jueves, 10 de enero de 2013

Fue una laguna

Sí, será desconcertante, duro, humillante. Pero eso fue haber dejado olvidados y vestidos para salir a los cuatro de la entrada anterior.

Triste laguna.

Pero no la única, ay.

En un rincón de 2008, al frío de julio, un día 5, sábado, quedó un soneto.

Gozoso parecía. En sus cosas, ni me miró cuando llegué. Venía yo abriendo cada puerta cerrada, viendo en cada habitación si en la casa muda quedaba alguien todavía y rogando que no.

No supo nunca que fue el último en salir de ens.

Y no se lo diría yo, seguramente. ¿Cómo podría? ¿Qué le diría?

Me sonrió apenas, como si me recoociera. Me miró sereno, quieto, manso.

Como agua de laguna.

El fruto

Se abre el dulzor de un fruto que partí con la mano;
lo deshacen mis dedos, lo recibe mi palma;
alegre va en mi boca, sabe a un sabor arcano
que huele a paraíso. Como en calma.

Y su jugo ha teñido mi piel, que ya envejece,
y lentas se me escurren su piel y las semillas.
Y su carne a mi carne la ha aromado y florece
plácidamente y huele a maravillas.

Hay niebla. Una llovizna lava el fruto jugoso,
-tiene el dolor de un llanto templado, silencioso-
y exhala beatitud, me impregna gloria.

Estoy sentado. Es tarde. Hoy no hay fuego de invierno.
Del fruto que ha pasado, libre, fragante y tierno
me queda el gusto, el gozo. Y la memoria.

Se irguió, hizo ademán de ir saliendo. Lo dejé avanzar y adelantarse.

Mientras salía, miré por última vez la habitación ahora sí -creo, espero...- vacía de recuerdos, de olvidos. De agua y de lagunas.

La puerta quedó entreabierta. Me dio vergüenza, otra vez. Y cierta tristeza rara. No me atreví a cerrarla.



Quién sabe.