mezzogiorno y como un autómata, calcé vestes de labor y me zambullí en el jardín. Y ahí me di cuenta, al cabo de un rato, de mi extraño y habitual soliloquio acerca de las cosas que se van haciendo. Soliloquio frecuentemente mudo, que no habla tanto de las cosas inmediatas, sino a propósito de ellas. Noté que, por mucho que me pese, no hay modo de hablar en esos términos con mi madre, y no sé si con alguien más, y creo que no. Al menos cuando de jardín se trata.

El caso es que allí estaba la Summa entium realmente plantada ante mí y era cuestión de ir viendo de qué trataba cada cosa. Cortar el pasto a máquina es fácil y sirve para poner la mente en blanco, un barbecho de lo que vendrá, tal vez.

Me sirve mejor enumerar algunos de los asuntos.

El zapallo anco. Tiempo atrás, la madre me trajo unas semillas. “Son como calabazas, muy dulces y amarillas por adentro. Cuidado dónde las ponés: sufre lo que está cerca…”; y no sabría ella quizá lo que estaba diciendo. Lo verdad que era. Y las verdades que había allí. Dulces y bonitos serán los calabacines-ancos que ella me dio. Pero la planta hace sufrir: tuve que disciplinarla fiero para que no ahogara romeros y jazmines, para que no se desbordara en otras cosas, matando pastos y azaleas. Y créame, compagno, no lo voy logrando y me da que tendré que volar el zapallo, por dulzuras que me haga. Claro. La vida. Vea usted bien esas dulzuras tales y dígame después qué hacerse con ellas…

Las campanitas. No sé si sabrán todos que son una de las plagas más bonitas que hay. La hoja áspera denota su bajeza, la flor efímera su liviandad. Pero ese color azul sí que recrea, más cuando natura lo mezcla a su gusto y al llover tienen un aire agreste y húmedo que no es despreciable. Pero viene rastrera también ella y crea otros problemas, además de los similares a los de la planta de zapallo. Sus venas de tallo recorren todo lo que pueden, se enhebran en fisuras y se enredan. Son el nombre de tantas cosas. Ceden sin demasiada resistencia, pero no siempre. Obran por saturación, no como las hiedras, que se vigorizan y aprietan lo que hallan al paso. No así las campanitas, que con sus modales anodinos, vistosos de lejos, distraen, hacen perder el tiempo y en cierto sentido afean, con todo y su cuota módica de gracia colorida. Una se enredó en el lote de lavanda, noble yuyo si lo hay. No hay elección: tiene que ser con suavidad, tratando de no dañar. Viendo de tratar con delicadeza a las dos debilidades, con el mejor resultado posible: las campanitas son débiles y molestan a la débil lavanda. No es ponerse del lado del débil, sin más. Las dos son débiles. Peliagudo asunto es ése.

La yuca madre. Viera usted las veces que le he cortado las púas a la desdichada. No sé por qué no la he arrancado todavía. Y cada vez me digo lo mismo: crece, hay que dejarla… Y vuelvo a tusarla para que los chicos no se pinchen y el fútbol no se desaliente por falta de balón. Y me clavo yo mismo esas púas que no deben pinchar cuando las corto. Mi cabeza guarda tres o cuatro, cada brazo otro tanto, los ojos esquivan los lanzazos agudos y traicioneros lo mejor que pueden… La vida, claro. Lo que pasa. Sin querer hay que hacer de pararrayos. Sin querer, sí, me oyó bien. Queriendo no querer, si prefiere. Gruñendo y con más ganas de cortar la planta que de hacerla inofensiva o hasta benéfica, siquiera a la vista.

La eugenia. Para un cumpleaños, le regalé a Ana, la melliza, una planta. Se me ocurrió que era una manera de ayudarla a concentrarse en algo, tan dispersa y movediza como es. Pregunté, busqué y me conformó ésta. Resistente, viene frondosa semi árbol, con graciosas flores y breves frutos colorados. Ana jamás se ocupó de la planta y tuve que ocuparme de ambas. La vida, claro. Vea usted lo que hace cuando hace algo por otro. Que no es usted, es él…

La cidra. Ahora pasó los tres metros y casi toda su altura y fronda es de los últimos dos años (después de la nieve aquella…), de los más de 10 que lleva en tierra argentina, ese citrus mexicano. Me costó hacerla crecer y ahora no sé cómo sostenerla en pie. Se secaron dos semitroncos que tenía, malhaya. Pero el más alto quedó. Las flores de este año ya son frutos. Y son demasiados. Y como sé que son demasiado grandes (limones, digamos, del tamaño de melones), temo por ella, temo por su endeblez, por su altura. Sufrí por ella mientras crecía, sufro por ella cuando ha crecido, sufriré sus frutos. Viéndola esta tarde, le pedía que al menos durara hasta que el fruto tuviera semilla y hubiera posibilidad de empezar todo otra vez. La vida, claro. Parezco su padre y soy apenas su jardinero. Y pasará con ella lo que haya de ser, por mucho que la cuide.

Limonero, lirios de agua, achiras y el laurel chileno. Se fueron acercando al crecer y crecieron mucho. Hicieron un conjunto apelmazado y vigoroso, lindo de ver, ya casi impenetrable. En los entresijos de tanto follaje, al mayor de casa se le ocurrió hacer un experimento de compost…; la Eugenia, en poco más, se maridará con el limonero y noviará antes con el laurel. Allí bulle la vida, es un festín de verdes y colores, de aromas. Bulle todo allí. Menos el hombre, que casi no puede entrar a esa selva acotada y tupida que se expande ahora todavía más. Como mi casa (y otras cosas de la vida...), pienso, y lo que crecen y el volumen que desplazan al crecer los críos. En poco más, seré el hombre de ese jardín y habrá más plantas que hombre allí y tendré tanto lugar como el que ahora casi no me dejan las plantas y el compost, esto es: la vida bullente un día me pedirá que me corra...

Pues, bien: así es. Y más y más cosas que son ya demasiado aburrir.

Lo cierto es que no ve eso en el jardín mi señora madre. Ve plantas y estaciones del año.

Y lo bien que hace.

Pero, yo no soy mi madre, claro.